lunes, 26 de febrero de 2018
Mi primera compañera de clases.
Jayson Tatum. The Players’ Tribune. 15 de abril de 2016.
Lo vi de inmediato. Tan pronto como mi mamá estacionó el carro frente a nuestra casa y empezamos a caminar hacia la puerta del frente. Eso estaba ahí.
Crecer en San Luis, te permite saber de este tipo de cosas, oyes los cuentos, Pero nunca antes lo había visto.
Un pedazo pequeño de papel rosado pegado a nuestra puerta.
Una notificación de desalojo.
Mi mama rompió en llanto tan pronto la vio. Si no era que cortaban la calefacción, era el agua, siempre parecía como si hubiese un problema tras otro. Ella estaba afectada. Fue a su habitación. Podía oirla llorar a través de la puerta.
También fui a mi habitación. Estaba muy molesto conmigo por ser tan pequeño, incapaz de ayudar, sin control de nada. Por supuesto, yo era solo un niño de 8 o 9 años de edad, por lo que no entendía la totalidad de la situación, pero sabía lo suficiente para sospechar lo que significaba ese papel rosado.
¿Dónde vamos a vivir?
¿Con quién nos vamos a quedar?
¿Quién nos va a socorrer?
***
Mucho antes de la escuela secundaria, yo había asistido a la universidad. Mi mamá me tuvo cuando tenía 19 años de edad. Era estudiante de primer año en la universidad. Estaba decidida a no convertirse en otra estadística, a no terminar viviendo de las dádivas del estado, a no abandonar la escuela.
Así que me llevó a clases con ella.
Desde cuando era bebé hasta que tuve unos ocho años de edad, cuando mi mamá iba a la universidad, yo iba con ella. Recuerdo sentarme al fondo de sus clases, comer meriendas o sumergirme en libros o video juegos. Me mantenía tranquilo, escuchando allá y acá, para mí, la mayoría de los profesores parecían aburridos y hablaban mucho. Yo tenía mis cosas en que enfocarme, ella tenía las suyas. Se sentía normal. Así que eso fue lo que hicimos. Cuando mi mama no podia pagar una niñera y abuela estaba trabajando, íbamos a clase juntos.
Para cuando yo estaba en sexto grado, mi mamá se había graduado de abogada en la St. Louis University.
Nunca olvidaré su graduación en la escuela de leyes. Fueron todos mis primos y abuelos. Cuando anunciaron el nombre de mi mamá, me puse de pie y grité “¡Te amo! ¡Estoy orgulloso de ti!”
Ella lo había hecho, se lo dije despues de la ceremonia, pero me corrigió. “Lo hicimos”.
Pienso que todo lo que mamá trabajó y todo lo que vivió, no me impactó realmente hasta este año pasado, ante la expectativa de Duke este otoño.
Aquellas noches cuando ella todavía estaba en la universidad, nos sentábamos juntos en la mesa del comedor. Cada quien hacía su tarea. Ella iba y venía desde la cocina, preparaba la cena mientras le hacía preguntas acerca de mis ejercicios de matemáticas. “Mamá era la mejor en matemáticas, siempre encontraba la manera de simplificar las cosas de manera que yo pudiese entender). Y cuando era hora de ir a la cama, me llevaba a mi habitación y regresaba a la mesa del comedor, ahí se quedaba largas horas, estudiando, leyendo, asegurándose de estar al día con sus deberes escolares.
A menudo me decía, “Jay, no dejes que nadie te diga lo que puedes o no puedes ser. No te importa eso”.
Cuando en el liceo se hizo evidente que el baloncesto se estaba convirtiendo en parte importante de mi vida, sus palabras en casa se hicieron más vehementes.
He jugado baloncesto desde que podía caminar. Mi papá jugó en la universidad y luego unos años como profesional en el exterior, por eso no lo veía mucho en esos primeros años. Pero hay fotos mías de cuando era bebé, en sus juegos. Se podría decir que el juego ha sido parte de mi desde el principio. Cuando solo tenía tres años de edad, tuve que jugar en la liga sub-5 en nuestro YMCA porque era mucho más alto que los otros niños de mi edad.
Cuando mamá descubrió que todo lo que yo quería era jugar baloncesto, empezó a demandar que trabajara igual de duro en la escuela. Ella no quería que las personas me miraran y pensaran, Él solo es un atleta. Todo lo que puede hacer es jugar baloncesto. No puede hablar bien.
