viernes, 26 de octubre de 2018

Cincuenta años después aquel oro olímpico de Morochito Rodríguez todavía brilla.

Ahora puedo entender mejor la razón de aquel cuadrilátero de boxeo en el desfile del carnaval de Cumana. Era febrero de 1969. Yo sabía de Morochito Rodríguez y su hazaña en los Juegos Olímpìcos de México 1968. Pero como todo niño de siete años de edad, estaba más pendiente de mis juegos infantiles. Aquel año había sido muy, muy duro para la humanidad. El mayo francés, el asesinato de Martin Luther King Jr., la muerte de Robert Kennedy, la matanza de estudiantes en Tlatelolco. El planeta parecía un lugar horrendo y oscuro. Aquí en Venezuela, tal vez el único otro escenario hacia el cual las personas podían voltear era la preparación del equipo olímpico de boxeo, pero nadie pensó por un instante que un solo púgil tendría al menos la oportunidad de ganar una medalla de bronce. Aquel equipo solo había realizado dos jornadas de entrenamiento una en Machiques, estado Zulia, la otra en Tucupita, Territorio Federal Delta Amacuro. Había serias dudas respecto a la nueva categoría minimosca. Las autoridades boxísticas pensaban asistir a los Juegos Olímpicos sin representante en ese nivel, pero el periodista Carlos González habló con ellos y los convenció de que tenían que llevar a Morochito Rodríguez al magno evento olímpico. Rodríguez empezó su participación en los Juegos Olímpicos el 17 de octubre. Tuvo que enfrentar al cubano Rafael Carbonell, poseedor de una gran experiencia en el boxeo amateur internacional, incluidos los Juegos Olímpicos de Tokyo 1964. Así que Morochito tuvo que fajarse e intercambiar muchos golpes con su rival. Debió echar el resto en el tercer asalto porque la pelea estaba muy apretada. Su actuación fue tan intensa que el público y hasta Carlos Gonzalez, quien transmitía por radio la pelea para Venezuela, se puso de pie para aplaudir a Morochito. Luego se supo que había terminado la pelea con una mano lesionada. En la parte trasera de una camioneta pick-up, habían recreado las cuerdas, la lona, la campana, los baldes de los entrenadores y los gritos. La multitud de las calles de Cumaná gritaba, “¡Vamos Morocho, muéstranos como ganaste esa medalla de oro!” El 20 de octubre la refriega fue ante el ceilandés Khata Karunarathe. Aunque el rival era un tipo alto, Morochito encontró la manera de tumbarlo dos veces y el árbitro tuvo que detener las acciones en el segundo asalto. Mientras la camioneta pick-up avanzaba en el desfile de carnaval, las personas alzaban la voz para saludar a un hombre de franela blanca y pantalones azul marino quien estaba al lado del boxeador en una esquina del cuadrilátero. Entre la multitud, algunos padres explicaban a sus hijos que ese hombre era Ely Montes, el entrenador de boxeo quien había formado a Morochito Rodríguez al inicio de su carrera. El que le enseñó como atacar aunque estuviese acusando el castigo de sus rivales. El que pasó varias horas explicándole como debía lanzar sus puños o como esquivar los golpes mediante movimientos de cintura. El que lo regañaba cuando no seguía las instrucciones. El 23 de octubre, el diminuto púgil cumanés escuchó las observaciones de su entrenador, Angel Edecio Escobar, quien le dijo que tenía que aprovechar el hecho de que su rival, el estadounidense Harlan Marbley tenía una herida en una mano. Morochito había vencido a Marbley en los Juegos Panamericanos de Winnipeg en 1967. Morochito no se confió y desarrolló una andanada imparable de ataques en los tres asaltos para adjudicarse la victoria. Hubo un momento, durante el desfile, cuando la camioneta se detuvo más de diez minutos en una esquina, entonces pude mirar mejor el rostro del boxeador. Recordé una madrugada en un bar cercano a