lunes, 26 de mayo de 2014
Tortilla volátil
Gritos metálicos en la madrugada, hierros descubiertos al mediodía, “autoridades” dibujando otra realidad al atardecer, funcionarios con los hombros nivelados a las orejas. “No se puede hacer nada. Cometen un delito hoy, mañana cometen otro”. Graffitis del rojo más sangriento pintan las paredes de pueblos enteros. Sonrisas idiotas avalan el autoritarismo y la violación de derechos que comienza por perseguir a la disidencia y torturar e ignoran a quienes descubren la realidad. Tal cual un estudiante en la cola del comedor. Corrían días de principios de los años ochenta. Había empezado la descomposición de los injustamente vilipendiados 40 años. Ese lapso, con todos los errores cometidos, representa el período histórico donde Venezuela ha estado más cerca de la democracia. El período donde hubo menos presencia militar en el poder que debía responder, aunque con fallas, ante la demanda de cuentas de los otros poderes mucho más independientes que los actuales.
El hambre apretaba en medio de una jornada que implicaba ocho horas con vapores de tolueno y ácido sulfúrico en el laboratorio. Los iones hidronios convertían los balones de fondo plano en sonajas que reventaban perlas vítreas sobre las paredes. La reacción impregnaba de anaranjado punzante el tubo de reflujo. Una emoción por admirar el evento químico más la responsabilidad de regresar cuanto antes a suplantar a su compañero binomio, urgía a los estudiantes. Los primeros pasos avanzaban de espaldas, la vista soldada a las burbujas anaranjadas, cual Clark Kent, desabotonaban la bata blanca justo en la puerta del laboratorio y volaban hacia el comedor.
La efervescencia por recibir el almuerzo incrementó su volumen. Al deslizar la bandeja sobre la barra una silueta oscura vibró en el amarillo de la tortilla. Los trazos desprendidos en zigzag desde el óvalo central, develaban crujidos de plástico y papel reseco. Párpados contraídos en la oscuridad. Un salto y activa el interruptor. La luz apenas alcanza los últimos matices parduzcos de los insectos camuflajeándose entre bolsas y revistas. El estudiante intercambiaba la mirada entre la tortilla y el rostro de la muchacha que servía. Esto es una cucaracha. Mentira, ahí no hay nada. ¿No ves que es una cucaracha? La muchacha negaba con la cabeza. ¿Quieres que la saque de la tortilla? Esa tortilla no tiene ninguna cucaracha.
El estudiante agarró el plato y estampó la tortilla en el pecho de la muchacha. Las autoridades suspendieron su entrada al comedor por el resto del período académico. Sólo la insistencia del estudiante en regresar al laboratorio para disculparse con su compañero binomio por la tardanza y otra conversación con el profesor de asuntos estudiantiles al final de la tarde donde se disculpó con la muchacha, permitieron que la pena fuese reducida a un mes.
Alfonso L. Tusa C.
miércoles, 7 de mayo de 2014
Martillazos en celuloide
Hacia mitad de las películas que admiraba en el balcón del cine Gardel de Cumanacoa, el silencio me sorprendía con unos impactos secos que venían de la sala de proyección.
La propia intensidad de aquellos martillazos de metal sobre madera me lanzó sobre la ventana. Un vaho de acero ardió en mis escleróticas. El caleidoscopio de imágenes recorrió la infancia en dos milisegundos y el resto de la vida en un tris.
Un adolescente que debería habitar las aulas de una escuela secundaria, esgrimía un pistolón grisáceo con manchas anaranjadas. No se pongan cómicos. Denme todo, celulares…la plata. Tú dame ese bolso. Señor el bolso es de mi hija de tres años. La muchacha apretó el asa. Al recalar en el cañón de la pistola, bajó la cabeza con un gemido en el esófago. La mirada se le perdió en el vagón de muerte que avanzaba en el pasillo. Una camisa roja con el rótulo Leones, muy lejos de un diamante beisbolero, una franela de rayas verticales, una chemise ajedrezada con dos huecos entre el pecho y el abdomen.
Dame todo lo que tengas en la cartera. Saqué el efectivo y lo arrancó de la mano. Dame el teléfono, ya vengo a buscarlo. La visión del bus repleto atragantó al adolescente de camisa roja. Apreté el bolso entre el esplendor más hermoso de las mañanas de la niñez, en medio de canciones, carreras y árboles. La película tenía cada vez más borrones.
Las caminatas nerviosas pistola en mano, delataban con volumen muy alto un tic tac que cada mañana sospechamos y solo hablando un rato con JesusCristo hallamos el suplemento de oxígeno para salir a la calle, a ese laberinto de incertidumbre donde son cada vez más tortuosos los caminos y la luz al final del túnel parpadea ante las carcajadas de las hienas y la indiferencia de los neutrales.
Anda relajado chofer. Poco a poco. Sino te podemos quebrar.
Lancé una mirada al frente. El copete blanco se había tornado oscuro. El chofer parecía al de la guagua en reverso. Giraba el cuello cual buho, sus anteojos necesitaban limpiaparabrisas ante los vapores sudorosos de la frente.
La muchacha a mi lado miraba con ojos distantes, el llegar con las manos vacías ante la expectativa de la hija. El dolor pectoral lo sentía en dos gotas a punto de precipitar por sus pómulos.
En mi interior trataba de ver la sonrisa de Miguelín, de escapar de aquellos que juegan con lo único propio de las personas. Tenía que haber una forma de regresar en la tarde a conversar con Miguelín y salir a remontar un papagayo en esta vida.
¿Te quitaron todo? Por lo menos pude guardar la tarjeta de débito y este billete de cincuenta. ¿Y a usted?
El efectivo.
La montaña rusa mostró la bajada más vertical. En el fondo, los adolescentes traspasaron la salida. La impresión troquelada en las retinas cincelaba una paranoia en el día a día de una realidad que acecha, persigue y altera lo que ocurre.
Párate, chofer.
Se bajaron en el kilómetro 2. El murmullo de lamentos asociaba al chofer con los sediciosos. Sigue parándote en todos lados, chofer.
Los martillazos todavía sonaban cuando bajé del bus. La escalera parecía la del balcón del cine Gardel. Me asomé al cuarto de proyección. El señor esparcía una sustancia sobre la cinta. Estas películas siempre se parten en algún lado.
Alfonso L. Tusa C.
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