Siempre que había un año olímpico te emocionabas con las eliminatorias de cara a los juegos. La gesta del Morochito Rodríguez la viviste íntegra con tus hermanos. Cada noche se iban al lugar donde mejor se sintonizaba la emisora, bajo un poste al lado de un charco inmenso con una sinfonía de sapos en el más intenso allegro. Hasta allá los perseguías y los arrinconabas a preguntas.
De todas las competencias, la que más te emocionaba era aquella donde los atletas salían del estadio a correr por las calles y colinas de la ciudad para regresar al óvalo con el dolor en los ojos y los calambres en las piernas. Se te había quedado grabada la imagen de aquel corredor al que llamaban la locomotora checa. Emil Zatopek, corría de lado, con el rostro retorcido, como si fuera dejando el alma en cada zancada y aún así corría cada vez más duro. Quizás porque retrataste su expresión cuando tu padre te descubrió detrás del pilar del comedor siguiendo por televisión un programa titulado “Ruta Olímpica” o “Camino a los Juegos Olímpicos”. Media hora antes te había advertido que debías acostarte temprano porque al día siguiente había clases.
Sin embargo el año que recordabas con más pasión fue aquel cuando cursabas quinto grado. Difícilmente pasaba un día sin que llegases al salón libre de algún episodio de los Juegos Olímpicos, sobre todo de aquella carrera bárbara que impregnaba de valentía y dolor los rostros de los competidores. Una tarde la maestra casi nos arrastra hacia la clase. Hablábamos del orígen de la carrera. De cómo tu padre, luego de regañarte aquella noche, se apareció la mañana siguiente con un libraco de Historia Universal y te habló de Fidípides y una guerra entre los griegos y los persas que tomaría lugar en la bahía de Maraton. Los griegos enviaron a un mensajero llamado Fidípides a buscar refuerzos en Esparta. Éste cubrió la distancia de 240 km pero los lacedemonios negaron la ayuda. Fidípides regresó a Maratón y se sorprendió al saber que los griegos habían vencido a los persas. Una versión cuenta que Filípides corrió de Maratón a Atenas para informar la victoria sobre los persas. Al completar el trayecto de 42.195 cayó muerto. La otra historia refiere que durante el trayecto de Esparta a Maraton, Fidípides escuchó del rey Pan la estrategia para vencer a los persas. Por tanto la honra del maratón está condensada en el heroísmo de llevar la noción de cómo vencer a un ejército casi invencible en tierra.
Dentro del aula, cada vez que la maestra volteaba para hundir la tiza en el pizarrón, escribíamos papelitos: “tengo dos metras bolombolo”, “conseguí un bollo de pabílo”, “saqué el rollo de teipe de la caja de herramientas de papá” .Desde enero empezamos a planear atravesar el pueblo de Cumanacoa para ir a jugar béisbol en la trilla de café de la hacienda de Leo.
Mientras apretábamos el pabilo sobre las metras bolombolo, recordaste como tu padre siempre te relataba lo ocurrido en el maratón de 1932 en Los Ángeles. Lo recordaba muy bien porque un atardecer mientras regresaba de la escuela vio un barullo en una esquina, desde el interior de una bodega salían las ondas de un radio de galena que anunciaba la victoria del argentino Juan Carlos Zabala. Llego casi desfalleciente a la meta, varios de sus compañeros de delegación tuvieron que agarrarlo. Algunos periodistas lo compararon con Fidípides. Siempre te quedabas paralizado al referir este cuento porque tu padre alcanzaba unos niveles de emoción a medida que avanzaba en la historia, parecía que se iba a desplomar y luego daba dos pasos y decía que te había asustado. Cuando tuvimos todas las pelotas cubiertas de teipe, las metiste en una bolsa y saliste a la esquina. La neblina obstruía la visión del pecho hacia arriba.
Allí esperaban todos los muchachos, había suficientes para armar dos equipos de siete jugadores. Todavía resonaban en tus oídos las instrucciones de tu madre y la voz de tu padre detrás de una taza de café con leche llena de galletas Nic-Nac. Te invitó a sentarte. Ante tu apuro masculló unas palabras y a una velocidad desconocida para su estilo de conversación, mencionó un sonido que te hizo sentar. “Emil Zátopek, en las Olimpíadas de 1952 en Helsinki, ganó la carrera de 5000 metros, la de 10000 y por si fuera poco el maratón”. Te quedaste casi sin aliento, tal cual maratonista al llegar a la meta, tragaste saliva varias veces hasta que tu papá te dio dos palmadas en los hombros. “No, no es invento mío. Por eso lo llamaban la locomotora checa”. Saliste del comedor caminando hacia atrás, te pareció que varias veces la faz de tu padre se transmutaba en la de Zátopek. Aún luego de reunirte con los muchachos caminabas ausente.