De pronto había nuevas reglas en la casa. Si mis notas no estaban donde ella quería que estuviesen, entonces no habría torneos de baloncesto los fines de semana.
“Si, seguro, está bien mamá”, replicaba sarcásticamente. “Las mamás de mis amigos no tienen esas reglas”.
Solo me comportaba como un niño.
Gran error. Un día, ella regresó a casa luego de una reunión con los profesores acerca de mi rendimiento escolar. Señaló las dos C en mis calificaciones.
Se sentó conmigo y desarrolló una de esas conversaciones, una de esas largas conversaciones de las madres. Si saben a lo que me refiero, saben lo que quiero decir.
Cuando llegó el torneo de baloncesto de fin de semana, ella no hizo ningún escándalo. No me dejó jugar. Sin piedad. Eso fue una advertencia. Nunca más volví a subestimar a mi mamá. Eso solo ocurrió una vez.
Desde entonces nos convertimos en un equipo como lo habíamos sido cuando ella me llevaba a la universidad. En ese tiempo, ella había hecho todo lo que estaba a su alcance, tenía dos trabajos, tomaba trabajos adicionales como limpiar las casas de las personas, hacía sus deberes escolares, además de todas sus responsabilidades de madre. Ni cuando se graduó se detuvo su trabajo duro, así que yo necesitaba dar lo mejor de mí también.
Mientras me hacía más alto y fuerte, empecé a madurar de otras formas. Traté intensamente de ocuparme de mis tareas escolares para que ella no tuviese que revisarme tanto como solía hacerlo. Traté de ser tan independiente como pude para aligerar su carga un poco. Empecé a lavar y planchar mi ropa, a ir por mi cuenta al gimnasio, preparar mi desayuno en la mañana, y si ella trabajaba hasta tarde, yo trataba de tener la comida lista cuando ella llegaba a casa. (Mis futuros compañeros de habitación en la universidad tuvieron suerte. Aprendí a hacer unos tacos maravillosos).
Mi juego también mejoró.
El verano previo a mi llegada a la escuela secundaria, me invitaron a un campamento de baloncesto élite en Atlanta. Allí había muchachos quienes tenían sus propios videos YouTube, cintas con su música preferida, de todo. Reconocí algunos otros jugadores, Josh Langford, V.J. King, Bam Adebayo, como principales reclutas de la secundaria. Llegué como el chico nuevo. Nadie sabía mi nombre ni de donde venía. Pero al final del fin de semana, sentí que algunas personas más sabían mi nombre. El baloncesto universitario estaba en mi radar, y tal vez una beca de estudios.
Al aproximarme a mi primer año en la secundaria, mamá me sentó para una de sus charlas. La manera como yo admiraba a Kobe y LeBron, dijo ella, era la forma como los jóvenes de San Luis me admirarían: Era un basquetbolista de renombre en potencia.
Lo que fuera que hiciera fuera de la cancha, dijo ella, era tan importante como los números que lograra en ella.
Además de las tareas escolares, mamá me involucró con el trabajo voluntario, prestando ayuda en los refugios de los desamparados y tutoreando jóvenes atletas-estudiantes de la ciudad. Iba a sus prácticas y juegos, hablaba con ellos de los problemas que enfrentaban en la escuela. A veces yo hablaba en sus banquetes o cumplía otras funciones en el equipo.
No estaba acostumbrado a dar consejos. ¿Qué le puede decir un muchacho de 18 años a otros jóvenes?
Siempre empezaba de la misma forma, con una historia.
Cuando cursaba la escuela primaria, mis maestros caminaban alrededor del aula preguntándole a los niños que querían ser cuando crecieran. La mayoría de mis compañeros de clases decía que quería ser médicos o abogados. Yo siempre decía, “Quiero ser un basquetbolista profesional”. Usualmente el maestro sonreía y decía, “Eso es inspirador, pero piensa en algo más realista”.
Entonces les decía a esos atletas-estudiantes lo que me decía mi mamá.
“No dejen que nadie les diga lo que pueden o no pueden ser. No les importa eso”.
“Soy como ustedes”, les decía. “Soy de estas cuadras, jugué en estas ligas, mi familia ha tenido sus dificultades igual que las de ustedes. No hay secreto especial. Solo hay que trabajar duro y automotivarse. (Y si son afortunados, tendrán una mama quien los motivará mucho más).
