lunes, 5 de agosto de 2013
Anatomía de la violencia
Varias veces levitó sobre el colchón. La gritería de una transmisión radioeléctrica taladraba el espacio nocturno. Al rebotar sobre la cobija, respiraba profundo y agradecía que sólo fuese la memoria persistente luego de vivir aquella experiencia repetidas ocasiones durante el día. Tomás estiró el brazo y recurrió a La insoportable levedad del ser (Milan Kundera) para intentar recuperar un poco el sueño.
Aún punzaban en sus tímpanos la gasolina y las pavesas de la peleadera radial. Metió los pies en las sandalias y salió casi corriendo a lavarse la cara. La brisa de sus pasos se fundía con el aire del amanecer y encontraba un paisaje donde los pajarillos borraban por instantes el punto de inflamabilidad de una cadena de momentos que se hacia muy larga. La camisa todavía con algunos botones sueltos, lo sorprendió en la calle y con las páginas de Kundera en las manos. Miraba en 360 grados cual buho asustado, sus pasos retaban el aliento del marchista olímpico más obsesionado.
Una sombra casi lo empuja sobre el muro. Tomás redobla sus talones y las rodillas estiran el pantalón. Una mano casi abofetea su mirada. El rostro afilado insiste sobre la marcha. Tomás aprieta cual Emil Zatopek ante Alain Mimmoun en el remate de muchas de sus carreras de 5000 y 10000 metros planos, en Juegos Olímpicos y Campeonatos Mundiales. Avanzan en la acera oscilando entre el muro y el borde de la acera. Cada cual más intenso que el otro, cada cual con ganas de alcanzar al sol en un costado lejano del lienzo añil.Tomás intenta recordar las poesías mas alegres, la barba y los ojos punzantes invaden su espacio hasta que un codazo se le encaja en el hígado. Tomás sigue avanzando entre pasos vacilantes. La mirada se empieza a convertir en torva.
Mientras soltaba La insoportable levedad del ser a un costado de la cama, un baño de clavos hirvientes se colaba por el tragaluz. Varios sets de salsa, merengue y reggaeton entraban a más de mil decibeles, cortesía de la generosidad de los espíritus nocturnos, esos que liban alcohol y fuman nicotina. Si se murieron diez o cien neuronas, apenas lo nota. Solo imagina atravesar paredes y sobrevolar techos hasta llegar al lugar donde tiemblan los bafles y vibran las voces condensadas de euforia. Cuando abre los ojos, Tomás afloja poco a poco los dedos, en las palmas aún quedan restos de la hora cuando dejó de sonar la estridencia, la música deforme. Un dolor en los ojos le pregunta si tendrá aliento para resistir las exigencias del día, los requerimientos de sus hijos pequeños, la responsabilidad del trabajo. Y traspasa con los zapatos el cemento del suelo, ensaya pasos enterrados en la rabia de una madrugada secuestrada.
La transmisión radial aumentaba en cada paso, quería apagar el radio, lo único que conseguía era ver la cara amolada de ojos punzantes. Tienes que leer esto. Esto es mejor que ese libro amarillo. Las zancadas de Tomás se perdían entre la respiración de Zatopek, el aliento de Mimmoun, la mirada de escafandra del padre buscándolo en la oscuridad, estirándole la mano, abriendo la boca hasta que le veía el esófago. Las fauces del fanatismo apretaban las mandíbulas. ¿Dónde está la educación de usted? ¿De que le sirve leer si no puede prestarme atención? Tomás giró en sus talones y atravesó la calle. Los gritos del rostro afilado parecían sacados de la transmisión radial. ¡Marrano! ¡Apátrida! ¡Gusano! Un fuego abrasador crepitaba en las manos de Tomás. Veía al rostro afilado y los dedos se le enterraban en las palmas. Sólo la voz del padre retumbaba en su pecho. Jamás se te ocurra, resolver ninguna dificultad con golpes y gritos. Sólo sirven para recargar de pobreza y dolor ese espacio diario, tan corto y fugaz que es la vida. Zatopek apretaba el paso, Mimmoun seguían insistiendo hasta la meta.
Alfonso L. Tusa C.
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