Puerto Sucre. Eran las cinco de la mañana. Mis hermanos se acercaron al lugar donde unos tipos jugaban bolas criollas. Felipe le dijo a Jesús Mario, “Hermano, ese es Morochito Rodríguez, el boxeador que ganó la medalla de oro en los Juegos Panamericanos de Winnipeg y ahora irá a los Juegos Olímpicos de México”. Jesús Mario no quería creerlo, hasta que uno de los tipos le dijo al más diminuto que si él iba para los Juegos Olímpicos no debería frecuentar ese tipo de lugares, si quería al menos ganar una medalla de bronce tenía que cuidar su salud. Felipe tomó su balde desde el suelo y nos dijo que era hora de ir hasta la costa, ya los pescadores estaban por regresar desde alta mar. Escobar siempre recordaba una entrevista con los medios en la Villa Olímpica ante la posibilidad de que Morochito consiguiera la primera medalla de oro para SurAmérica. Atletas y personalidades de la región fueron a saludar a Morochito para animarlo y desearle lo mejor en la pelea por la medalla de oro. Durante la ceremonia del pesaje hubo un inconveniente debido a un ligero sobrepeso de Morochito. Ángel Edecio Escobar le dijo que tenían solo diez minutos para resolver eso, de lo contrario perdería la pelea sin lanzar un puño. Morochito empezó a correr y escupir desesperadamente pero el sobrepeso permanecía. Cuando la tristeza y los lamentos invadieron los rostros, alguien de la delegación venezolana le dijo a Morochito que se quitara la prótesis dental. Así fue como finalmente hizo el peso y las sonrisas de la delegación coreana desaparecieron. Antes de la pelea, Carlos González se preparaba para la transmisión radiofónica hacia Venezuela desde el ring side de la Arena de México. Estaba algo molesto porque había tenido algunas dificultades para establecer la conexión radioeléctrica. Todo eso se olvidó cuando apagaron las luces y los púgiles subieron al cuadrilátero. González no podía creer la escalofriante ovación que le dio el público a Morochito. Empezaron a corear gradualmente “Ro-drí-guez, Ro-drí.guez, Ro-drí-guez hasta que todo el lugar parecía un pandemónium. Cuando el árbitro llamó a los púgiles al centro del cuadrilátero y les explicó las reglas, todo estaba listo. Morochito solo tenía una imagen en su mente, las calles de El Salao, su barrio de Cumaná. Entonces sonó el campanazo y Ángel Edecio Escobar gritó. “Vamos Morochito, este es tu día”. Despues de dos asaltos iniciales muy cerrados, Morochito echó el resto en el tercero al descifrar el laberinto de Young Ju Lee mediante la técnica de boxeo que había aprendido de Ely Montes. Vivió un gran momento y atacó repetidamente el torso y el rostro del coreano. Cuando sonó el campanazo final, una gran incertidumbre invadió la arena. Ángel Edecio Escobar trató de calmar a Morochito diciéndolo que había dominado la mayor parte del tercer asalto. Carlos Gonzalez estaba casi delirante, desde su asiento en el ring side, anunció que en cuestión de minutos se sabría la decisión de los jueces. Cuando el árbitro llamó a los boxeadores al centro del cuadrilátero y levantó la mano derecha de Morochito, Carlos Gonzalez tuvo que controlar sus emociones, enmudeció por fracciones de segundo, entonces anunció: “Ganó el Morocho, ganó Venezuela…” Entonces corrió hacia el cuadrilátero. Morochito casi no hablaba, sus ojos estaban vidriosos. González le preguntó como se había sentido durante la pelea. Morochito solo dijo que estaba feliz. Mucho tiempo después, diría que en ese momento solo pensaba en su madre y su ciudad. Hubo otro momento difícil en la ceremonia del himno nacional porque la delegación boxística no tenía bandera. Entonces, desde la multitud un estudiante universitario venezolano le lanzó una bandera venezolana. Alfonso L. Tusa C. 17 de mayo de 2018. ©