lunes, 18 de septiembre de 2023
Preparativos de una práctica de Química Orgánica.
Los miércoles en la tarde no había clases en el Instituto Universitario Tecnológico de Cumaná, la biblioteca ebullía de estudiantes registrando, hojeando, excavando las páginas de libros, revistas, etc. Por lo general la bibliotecóloga se desesperaba cuando me regresaba al mostrador para solicitar otros libros. “¡Vas a tener que ir a la biblioteca de la UDO!” Luego sonreía. Poco a poco, me iba retirando del mostrador, caminando de espaldas, casi tropezando las mesas, casi flotando bajo el reflujo de los ventiladores del techo de más de tres metros que parecía más cielo que platabanda. Quería tener una garrocha para impulsarme sobre el mostrador y buscar el libro que me hacía falta, sospechaba que la bibliotecóloga solo le prestaba ciertos libros a sus estudiantes preferidos. Me iba al rincón más cercano a la puerta inmensa del fondo, clausurada por unas cabillas en equis. Allí intentaba buscar respuestas entre mis apuntes. Cuando tenía dificultades para hallar las reacciones y conceptos que sabía iban a preguntar en el quiz obligatorio para acceder al laboratorio de Química Orgánica, le pedía a la bibliotecóloga que guardara mis cuadernos y salía.*************************************************************************************************************************
Atravesábamos el laberinto de árboles de mango hasta llegar a los límites del IUT en dirección hacia Cantarrana, solo en la penumbra de aquellos árboles ciclópeos encontraba algo de solaz ante la imposibilidad momentánea de encontrar la información básica para la práctica. Un reguero de filamentos fucsia alfombraba el suelo bajo los árboles. Nunca fui experto moneando árboles y menos si eran de más de cuatro metros de altura, solo la inquietud de no conseguir la información para responder el examen requisitorio para acceder a la práctica me hacía aferrar al tronco rugoso hasta alcanzar las ramas desperdigadas en escalones. A veces había pomalacas muy jugosas y allá arriba vislumbraba donde podía ilustrarme para el examen. Bajaba con tal fluidez por las ramas que parecía el más ágil primate apenas tocando las hojas grandes de matices esmeralda. Con la pomalaca apretada en los dientes corría hacia los cubículos de los profesores.********************************************************************************
Apenas si escuchaba palabras dispersas como “azeotropo”, “termómetro”, “anhídrido acético”, “campana”. Me iba con esas piezas en las manos a tratar de armar el rompecabezas en la plaza de caminos de cemento levantado por las raíces de robles y apamates en cuyo extremo superior izquierdo estaba la oficina de la dirección. Registraba mis bolsillos y solo encontraba Bs. 1,50. Me acercaba a la taquilla donde vendían los tickets del comedor, intentaba convencer a la encargada para que me permitiera un boleto y el día siguiente le llevaba el real faltante. La Señora mostraba su sonrisa más irónica, ya había pasado por eso y nunca le pagaban. Empezaba a resignarme, a prepararme para otra excursión meridiana hacia las matas de mango, a esas alturas de la temporada solo quedaban mangos pintones y más que todo verdes, igual servían de almuerzo de una a una y media, antes de releer los apuntes, las líneas atropelladas luego de leer libros en la biblioteca de la UDO.*******************************************************
El manual de las normas de seguridad siempre se deslizaba o precipitaba al suelo cada vez que tomaba la guía de las prácticas de Química Orgánica. Solo la curiosidad y la fiebre del principiante me hacían leer con avidez aquellas líneas cargadas de explicaciones que siempre quise escuchar. “Nunca se debe agregar agua sobre un ácido fuerte concentrado, la intensidad de la reacción exotérmica podría quebrar el vidrio del recipiente…” Cada vez que intentaba practicar alguna norma de seguridad como usar aquellos lentes goggles que parecían máscaras de buzos al momento de ejecutar reacciones muy exotérmicas, me sentía extraño, como un esquimal en el trópico, más aún cuando remataba embozando la cara en la mascarilla de filtros para vapores inorgánicos. Mis compañeros me veían entre sonreídos y extrañados, como si fuese un astronauta en una caminata espacial. El auxiliar de laboratorio me miraba con intensidad cuando le preguntaba porque la ducha de emergencia estaba sobre la pizarra del fondo.*************************************************
