martes, 6 de agosto de 2013
Alain Mimmoun, competidor íntegro
Las zancadas obstinadas, las brazadas espasmódicas, los gestos escondidos. El retrato se delineaba burbujeante en aquellos programas previos a los Juegos Olímpicos. “Camino a..”, “La ruta de…”, dos o tres meses antes de la cita Olímpica tetranual, mostraban reminiscencias de las grandes hazañas de los Juegos. Una infaltable es la saga de enfrentamientos del checo Emil Zatopek y el francés Alain Mimmoun que tuvo su clímax en la final de los 5000 metros de los Juegos de Helsinki (1952) cuando la última vuelta halló a cuatro corredores con oportunidad de ganar. En los últimos 200 metros en plena efervescencia atlética, Mimmoun descargó toda su vergüenza deportiva para correr 15 segundos más rápido de lo que había hecho en su vida, al final llegó segundo una vez más de la locomotora checa.
La información de su deceso el 27 de junio de 2013, develó imágenes de la maraton de los Juegos Olímpicos de Melbourne 1956. Mimmoun había sabido asimilar los meritos de Zatopek en todas las pruebas olímpicas mundiales y europeas donde lo vencía por bastante distancia, a él y la crema de la época. En esta ocasión, se preparó con el mismo ahínco y la esperanza de los que siempre persiguen la victoria. El 1 de diciembre de 1956, una multitud de más de 100.000 personas vitoreaba al hombre de 1,70 metros, bigotes, franela azul, con la bandera francesa de fondo al número 13. Se embalaba sin esfuerzo hacia la vuelta final en el Melbourne Cricket Ground, los 38 º Celsius quemaban la piel. Volteó a ver si veía a Zatopek, ni él ni nadie aparecía en el óvalo.
Ali Mimmoun Ould Kacha nació el primero de enero de 1921 en Telagh, al noreste de Argelia. El mayor de 7 hijos de una familia de granjeros. Empezó a correr en la adolescencia. Luego se nroló en la Armada Francesa en la segunda guerra mundial. Una herida en el pie en Monte Cassino, Italia, lo llevó al borde de la amputación, sin embargo la herida sanó y regresó a Paris luego de la guerra. Allí se asoció a un club atlético y adoptó el nombre francés Alain. Su gran talento lo llevó al equipo olímpico francés que compitió en los juegos de Londres 1948. Allí empezaría su larga carrera de segundos lugares. Mimmoun entró segundo en los 10000 metros casi una vuelta detrás de Zatopek. La rivalidad continuó en los campeonatos europeos de Bruselas 1950, Zatopek y Mimmoun entraron 1-2 en 5000 y 10000 metros. La misma fórmula de los Juegos Olímpicos de Helsinki.
“Me paraba a las 5:30 am para ir a correr, y de noche me hacía ir a la cama a las 8.30”, su compañero del equipo olímpico Michel Jozy declaró a la radio francesa RTL. “Aunque estaba en los Juegos Olímpicos, no podía ir a las fiestas”.
Se apoderó del primer lugar a mediados de la carrera y evitaba los vasos de agua en las mesas a un lado de la vía, solo apretaba el paso. Perdió 5 kilogramos, pero terminó la prueba en 2 horas 25 minutos. Minuto y medio antes que el segundo corredor, Franjo Mihalic de Yugoslavia. Zatopek quien se había operado de hernia hacía seis semanas llegó sexto, 4:34 detrás de Mimmoun.
“Estaba seguro que Emil venía detrás de mí”, declaró a Sports Illustrated en 1972. “Esperaba que llegara segundo. Lo estaba esperando. Entonces pensé que llegaría tercero. Sería agradable compartir el podio de nuevo con él. Pero Emil llegó sexto, muy cansado. Parecía en trance, la mirada perdida en las tribunas. Se quedó callado. Le dije: ‘Emil ¿por qué no me felicitas? Soy campeón olímpico. Yo gané’”
“Emil se volteó y me miró, como si estuviese despertando de un sueño. Me prestó atención, se quitó la gorra blanca que tanto usaba, y me saludó. Entonces me abrazó. Para mí, eso fue mejor que la medalla”.
Nunca más se enfrentaron en las pistas. Mimmoun ganó el campeonato internacional de campo traviesa 4 veces entre 1949 y 1956. (Zatopek no competía en esos eventos). Ganó seis campeonatos franceses de maraton, el último cuando tenía 45 años., además de otros títulos nacionales de atletismo. Su última aparición olímpica fue en el maraton de Roma, llegó en el puesto 34.