Cuando empezaron a llegar las ofertas de becas de estudio, cada carta hacía llorar a mi mamá. La llamada del entrenador K fue un sueño hecho realidad, un sueño que ella había estado preparando para mí en esos últimos dos años, aun cuando yo no estuviese tan seguro de que eso me iba a ocurrir.
Pensé que las lecciones habían terminado, pero estaba equivocado. Hasta cuando supe que iba para Duke, mamá siguió motivándome.
Ella iba a mi habitación cuando yo veía televisión, tomaba el control remoto y preguntaba, “Jay, si viniese un reportero de noticias hacia ti después de un juego y te preguntara, ‘¿En que pensabas durante los momentos decisivos del juego?’ ¿Qué le dirías?”
En ese momento, no entendí lo que ella hacía, solo quería ver televisión.
“¡Mamáaaaaa! Nadie va a venir y me va a hacer esa pregunta”.
Pero ella insistía, así que terminé siguiéndole el juego. Ella sostenía el control remoto empuñado bajo mi barbilla, como un micrófono imaginario.
Mirando en retrospectiva, eso fue muy divertido, pero pienso que eso ayudó a prepararme. Ahora nunca me pongo nervioso cuando tengo que hablar con los medios.
Mi mamá encontró la manera de mantener nuestra casa luego de aquella nota de desalojo. Se dedicó como con sus grados universitarios, sus largas noches haciendo varios trabajos, encontró la manera.
La casa no es nada espectacular, solo tiene dos habitaciones y un baño. Pero es nuestro hogar.
A veces mi mamá y yo soñamos despiertos acerca de ayudar a otras madres solteras quienes tratan de salir adelante. Hablamos de convertir nuestra casa en un lugar donde una madre y su hijo puedan vivir sin pagar alquiler por un año o dos mientras se estabilizan, de manera que no tengan que pasar por lo que mamá y yo vivimos, preguntándonos si en 30 días todavía tendríamos un hogar. Espero que algún día nuestro sueño se haga realidad.
Ahora Duke está en mi horizonte. Y eso solo es posible por mi mamá, mi compañera universitaria original.
Gracías mamá, por asegurarte de que yo me alimentara, por asegurarte de que tuviéramos un hogar, por convertirme en la persona que soy hoy.
…y por asegurarte de que hiciera mis deberes escolares. Prometo mantenerte informada de mi rendimiento universitario. Además, sé que igual lo revisarás.
Gracias otra vez mamá. Lo hiciste.
Me equivoqué. Lo hicimos.
Jayson Tatum. Colaborador.
Traducción: Alfonso L. Tusa C. 24 de febrero de 2018.
jueves, 1 de febrero de 2018
Mi hermano Dave.
The Players Tribune. 23 de enero de 2017.
Paul Holmgrem. Presidente de los Flyers de Filadelfia.
Cuando tenía 12 años de edad, le pedí a mis padres que me enviaran a un campamento de hockey de una semana en Bemidji StateUniversity.
La universidad está a tres horas de donde vivíamos en el lado este de St. Paul. Mi papá, Edward Holmgren, trabajaba en la U.S Post Office mientras mi mamá se quedaba en casa para levantar la familia. Las finanzas eran muy ajustadas. Si, había suficiente comida, pero no teníamos los 110 $ para enviarme al campamento de hockey. En 1967, eso era el equivalente de 800 $ de hoy. No es que fuésemos pobres, pero no había mucho dinero para gastos adicionales.
Yo era el bebé de la familia, el más joven de cuatro hijos. Mi hermano mayor inmediato, Mark, me llevaba solo 15 meses, y usé mucha de la ropa que no le servía, abrigos viejos, pantalones y zapatos siempre llegaban hasta mi cada vez que Mark crecía hacia otra talla. De todo lo que me daba lo que más me gustaba eran los patines. Hasta que casi tuve 11 años no tuve unos propios. Vivíamos en una casa de un baño, sin ducha. Era un clásico. Un hogar al estilo St. Paul. Dave, mi hermano mayor por ocho años, compartía habitación en el piso de arriba con Mark y conmigo. Estoy seguro de que no podía ser divertido tener por compañeros de cuarto a dos niños pequeños, pero Dave era especial.
Dave nunca llegó a verme disfrutar los beneficios de lo que aprendí en Bemidji State.
