miércoles, 7 de mayo de 2014

Martillazos en celuloide

Hacia mitad de las películas que admiraba en el balcón del cine Gardel de Cumanacoa, el silencio me sorprendía con unos impactos secos que venían de la sala de proyección. La propia intensidad de aquellos martillazos de metal sobre madera me lanzó sobre la ventana. Un vaho de acero ardió en mis escleróticas. El caleidoscopio de imágenes recorrió la infancia en dos milisegundos y el resto de la vida en un tris. Un adolescente que debería habitar las aulas de una escuela secundaria, esgrimía un pistolón grisáceo con manchas anaranjadas. No se pongan cómicos. Denme todo, celulares…la plata. Tú dame ese bolso. Señor el bolso es de mi hija de tres años. La muchacha apretó el asa. Al recalar en el cañón de la pistola, bajó la cabeza con un gemido en el esófago. La mirada se le perdió en el vagón de muerte que avanzaba en el pasillo. Una camisa roja con el rótulo Leones, muy lejos de un diamante beisbolero, una franela de rayas verticales, una chemise ajedrezada con dos huecos entre el pecho y el abdomen. Dame todo lo que tengas en la cartera. Saqué el efectivo y lo arrancó de la mano. Dame el teléfono, ya vengo a buscarlo. La visión del bus repleto atragantó al adolescente de camisa roja. Apreté el bolso entre el esplendor más hermoso de las mañanas de la niñez, en medio de canciones, carreras y árboles. La película tenía cada vez más borrones. Las caminatas nerviosas pistola en mano, delataban con volumen muy alto un tic tac que cada mañana sospechamos y solo hablando un rato con JesusCristo hallamos el suplemento de oxígeno para salir a la calle, a ese laberinto de incertidumbre donde son cada vez más tortuosos los caminos y la luz al final del túnel parpadea ante las carcajadas de las hienas y la indiferencia de los neutrales. Anda relajado chofer. Poco a poco. Sino te podemos quebrar. Lancé una mirada al frente. El copete blanco se había tornado oscuro. El chofer parecía al de la guagua en reverso. Giraba el cuello cual buho, sus anteojos necesitaban limpiaparabrisas ante los vapores sudorosos de la frente. La muchacha a mi lado miraba con ojos distantes, el llegar con las manos vacías ante la expectativa de la hija. El dolor pectoral lo sentía en dos gotas a punto de precipitar por sus pómulos. En mi interior trataba de ver la sonrisa de Miguelín, de escapar de aquellos que juegan con lo único propio de las personas. Tenía que haber una forma de regresar en la tarde a conversar con Miguelín y salir a remontar un papagayo en esta vida. ¿Te quitaron todo? Por lo menos pude guardar la tarjeta de débito y este billete de cincuenta. ¿Y a usted? El efectivo. La montaña rusa mostró la bajada más vertical. En el fondo, los adolescentes traspasaron la salida. La impresión troquelada en las retinas cincelaba una paranoia en el día a día de una realidad que acecha, persigue y altera lo que ocurre. Párate, chofer. Se bajaron en el kilómetro 2. El murmullo de lamentos asociaba al chofer con los sediciosos. Sigue parándote en todos lados, chofer. Los martillazos todavía sonaban cuando bajé del bus. La escalera parecía la del balcón del cine Gardel. Me asomé al cuarto de proyección. El señor esparcía una sustancia sobre la cinta. Estas películas siempre se parten en algún lado. Alfonso L. Tusa C.

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