Fue instructor de educación física. Varias calles y estadios municipales franceses llevan su nombre.
Cuando Zatopek falleció en 2000 a los 78 años. Mimmoun declaró: “No he perdido un rival, he perdido un hermano”.
Alfonso L. Tusa C.
lunes, 5 de agosto de 2013
Anatomía de la violencia
Varias veces levitó sobre el colchón. La gritería de una transmisión radioeléctrica taladraba el espacio nocturno. Al rebotar sobre la cobija, respiraba profundo y agradecía que sólo fuese la memoria persistente luego de vivir aquella experiencia repetidas ocasiones durante el día. Tomás estiró el brazo y recurrió a La insoportable levedad del ser (Milan Kundera) para intentar recuperar un poco el sueño.
Aún punzaban en sus tímpanos la gasolina y las pavesas de la peleadera radial. Metió los pies en las sandalias y salió casi corriendo a lavarse la cara. La brisa de sus pasos se fundía con el aire del amanecer y encontraba un paisaje donde los pajarillos borraban por instantes el punto de inflamabilidad de una cadena de momentos que se hacia muy larga. La camisa todavía con algunos botones sueltos, lo sorprendió en la calle y con las páginas de Kundera en las manos. Miraba en 360 grados cual buho asustado, sus pasos retaban el aliento del marchista olímpico más obsesionado.
Una sombra casi lo empuja sobre el muro. Tomás redobla sus talones y las rodillas estiran el pantalón. Una mano casi abofetea su mirada. El rostro afilado insiste sobre la marcha. Tomás aprieta cual Emil Zatopek ante Alain Mimmoun en el remate de muchas de sus carreras de 5000 y 10000 metros planos, en Juegos Olímpicos y Campeonatos Mundiales. Avanzan en la acera oscilando entre el muro y el borde de la acera. Cada cual más intenso que el otro, cada cual con ganas de alcanzar al sol en un costado lejano del lienzo añil.Tomás intenta recordar las poesías mas alegres, la barba y los ojos punzantes invaden su espacio hasta que un codazo se le encaja en el hígado. Tomás sigue avanzando entre pasos vacilantes. La mirada se empieza a convertir en torva.
Mientras soltaba La insoportable levedad del ser a un costado de la cama, un baño de clavos hirvientes se colaba por el tragaluz. Varios sets de salsa, merengue y reggaeton entraban a más de mil decibeles, cortesía de la generosidad de los espíritus nocturnos, esos que liban alcohol y fuman nicotina. Si se murieron diez o cien neuronas, apenas lo nota. Solo imagina atravesar paredes y sobrevolar techos hasta llegar al lugar donde tiemblan los bafles y vibran las voces condensadas de euforia. Cuando abre los ojos, Tomás afloja poco a poco los dedos, en las palmas aún quedan restos de la hora cuando dejó de sonar la estridencia, la música deforme. Un dolor en los ojos le pregunta si tendrá aliento para resistir las exigencias del día, los requerimientos de sus hijos pequeños, la responsabilidad del trabajo. Y traspasa con los zapatos el cemento del suelo, ensaya pasos enterrados en la rabia de una madrugada secuestrada.
La transmisión radial aumentaba en cada paso, quería apagar el radio, lo único que conseguía era ver la cara amolada de ojos punzantes. Tienes que leer esto. Esto es mejor que ese libro amarillo. Las zancadas de Tomás se perdían entre la respiración de Zatopek, el aliento de Mimmoun, la mirada de escafandra del padre buscándolo en la oscuridad, estirándole la mano, abriendo la boca hasta que le veía el esófago. Las fauces del fanatismo apretaban las mandíbulas. ¿Dónde está la educación de usted? ¿De que le sirve leer si no puede prestarme atención? Tomás giró en sus talones y atravesó la calle. Los gritos del rostro afilado parecían sacados de la transmisión radial. ¡Marrano! ¡Apátrida! ¡Gusano! Un fuego abrasador crepitaba en las manos de Tomás. Veía al rostro afilado y los dedos se le enterraban en las palmas. Sólo la voz del padre retumbaba en su pecho. Jamás se te ocurra, resolver ninguna dificultad con golpes y gritos. Sólo sirven para recargar de pobreza y dolor ese espacio diario, tan corto y fugaz que es la vida. Zatopek apretaba el paso, Mimmoun seguían insistiendo hasta la meta.
Alfonso L. Tusa C.
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