Dos años antes, había quedado ciego, por complicaciones con su diabetes.
Cuando él tenía ocho años, fue a un campamento de verano al norte de Minnesota, donde de pronto se enfermó de gravedad y casi muere. Los médicos le diagnosticaron diabetes, le indicaron una dieta y el uso de insulina bajo control. Vivió una vida normal por unos años después de eso. Pero a medida que pasaba el tiempo, parecía que todo lo malo que podía ocurrirle a un diabético, le ocurría a él.
Dave era el cerebro de los hermanos Holmgren, un mago en matemáticas y química. Quería incursionar en el negocio de la venta de sándwiches, esperaba convertir una tienda en cadena comercial. Pero su vista empezó a fallar y se convirtió en impedimento. También tenía dolores constantes en todo el cuerpo, algo que empeoró con el tiempo. Tenía 19 años de edad, y dos en la universidad, cuando regresó a casa llorando porque había chocado su Chevy Nova ’62. “No puedo ver”, le dijo a mis padres,
Pero aún con esas dificultades, siempre recuerdo a Dave ejecutando algun trabajo después de clases o en el verano. Un año trabajó en un auto lavado, el año siguiente en un restaurant. No lo recuerdo sin trabajar.
Tenía algo de dinero ahorrado, y quería hacer eso por mí.
Yo jugaba futbol americano y beisbol en Harding High, pero vivir en Minnesota implicaba que también jugaba hockey. El hockey estaba en todas partes. El hockey es todo. Si no estaba jugando en la calle frente a la casa, estaba en el campo East View Playground dos cuadras más allá. Los fines de semana jugaba con mis amigos desde las nueve de la mañana hasta las ocho de la noche, tal vez hacía un alto para almorzar. Y después que terminábamos las tareas, regresábamos a jugar.
El día de escoger la carrera universitaria, escribí jugador de hockey en el cuestionario que todos debían llenar.
Debido a la diferencia de edad, Mark y yo éramos más cercanos que con respecto a Dave y mi hermana mayor Janice. Éramos más inclinados hacia el deporte que ellos. Si hablaba con alguien de hockey, ese era Mark. No recuerdo haber hablado con Dave de mi interés por el deporte. Pero al mirar hacia atrás, obviamente él estaba pendiente. Sino ¿Por qué habría pagado para que yo fuese a ese campamento de hockey?
El campamento de Bemidji State era uno de los mejores de NorteAmérica. Estaba a cargo de Bob Peters ( el entrenador de Bemidji State desde 1967 hasta 2001) y Murray Williamson (dos veces entrenador del equipo olímpico de Estados Unidos y medallista de plata en 1972). Uno de los instructores del campamento era Larry Pleau, quien entonces tenía alrededor de 20 años y jugaba hockey juvenil en Montreal. Era uno de los pocos jugadores estadounidenses considerado entre los grandes prospectos de NHL para esa época.
No puedo recordar en detalle lo que se enseñaba, pero el campamento era muy completo. Lo más importante para mí en ese momento era estar sobre el hielo todos los días. Era el paraíso. Recuerdo haber ganado algun tipo de premio por logros alcanzados y regresar a casa más entusiasmado con el hockey que nunca antes. Ir a ese campamento me motivó más que nunca a seguir una carrera en el deporte.
Quizás aún sin el regalo de Dave pude haber jugado en la NHL, pero lo dudo. Todo lo que hice en el hockey (incluso ser entrenador y gerente general) se lo debo a Dave.
Hasta este día, me asusta pensar que nunca le agradecí apropiadamente por eso.
También me tortura algo que ocurrió pocos años después de eso, algo que Dave y yo nunca aclaramos.
Cuando yo tenía 13 o 14 años de edad, Dave quería ir al centro a comprar los boletos para un concierto. Esos eran los tiempos antes de que se hicieran las leyes que permiten que los discapacitados tengan acceso al transporte público. Dave necesitaba tomar un bus para ir a comprar los boletos, pero no le permitían que llevara a su perro guía, Prudy, en el bus. Así que me pidió que lo acompañara.
Probablemente yo no quería ir, pero lo hice de todas formas. Cuando el bus se detuvo en la parada a unas pocas cuadras de nuestra casa y se abrieron las puertas, le dije a Dave, “¿Quieres que suba?”
