domingo, 26 de octubre de 2014

Desesperanza olímpica

La brisa de la madrugada soplaba sobre el muelle de Puerto Sucre aquella noche de comienzos de los ‘70. Mientras esperábamos por los pescadores de coro-coro y catalanas, mis hermanos sugirieron nos fuésemos a pasar el rato en una cancha de bolas criollas ubicada a dos cuadras. El impacto de las esferas sobre las tablas del rectángulo estallaba en la oscuridad de la misma forma que el haz luminoso del bar traspasaba el umbral de la puerta de entrada. Ferdinando se acercó a la cancha hasta casi tropezar con las tablas, hizo unos tres o cuatro enfoques y hasta se puso la mano de visera sobre la frente. Si, es él Aladar, es el Morochito Rodríguez, son los mismos movimientos que hacía en el ring, siempre hacia delante, siempre buscando la acción. Justo metió las manos en los bolsillos y arrugó la frente. Tú si exageras Ferdinando, ese tipo está muy blanco para ser Morochito. Ferdinando siguió acercándose poco a poco hacia el hombre diminuto de franela blanca, pantalón de caqui y alpargatas de suela de cuero, sus compañeros lo fustigaban a cada momento. Caraj Morocho, pareces un carajito de diez años, ya te has comido como siete almendrones y la botella de cerveza esta enterita. El hombre hincaba los dientes amarillentos sobre la drupa mientras señalaba el camino por donde debía pasar la esfera a su compañero próximo a arrimar la bola más cerca del mingo. Ustedes pasan todo el año aquí en Cumaná, en Caracas no se ven estos almendrones, solo puro edificio y cemento, tengo que aprovechar de recargar las baterías. El compañero que se disponía a efectuar el arrime carraspeó al soltar la esfera. Pero puedes ir a La Guaira, allá hay bastantes matas de almendrón. ¡Que va! No saben igual, aquellos no saben a nada. En medio del estruendo de un “boche” una esfera saltó las tablas, Ferdinando corrió tras ellas y la entregó al hombre de franela blanca. Señor Morocho ¿es verdad que el día de la pelea por la medalla de oro en las Olimpiadas de México usted estuvo a punto de perder en la balanza? Francisco Morochito Rodríguez abrió los ojos y casi se atraganta con el almendrón. ¿Cómo sabes eso? ¿Quién te lo dijo? Ferdinando retrocedió unos pasos como los rivales ante las embestidas pugilísticas. Con una voz temblorosa respondió. Bueno…lo…lei…en Sport Gráfico. Morochito Rodríguez sonrió y se sentó en una esquina de la cancha, los jugadores de bolas criollas hicieron un semicírculo alrededor. Ese día salimos temprano de la concentración con los profesores Ángel Edecio Escobar y Eleazar Castillo. Cuando llegamos al acto de la balanza, yo estaba por encima del peso unos cien gramos. El profesor Ángel Edecio me quedó mirando bravo, te dije ayer lo que podías y no podías comer. No hemos pasado por todos estos sacrificios para venir a perder la medalla de oro ahora, en el pesaje. Todavía tenemos una hora para bajar esos 100 gramos, fájate a correr en el estacionamiento. El Morocho respiraba profundo sobre las tablas de la cancha de bolas criollas. Algo tenía que hacer, mientras corría escupía a cada segundo, no quería ni imaginarme la mamadera de gallo si llegaba a perder la medalla de oro sin siquiera tirar un golpe, sobre todo ustedes los echadores de vaina de “El Salao”. Di como treinta vuelta al estacionamiento y cuando me fui a pesar todavía estaba como treinta gramos por encima del peso. Volví a correr, el profesor Ángel Edecio estaba que se arrancaba los cabellos. Los surcoreanos se frotaban las manos, si esta vez volvía a pesar por encima decretarían que la medalla de orto del peso minimosca era para Corea del Sur. Justo unos segundos antes de subir a la balanza el profesor Ángel Edecio me dijo, ¿tienes puesta la plancha? Asentí con la cabeza. Casi me abrió la boca y me la sacó. Entonces subí a la balanza y la aguja se detuvo unos 10 gramos por debajo del límite de la categoría minimosca. Los coreanos arrugaron las mejillas y se dieron media vuelta. Las sonrisas habían regresado a la delegación venezolana. Alfonso L. Tusa C.