A veces revisaba todos los huecos que tenía la bata de laboratorio y enumeraba todos los accidentes o encontronazos evitados con un movimiento brusco de último segundo para alejar un botellón de acido sulfúrico. La tela parecía de cristales de naftalina en esos lugares cuando los tocaba después de lavarla y plancharla se abrían troneras que hacían que el profesor preguntase si eso era una bata o un colador. Empezaba a coser con mucha rusticidad tacos de otras telas hasta que llegaba mamá con los retazos blancos apropiados y me mirada ladeando el rostro. “Eso ya no parece una bata de laboratorio sino un carnaval desbordado”. Cuando me enfundaba en la bata me parecía escuchar soplos de Merlin, Mandrake y Blacamán. Solo que en el laboratorio cualquier error en un intento de magia se pagaba con una nota por debajo de 50 puntos en el informe y también con los comentarios irónicos y sarcásticos del profesor. Siempre esperaba que el profesor corrigiera la prueba rápida para sacar la bata de mis cuadernos.***************************************************
Por más que aquel miércoles revisé todos los libros que pude en la biblioteca del IUT fue poco lo que pude encontrar de las propiedades químicas del anhídrido acético, nada de su punto de ebullición, nada de su corrosividad, nada de sus vapores asfixiantes. Cuando me disponía a escabullirme por las escaleras de la biblioteca que conducían a la salida del instituto dos tipos corpulentos rodearon la mesa que ocupaba al fondo de la estancia, me sorprendió mucho que Ramón y Pedro fueran a buscarme para que completar la alineación del equipo de softbol, siempre se quejaron de mis deficiencias con el guante y mi descuadrada manera de batear, después me enteré que había faltado el primera base regular del equipo, me los quedé mirando fijo antes de agarrar el mascotín y correr hacia aquella primera base de polvo marrón y algunos hierbajos xerófitos. Aunque con algunos titubeos a duras penas logré retener los doce disparos que me hicieron para completar los outs, aunque ganamos igual hubo chanzas por la manera poco ortodoxa como colocaba el mascotín para recibir las pelotas y por el descontrol al devolverle la pelota al pitcher.***********************************************
Justo minutos antes de salir hacia las instalaciones de la planta piloto de biología, donde estaban los laboratorios de química, me iba al árbol de tamarindo de la entrada en la isla del estacionamiento y me encomendaba a Dios, para que me diera la fluidez y la certeza en las respuestas para aprobar el quiz obligatorio para entrar a la práctica de Orgánica. Más por nervios que por salivación saltaba hasta alcanzar algunos tamarindos pintones, de esos que aún están verdes pero ya tienen la pulpa suave. Desde allí empezaba una caminata progresiva que casi llegaba a las zancadas cuando subíamos los escalones que llevaban hasta los laboratorios. Entonces las zancadas eran cardíacas, aquello parecía un cadalso cuando hacíamos la fila para esperar que el profesor nos llamara, uno por uno, en silencio, apenas las preguntas rigurosas de alguna palabra ambigua en el enunciado. La sequedad y solemnidad de las respuestas reverberan en aquel desierto fantasmal de las dos de la tarde.*********************************************************************