Cuando llegamos a la altura de la escuela José Luis Ramos, decidimos continuar por la acequia. Lo estrecho de las veredas que dominaban el embaulado de piedras nos hacía saltar en las curvas más cerradas. Allí empezaste a mencionar a Abebe Bikila. Con cada paso, resbalón o manotazo sobre una pared para evitar la caída al cuerpo de agua, referías con fruición como el maratonista etíope corría descalzo por las calles de Roma y al entrar al estadio olímpico desplegó un remate bestial que estremeció a la multitud. En el cruce hacia La Represa, algunos volteaban hacia atrás y arrugaban los labios. Entonces casi gritaste como Bikila había regresado a correr el maratón cuatro años después en Tokio y allí también traspasó la meta en primer lugar. Primero que conseguía el doblete dorado en el maratón olímpico. En la subida de La Represa, muchos respiraban por la boca. Adelantaste a paso redoblado hasta sacar media cuadra de ventaja.
En el cruce hacia el camino de ripio te paraste con las manos en jarra, parecías al propio Paavo Nurmi luego de aquel escalofriante día cuando corrió la prueba de campo traviesa y después corrió los cinco mil metros en la pista. Cuando el último de los muchachos llegó a la entrada del camino tú ya apretabas el paso a mitad de trayecto, varios perros de raza Gran Danés ladraban tras la alambrada de puas de la hacienda vecina. Pasaste como un trueno la curva del portón y la mayoría de los muchachos se doblaban sobre las rodillas o se recostaban de los cocoteros. Cuando por fin llegó el último de los muchachos, hablabas con Leo. Toda la trilla estaba cubierta de café verde y rojo. Había que esperar por lo menos hasta el comienzo de la tarde para que empezaran a recoger el café. Intentaste entrar a la trilla pero Leo te haló de un brazo.
Aquel inicio de 1972 referías mucho un episodio del maratón olímpico de México ’68. Todo se originó mediante un recuento de los juegos anteriores que hizo la revista Sport Gráfico que siempre compraban tus hermanos cada jueves. Le preguntaste a tus hermanos si aquello había ocurrido en realidad. Varios minutos después de que el último maratonista cruzara la meta, empezaron a escucharse sirenas y gritos de admiración en las adyacencias del estadio olímpico, John Akhwari, atleta de Tanzania entraba a la pista con una pierna vendada, en la penumbra del atardecer se podían distinguir los matices carmesí sobre el blanco de los vendajes. Casi arrastrando la pierna logró completar la mítica distancia completada por el mensajero Fidípides. Cada día que pasaba lo marcabas en el calendario, te emocionabas con la cercanía de la inauguración de los juegos.
A eso de las tres de la tarde había tres montones de café en distintos puntos de la trilla. Volviste a hablar con Leo y consiguieron que su papá los dejara ayudar a terminar de recoger el café. Los trabajadores sonreían al ver la velocidad con que trataban de llevar el café al depósito. Pronto aquel ímpetu degradó a rostros colorados y respiraciones asmáticas con sacos arrastrados sobre el cemento. Cuando finalmente despejaron la trilla, el sol de las cinco de la tarde jugueteaba tras las copas de los árboles. Apenas jugamos tres innings, se me dificultaba creer como jugabas como si nada, luego de todos esos sacos de café arrastrados. De regreso por el camino de ripio uno de los perros atravesó la cerca y nuestros pies desplegaron la carrera más desenfrenada. Te vi caer y levantarte tan rápido como lo haría Lasse Viren unos meses después en la carrera de 10000 metros de los Juegos Olímpicos de Munich. Corriste tan duro que dejaste atrás a los que iban adelante. Al llegar al asfalto de La Represa tuviste que sentarte en la acera con dificultades para respirar. Tenías el aspecto de Fidípides en la cara.
Alfonso L. Tusa C.