viernes, 21 de junio de 2013

Encuentro temprano con la muerte

Soltaba mis pasos con ansias de enhebrar sueños con las primeras briznas de amanecer. Ensayaba silbidos de “Ojos color de los pozos” de Alberto Arvelo Torrealba, con “Ahora” de Otilio Galíndez. Cada pozo, cada escalera, cada subida, encontraba más disposición y energía en mis tobillos y en los ojos. El oxígeno de las cinco de la madrugada llegaba hasta los pulmones con ecos de pajaritos saltando sobre ramas de bucares y jabillos. El aroma de expectativas delataba el inicio de un viernes con muchos murmullos de motores y voces. Cuando la intensidad de mis pies ignoraba la cuesta previa a las cuatro esquinas de Los Teques y divisaba el campanario de la catedral sentí una ráfaga fría que conspiraba junto a la gravedad, la obstinación de mis tobillos fue mayor y al final de la subida me encontré con un autobús del costado izquierdo de la calle, varios grupos de personas, una camioneta con los neumáticos sobre la acera de la esquina. Los fiscales de tránsito medían distancias. Algo martillaba en mi interior. Esa especie de alarma biológica que indica peligro, vértigo, caída libre. Llegaron varias conversaciones con papá, casi al mismo ritmo con que había disminuido mi avanzada por la cuesta. Sus ojos entornados, profundos de tristeza descargaban una rabia contenida sobre el volumen que le había dado al radio. Lo bajó. Se sentó. Recordó una mañana cercana al mediodía. Los aeroplanos de la guerra surcaban el cielo con ráfagas de plomo. Gritos velados por un dolor instantáneo y un deslizamiento de saco de patatas le arrancó un giro de su columna vertebral. En menos de dos segundos había visto la última mirada de su padre y el corazón se le escondía tras los pulmones. Aquellos flujos en las mejillas de papá me hicieron apagar el radio. Primera vez que lo veía llorar. Se quitó los lentes de sol y vi sus escleróticas manchadas de venitas coloradas. ¿Porqué el apuro? ¿Porqué hay que quedarse con todo? ¿Porqué llevarse por delante todo? Aquel mediodía pasé más de dos horas tratando de revivir a mi papá, quería conversar con él todo lo que no pudimos en toda la vida. Las gradaciones de bermejo a púrpura aplicaron una mordaza a cualquier voz que se atragantó en mi garganta. El pozo de sangre abarcaba unos cincuenta centímetros frente a la acera. Una atmósfera silenciosa se metía entre los espacios de los vehículos. El frío perforaba cada mirada perdida, exangue de esperanzas, apuñalada de repeticiones de un acto artero que va y viene en cinética pendular y así lo esquivemos, al menor descuido ¡plaf! se incrusta en nuestras costillas y la dama de la guadaña aparece con su sonrisa abotonada de plata y oscuridad. La motocicleta yacía varios metros más allá del parachoques del autobús, a media cuadra de la camioneta, el cojín desprendido, el tanque de gasolina abierto y un vapor de coctel alcohólico impregnaba el asomo de la mañana. Mis instintos me empujaron a buscar en el resto de la vía. Ni rastros de cuerpo humano. Acababan de cerrar la puerta de una ambulancia en la otra mitad de la cuadra. Anduve como diez pasos con los ojos cerrados, apenas empezaba a ulular la sirena. Resonaban en mis mañanas las palabras de mamá, ¿hiciste la tarea? ¿te lavaste detrás de las orejas? Acuérdate de dar los buenos días. Si la maestra te llama la atención, mírala a la cara. Respeta a tus compañeros. ¿Y si ellos me pegan? Defiéndete, pero no les pegues. La voz de papá, recubierta de barba y galletas Nic Nac, se acercaba con unas palmadas en el hombro, en cuanto baje el candelero nunca des la espalda, trata de hablar con las personas. ¿Con los que querían pegarme? Hasta con ellos. Si te alejas, empiezan a crecer los muros y cuanto te vienes a dar cuenta son barreras de siete metros que cuesta mucho alcanzar. Revisé el pedazo de cuadra que rodeaba la motocicleta, ni un rastro de casco, solo gotas de sangre desperdigadas en ruta hacia la ambulancia. El aliento se me confundía con un extraño palpitar en las fosas nasales, quería salir corriendo y una mano desde el pote de galletas Nic Nac me apretaba el brazo. Retomé el paso con la barbilla sobre el pecho, la bajada me sorprendió ajustando el morral en la espalda. Pronto la dinámica de los pies jugó en equipo con la gravedad y mi aliento martillaba esos manchones incandescentes que punzan nuestros días, mañanas, tardes y madrugadas, sin misericordia, con exceso de violencia, tanta que por momentos me he sorprendido con ganas de correr hasta la montaña más lejana para tomar una bocanada de aquellas de la niñez cuando la familia soltaba su manto cada amanecer e intentaba capturar algún asomo de odio en las atarrayas de una conversación o en las tablas de una sonrisa. Alfonso L. Tusa C.

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