jueves, 1 de febrero de 2018
Mi hermano Dave.
The Players Tribune. 23 de enero de 2017.
Paul Holmgrem. Presidente de los Flyers de Filadelfia.
Cuando tenía 12 años de edad, le pedí a mis padres que me enviaran a un campamento de hockey de una semana en Bemidji StateUniversity.
La universidad está a tres horas de donde vivíamos en el lado este de St. Paul. Mi papá, Edward Holmgren, trabajaba en la U.S Post Office mientras mi mamá se quedaba en casa para levantar la familia. Las finanzas eran muy ajustadas. Si, había suficiente comida, pero no teníamos los 110 $ para enviarme al campamento de hockey. En 1967, eso era el equivalente de 800 $ de hoy. No es que fuésemos pobres, pero no había mucho dinero para gastos adicionales.
Yo era el bebé de la familia, el más joven de cuatro hijos. Mi hermano mayor inmediato, Mark, me llevaba solo 15 meses, y usé mucha de la ropa que no le servía, abrigos viejos, pantalones y zapatos siempre llegaban hasta mi cada vez que Mark crecía hacia otra talla. De todo lo que me daba lo que más me gustaba eran los patines. Hasta que casi tuve 11 años no tuve unos propios. Vivíamos en una casa de un baño, sin ducha. Era un clásico. Un hogar al estilo St. Paul. Dave, mi hermano mayor por ocho años, compartía habitación en el piso de arriba con Mark y conmigo. Estoy seguro de que no podía ser divertido tener por compañeros de cuarto a dos niños pequeños, pero Dave era especial.
Dave nunca llegó a verme disfrutar los beneficios de lo que aprendí en Bemidji State.
Dos años antes, había quedado ciego, por complicaciones con su diabetes.
Cuando él tenía ocho años, fue a un campamento de verano al norte de Minnesota, donde de pronto se enfermó de gravedad y casi muere. Los médicos le diagnosticaron diabetes, le indicaron una dieta y el uso de insulina bajo control. Vivió una vida normal por unos años después de eso. Pero a medida que pasaba el tiempo, parecía que todo lo malo que podía ocurrirle a un diabético, le ocurría a él.
Dave era el cerebro de los hermanos Holmgren, un mago en matemáticas y química. Quería incursionar en el negocio de la venta de sándwiches, esperaba convertir una tienda en cadena comercial. Pero su vista empezó a fallar y se convirtió en impedimento. También tenía dolores constantes en todo el cuerpo, algo que empeoró con el tiempo. Tenía 19 años de edad, y dos en la universidad, cuando regresó a casa llorando porque había chocado su Chevy Nova ’62. “No puedo ver”, le dijo a mis padres,
Pero aún con esas dificultades, siempre recuerdo a Dave ejecutando algun trabajo después de clases o en el verano. Un año trabajó en un auto lavado, el año siguiente en un restaurant. No lo recuerdo sin trabajar.
Tenía algo de dinero ahorrado, y quería hacer eso por mí.
Yo jugaba futbol americano y beisbol en Harding High, pero vivir en Minnesota implicaba que también jugaba hockey. El hockey estaba en todas partes. El hockey es todo. Si no estaba jugando en la calle frente a la casa, estaba en el campo East View Playground dos cuadras más allá. Los fines de semana jugaba con mis amigos desde las nueve de la mañana hasta las ocho de la noche, tal vez hacía un alto para almorzar. Y después que terminábamos las tareas, regresábamos a jugar.
El día de escoger la carrera universitaria, escribí jugador de hockey en el cuestionario que todos debían llenar.
Debido a la diferencia de edad, Mark y yo éramos más cercanos que con respecto a Dave y mi hermana mayor Janice. Éramos más inclinados hacia el deporte que ellos. Si hablaba con alguien de hockey, ese era Mark. No recuerdo haber hablado con Dave de mi interés por el deporte. Pero al mirar hacia atrás, obviamente él estaba pendiente. Sino ¿Por qué habría pagado para que yo fuese a ese campamento de hockey?
El campamento de Bemidji State era uno de los mejores de NorteAmérica. Estaba a cargo de Bob Peters ( el entrenador de Bemidji State desde 1967 hasta 2001) y Murray Williamson (dos veces entrenador del equipo olímpico de Estados Unidos y medallista de plata en 1972). Uno de los instructores del campamento era Larry Pleau, quien entonces tenía alrededor de 20 años y jugaba hockey juvenil en Montreal. Era uno de los pocos jugadores estadounidenses considerado entre los grandes prospectos de NHL para esa época.
No puedo recordar en detalle lo que se enseñaba, pero el campamento era muy completo. Lo más importante para mí en ese momento era estar sobre el hielo todos los días. Era el paraíso. Recuerdo haber ganado algun tipo de premio por logros alcanzados y regresar a casa más entusiasmado con el hockey que nunca antes. Ir a ese campamento me motivó más que nunca a seguir una carrera en el deporte.
Quizás aún sin el regalo de Dave pude haber jugado en la NHL, pero lo dudo. Todo lo que hice en el hockey (incluso ser entrenador y gerente general) se lo debo a Dave.
