Misiles en Cuba apuntando hacia USA, el doblete de oro de Abebe Bikila en la maratón olímpica, el vuelo de Yuri Gagarin, el primer transplante cardíaco, el brazo izquierdo de Dios en Sandy Koufax, el movimiento de los derechos civiles en USA, el Carupanazo, el Porteñazo, el Sueño Imposible de los Medias Rojas de Boston, la guerra de Vietnam, las señales de amor y paz de los hippies, la medalla de oro olímpica de Morochito Rodríguez, el bossa nova, el mayo francés, la integridad del Látigo Chávez, la voz de Cherry Navarro, el soul, los 30 juegos ganados de Denny McLain, el twist,la efectividad microscópica de Bob Gibson, los milagrosos Mets de Nueva York. Todas luces incandescentes de una época indeleble, al fondo del desfile reposa un hecho acaecido el mediodía de un 22 de noviembre en Dealey Plaza, Dallas. En ese momento el Presidente John F. Kennedy recibía varios disparos que destrozaron su cráneo. Siempre quise conocer el misterio, palpar el suspenso, sentir las tortuosidades de aquel laberinto.
Cuando llegó a mis manos “JFK: El último testigo” de William Reymond y Billie Sol Estes, editado por La Esfera de los Libros, se me erizaron todos los nervios de la curiosidad, desde aquellas imágenes pavorosas que papá escondió con disimulo en una revista de su oficina, nunca pude sacarme del cráneo que había ocurrido aquel día con el Presidente Kennedy. Aquella revista me ocasionó las primeras conversaciones a solas con papá y aquel burbujeo en la frente que siento cada vez que sospecho que persiste algo oculto aun cuando se diga que todo fue dicho. El libro es un documental, pero tiene todo el romance de la poesía, la pasión de la novela y la intensidad de la crónica. En la primera página comprendía porque el escritor además de detective, tiene la escafandra más resistente y más de las tres cuartas partes del olfato de un sabueso. Varias veces, cuando papá dormía la siesta, llegaba en puntillas a su oficina. El primer día casi rompí una de las gavetas del escritorio de cedro, salí justo cuando escuché el tintineo de la cucharilla de café y los pasos pausados.
Reymond se adentra en el misterio acicateado por otro libro de su autoría: “Autopsia de un asesinato”. Allí muchas cortinas empezaron a descorrerse en torno a la limusina que giraba en Dealey Plaza. Al profundizar en los detalles forénsicos y físicos, las conclusiones se distanciaban mucho de la historia oficial. Las voces de muchas personas ligadas a los acontecimientos empezaron a templar los tímpanos de Reymond, pero este se retorcía en sus cavilaciones. Solo eran simples recuerdos. Necesitaba pruebas contundentes. Estuve tentado a devorar aquellas trescientas, casi cuatrocientas páginas cuando pasé la primera. Me pasó igual con la primera vez que regresé a buscar la revista. La ansiedad me llevó a desprender dos tramos del estante de las resmas de papel y las carpetas. Solo apareció una lata de dulces árabes de pistacho, los favoritos de papá. A la salida de la oficina, Papá secaba el sudor de su frente. “¿Cual es el empeño con esa revista?” Mis ojos escrutaron el envase de los dulces a la distancia. Ni rastro de la revista.
Sólo cuando Estes se decide a relatar su historia y a refrendarla con pruebas, Reymond entiende que ha llegado el momento del otro libro, el que recogerá la esencia del asesinato más enigmático de todo el siglo veinte. En ese instante, sin saberlo, emprende una aventura detectivesca que revienta todos los esquemas de las películas de suspenso más escalofriante. Conseguir el testimonio de Estes delineará el más tortuoso proceso de zig zags, pasos adelante, atrás; vacíos, asfixias. Una prueba extenuante de persistencia que sólo la pasión de un escritor tras una misión puede resistir. La próxima vez que apareció el tema, comentaban las noticias más resaltantes de los años ’60 en la televisión. Le dije a papá que en esa historia faltaba algo. Me quedó mirando mientras pasaba la llama del yesquero bajo un cigarrillo. “Eso fue producto de una mente enferma que actuó por su cuenta. No le busques las cinco patas al gato”.
Las páginas volaron en mis dedos, con velocidad de piezas de ajedrez la confabulación de intereses del poder económico y político fue encajando arista por arista hasta que los casquillos de las balas cayeron bajo la ventana desde donde se hicieron los disparos que dejaron en vilo a un país y al mundo en general. Luego un silencio general y prolongado, estirado por los hilos del poder. Muy pocos pensaron que la saña venía desde dentro del mismo gobierno, menos aún que procedía desde el propio partido del Presidente. Con escalofríos propios de “La Dimensión Desconocida” descifré cada una de aquellas líneas y por arte de magia volví a la segunda ocasión que regresé a buscar aquella revista. Papá levantó el envase de dulces árabes. “Te doy todos los mabrumes si existe toda esa conspiración detrás del francotirador”.