Desde el lunes anterior a cada una de aquellas sesiones de prácticas de química orgánica visitaba los almendrones del patio del departamento de electricidad o electrónica, atravesar la plazoleta interna de la dirección y avanzar por los pasillos de grama japonesa invasiva en cemento rústico era toda una experiencia de trascender fronteras de territorios rivales en lo deportivo y académico. Entre el quiosco de refrigerios y una especie de jardín o arboleda, revisaba los pies de cada almendrón, reunía siete o diez cápsulas secas, arrancaba las fibras amarillas y machacaba con una piedra de algunos tres kilos hasta que saltaba la almendrita alargada, me comía como dos y guardaba unas siete o diez en el bolsillo de la camisa. Era todo un ejercicio de fuerza de voluntad evitar comerme las almendritas. En medio del momento cumbre de agregar el reactivo limitante, o de buscar hielo para aplacar alguna reacción exotérmica, el profesor me cazaba sacando una almendrita del bolsillo, cuando estaba a punto de anotar cuantos puntos iba a restar de mi informe apretó los labios y asintió: “Solo porque esta almendrita sabe a pistacho no te voy a quitar ni medio punto, pero no lo vuelvas a hacer”.***********************************************************
Tan pronto el profesor recitaba las notas de las pruebas pasábamos casi en tropel a los espacios atemperados, casi glaciales del laboratorio. Lo primero que hice fue revisar mi lista de reactivos y en dos zancadas llegué a la campana y revisé el gabinete inferior, allí estaba el botellón ámbar con la etiqueta, propiedades físico-químicas, precauciones de seguridad, y aquel ícono de la calavera que indicaba la toxicidad extrema de de aquel anhídrido acético que tanta curiosidad me había causado por su fórmula química, parecía un fantasma del ácido acético, y por la gran cantidad de implementos de seguridad que había que usar para manipularlo. Tenía todo listo, solo faltaba agregar el reactivo limitante. Ajusté el balón de 500 mililitros, el condensador de reflujo y el embudo de adición. Alargué mis pasos casi hasta las zancadas, si no corrí fue porque escuché el estornudo próximo del profesor. Saqué el botellón de anhídrido acético del gabinete de la campana y lo introduje en el compartimiento de extracción.
Ya había trasvasado los 50 mililitros que necesitaba, a último segundo por una de esas curiosidades a veces geniales, a veces desafortunadas que se me ocurren, decidí quitarme la mascarilla para comprobar, reconocer los vapores del recién conocido anhídrido, abrí el botellón y con la mano derecha desvié los vapores hacia mi nariz, sentí varios alambrazos ardientes en las fosas nasales, solo sentía el ardor de cuando se traga agua en la playa o el río por respirar agua. Pensaba que ese ardor como el del agua pasaría en unos pocos minutos. Corrí hacia el baño y me lavé las fosas nasales varias veces pero el ardor seguía punzante como erizo o urticante como coral. En medio del dolor perdí el control del embudo de adición y la reacción exotérmica se disparó, el profesor me indicó que la única forma de recuperar al menos las tres cuarta partes de la nota era explicar en el informe las razones de las fallas que impidieron completar el experimento. Por supuesto que nunca hablé del accidente con el anhídrido acético.************************
Al salir del laboratorio corrí hacia el comedor pero ya la señora Providencia había cerrado la especie de bodega donde vendía empanadas, arepas y refrescos. En medio de mi resuello, le reclamé que cuando uno más necesitaba medio litro de leche ella ya había cerrado el local. Al bajarme del autobús en la fuente 19 de abril, escuché a varias personas quejarse de la intensidad del olor de las fábricas de conservas de sardinas. Por más que llenaba mis pulmones hasta casi reventar solo percibía el reflujo del aire en mis fosas nasales. A duras penas le confesé a mamá que me había quedado sin olfato. Solo respiré profundo cuando me reclamó: “¡Caramba chico, tu siempre metiéndote en vainas!” Solo recuperé el aliento cuando el médico otorrino me dijo que el implacable anhídrido acético me había arrebatado la pituitaria pero que íbamos a regenerarla con unas gotas que me prescribió. Desde ese momento mi ritual de los preparativos de las prácticas incluyó un frenazo antes de acercarme a la campana de extracción.***************************************
Alfonso L. Tusa C. 18 septiembre 2023. ©
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