Lo que quise decir fue, “¿Quieres que suba primero los escalones?” De esa manera, podría ayudarlo a entrar al bus. Pero pienso que por mi actitud, el me malinterpretó. Dijo algo como, “Si no quieres ir, iré solo”.
Viajamos en silencio en el bus. Nunca le expliqué lo que quise decir, y he llevado eso conmigo desde entonces. Sé que eso puede parecer insignificante, pero eso se quedó conmigo porque sentí que lo había desilusionado. Él era una roca, siempre había estado ahí para mí. En su momento de debilidad, me había solicitado algo muy simple…y fui indolente.
Mi recuerdo de ese día siempre me ha pesado. Esa es la razón por la que siempre he compartido esta historia. Es muy importante que las personas resuelvan sus diferencias, hablen de sus puntos de vista y traten de aclarar sus malas interpretaciones. Una vez que se hace tarde para solventar algo, aunque sea algo insignificante, es imposible dejar a un lado la culpa.
No sé que tanto molestó a Dave ese incidente. Quizás un poco o tal vez nada. Era un tipo duro, de una generación que creía que los disgustos se debían guardar. Mi papá nunca hablaba de haber estado en la segunda guerra mundial, y después que vi a Dave llorar ante él y mamá ese día que chocó el carro, nunca habló de cuanto dolor sentía.
Todavía puedo verlo sentado en su silla en las noches, con Prudy a su lado, mientras mirábamos Gilligan’s Island o Hogan’s Heroes. El último era probablemente nuestro programa favorito. Hasta mi papá reía. Los ojos de Dave estaban cerrados y parecía que no prestaba atención, pero reía con nosotros.
Aunque la sonrisa en su rostro, era más una mueca de dolor. Estaba batallando. Sus dolores de cabeza eran horrendos. Tenía que sentarse en una ducha caliente para aliviarse. Sus órganos se estaban apagando. Estaba muriendo frente a nosotros. Pero cuando eres un niño, no te percatas de las personas a tu alrededor.
Cerca del fin, supe de la gravedad del caso. Llegó un momento cuando los médicos le dieron dos años de vida. No recuerdo si él llegó tan lejos o no, pero cuando finalmente fue al hospital no había muchas expectativas de que regresara.
Nadie lo dijo, pero todos lo sentíamos.
El 3 de diciembre de 1970, un día antes de mi cumpleaños 15, llegué desde la escuela y vi el carro de Paul Lindquist frente a la casa. Sentí un peso en el estómago, sabía lo que significaba eso. Mamá había acompañado a Dave en el hospital cuando el falleció ese día. Solo tenía 23 años de edad.
Su novia, Karen, con quien yo había asumido se casaría algun día, estuvo con él hasta el final. Mamá y papá se mantuvieron tan estoicos como pudieron; dijeron que Dave no sufriría más. Oyes eso cada vez que alguien muere, pero yo nunca había experimentado la muerte antes, no sé si saber que Dave no sufriría más era un consuelo. Mi hermano se había ido. Era todo lo que podía ver en ese momento. Hasta Prudy entendió lo que había ocurrido mejor que yo.
Ella murió el día siguiente.
“Su trabajo había terminado”, dijo mi madre.
Todos tenemos momentos difíciles en nuestras vidas, pero cada vez que uno tiene tropiezos en el camino, pienso en Dave. La manera como el afrontó la vida, por aterradora que esta fuera, día a día, con dignidad, es algo que se ha quedado conmigo todos estos años.
He conocido a muchas personas duras en mi vida, pero ninguna como mi hermano Dave.
Uno de mis lamentos más grandes es que él no viviera para verme jugar en la NHL. Eso fue algo grande para todos en mi familia. Él habría estado orgulloso.
A medida que envejezco, sus años finales parecen regresar a mí. Pensar tanto en él solo ha incrementado mi sentimiento de culpa, y mi necesidad de compartir nuestra historia, y la historia de porque fui al campamento de Bemidji State. No recuerdo haberle agradecido, aunque mi padre me había dicho que lo hiciera. Y aún si lo hice, estoy convencido de que no le agradecí lo suficiente.
Después de todos estos años, no hay muchos días en que no piense en Dave. Su regalo inició mi recorrido, siempre le estaré agradecido.
Paul Holmgren / Colaborador
Traductor. Alfonso L. Tusa C. 1 de febrero de 2018.
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