Hasta este día, me asusta pensar que nunca le agradecí apropiadamente por eso.
También me tortura algo que ocurrió pocos años después de eso, algo que Dave y yo nunca aclaramos.
Cuando yo tenía 13 o 14 años de edad, Dave quería ir al centro a comprar los boletos para un concierto. Esos eran los tiempos antes de que se hicieran las leyes que permiten que los discapacitados tengan acceso al transporte público. Dave necesitaba tomar un bus para ir a comprar los boletos, pero no le permitían que llevara a su perro guía, Prudy, en el bus. Así que me pidió que lo acompañara.
Probablemente yo no quería ir, pero lo hice de todas formas. Cuando el bus se detuvo en la parada a unas pocas cuadras de nuestra casa y se abrieron las puertas, le dije a Dave, “¿Quieres que suba?”
Lo que quise decir fue, “¿Quieres que suba primero los escalones?” De esa manera, podría ayudarlo a entrar al bus. Pero pienso que por mi actitud, el me malinterpretó. Dijo algo como, “Si no quieres ir, iré solo”.
Viajamos en silencio en el bus. Nunca le expliqué lo que quise decir, y he llevado eso conmigo desde entonces. Sé que eso puede parecer insignificante, pero eso se quedó conmigo porque sentí que lo había desilusionado. Él era una roca, siempre había estado ahí para mí. En su momento de debilidad, me había solicitado algo muy simple…y fui indolente.
Mi recuerdo de ese día siempre me ha pesado. Esa es la razón por la que siempre he compartido esta historia. Es muy importante que las personas resuelvan sus diferencias, hablen de sus puntos de vista y traten de aclarar sus malas interpretaciones. Una vez que se hace tarde para solventar algo, aunque sea algo insignificante, es imposible dejar a un lado la culpa.
No sé que tanto molestó a Dave ese incidente. Quizás un poco o tal vez nada. Era un tipo duro, de una generación que creía que los disgustos se debían guardar. Mi papá nunca hablaba de haber estado en la segunda guerra mundial, y después que vi a Dave llorar ante él y mamá ese día que chocó el carro, nunca habló de cuanto dolor sentía.
Todavía puedo verlo sentado en su silla en las noches, con Prudy a su lado, mientras mirábamos Gilligan’s Island o Hogan’s Heroes. El último era probablemente nuestro programa favorito. Hasta mi papá reía. Los ojos de Dave estaban cerrados y parecía que no prestaba atención, pero reía con nosotros.
Aunque la sonrisa en su rostro, era más una mueca de dolor. Estaba batallando. Sus dolores de cabeza eran horrendos. Tenía que sentarse en una ducha caliente para aliviarse. Sus órganos se estaban apagando. Estaba muriendo frente a nosotros. Pero cuando eres un niño, no te percatas de las personas a tu alrededor.
Cerca del fin, supe de la gravedad del caso. Llegó un momento cuando los médicos le dieron dos años de vida. No recuerdo si él llegó tan lejos o no, pero cuando finalmente fue al hospital no había muchas expectativas de que regresara.
Nadie lo dijo, pero todos lo sentíamos.
El 3 de diciembre de 1970, un día antes de mi cumpleaños 15, llegué desde la escuela y vi el carro de Paul Lindquist frente a la casa. Sentí un peso en el estómago, sabía lo que significaba eso. Mamá había acompañado a Dave en el hospital cuando el falleció ese día. Solo tenía 23 años de edad.
Su novia, Karen, con quien yo había asumido se casaría algun día, estuvo con él hasta el final. Mamá y papá se mantuvieron tan estoicos como pudieron; dijeron que Dave no sufriría más. Oyes eso cada vez que alguien muere, pero yo nunca había experimentado la muerte antes, no sé si saber que Dave no sufriría más era un consuelo. Mi hermano se había ido. Era todo lo que podía ver en ese momento. Hasta Prudy entendió lo que había ocurrido mejor que yo.
Ella murió el día siguiente.
“Su trabajo había terminado”, dijo mi madre.
Todos tenemos momentos difíciles en nuestras vidas, pero cada vez que uno tiene tropiezos en el camino, pienso en Dave. La manera como el afrontó la vida, por aterradora que esta fuera, día a día, con dignidad, es algo que se ha quedado conmigo todos estos años.
He conocido a muchas personas duras en mi vida, pero ninguna como mi hermano Dave.
Uno de mis lamentos más grandes es que él no viviera para verme jugar en la NHL. Eso fue algo grande para todos en mi familia. Él habría estado orgulloso.
A medida que envejezco, sus años finales parecen regresar a mí. Pensar tanto en él solo ha incrementado mi sentimiento de culpa, y mi necesidad de compartir nuestra historia, y la historia de porque fui al campamento de Bemidji State. No recuerdo haberle agradecido, aunque mi padre me había dicho que lo hiciera. Y aún si lo hice, estoy convencido de que no le agradecí lo suficiente.
Después de todos estos años, no hay muchos días en que no piense en Dave. Su regalo inició mi recorrido, siempre le estaré agradecido.
Paul Holmgren / Colaborador
Traductor. Alfonso L. Tusa C. 1 de febrero de 2018.
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