lunes, 18 de agosto de 2014

Asfixiados en un vagón

Tres de la tarde sabatina, espero por más de quince minutos la llegada del tren en el andén de la línea 2 con destino a Las Adjuntas. La afluencia de personas empieza a dejar pocos espacios sobre la plataforma. Una brisa ebullente resplandece sobre el andén. La llegada del metro estira las mejillas de la esperanza, solo por segundos al descorrer las puertas un vaho de más de 38 °C impacta los rostros con un sabor de horno siderúrgico. El intervalo de espera plaga de sudor pegostoso, manos, brazos y rostros. Por ninguna parte se palpa la sensibilidad social. Por ninguna parte aparece el respeto por las personas. Por ninguna parte se escucha el sonido que indica la salida del tren. Apretujados debemos esperar otros 10 minutos. Apenas con fuerzas para respirar escucho el silbido de la Obertura1812 de Pyotr Tchaikovsky, el profesor John Keating (Robin Williams) recorre los pasillos del internado en La Sociedad de los Poetas Muertos (1989), saluda a sus discípulos y los llama a jugar. Aquel desfallecer de anaerobia prolongada por esperas de hasta cinco minutos en estaciones y luego en imprecisiones del cerrado de las puertas que las hacían abrir y cerrar al menos seis y siete veces, se despedazaba ante la presencia de Keating. Habló con sus alumnos de la grandeza de la poesía, tanto que podía atravesar cualquier tipo de límites que se le intentara imponer, porque la poesía es libre y describe la inmensidad de la inspiración. Ante la duda de algunos alumnos les dijo que en adelante estudiarían y harían poesía sin límites, una de sus primeras decisiones en clase fue arrancar la hoja del libro de texto donde se hablaba de métrica de los versos. Tenía una gran apego al latín, los hacía leer algunas palabras como agricolae y pasaban un rato divirtiéndose con la forma como pronunciaba cada cual. Y luego aportaba frase como Carpe diem y les explicaba la importancia de aprovechar cada momento de la vida. Observar como varios de los usuarios apenas reconocían las condiciones infrahumanas del viaje para después caer en una especie de sopor bobalicón de anécdotas destempladas, apretaba más aún el déficit de aire puro en el vagón. Aquellas estaciones finales las sobreviví mediante la escena más impactante de la “Sociedad de los Poetas Muertos”. Una vez que John Keating es relevado de su cargo como profesor, la clase se dividió entre quienes lo respetaban y quienes tenían miedo de reconocerlo. El nuevo profesor ordenó reponer la hoja que acorralaba la poesía y Todd Anderson empezó a lanzar la mirada por las ventanas, pronto una luz titiló en sus ojos. Keating entró a buscar sus pertenencias. El silencio parecía engullir cualquier inquietud de los estudiantes. Keating sonreía con el rostro en alto y la mirada fija en el fondo del aula. Justo cuando se acercaba a la puerta Anderson se subió al pupitre y gritó el inicio del poema de Walt Whitman que habían leído en clase: “Oh Captain my Captain”. Keating se volteó y sonrió al ver como dos, tres, cuatro, cinco estudiantes subieron a sus pupitres e invocaron a Whitman para rendir tributo a su profesor. Alfonso L. Tusa C.

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