Aquel mediodía el canto de las chicharras develaba una tranquilidad que sólo duró el momento en que la maestra de quinto grado nos indicó que hiciéramos la fila. Juan empezó a sacarle punta a su lápiz. Leo empezó a cantar con la boca cerrada el tema musical de una comiquita. Santiago se acercó al otro extremo del salón para abrir el ventanal que daba al patio de las acacias y la alambrada de la calle las Flores. La maestra me llamó “¿Qué animalito es ese que está asomando en tu bulto?” En medio de las sonrisas ahogadas de la clase, tuve que salir con el bulto para liberar una lagartija al pie del araguaney.
Cuando la maestra Hildegar deslizó la tiza sobre el esmeralda del pizarrón, empezó a circular nuestro código secreto de papelitos. “¿Vieron quién vino?” Todos volteamos hacía el fondo del salón. En un pupitre de los más viejos, con las manos sobre su cuaderno de cuadritos azules, estaba un muchacho corpulento de piernas largas, barriga de pera y rostro a medio camino entre feroz y taciturno. La maestra caminó hasta las sombras del fondo. “A ver, León. Veamos si podemos entusiasmarlo para que venga más seguido a clases. Conjúgueme el verbo ‘asistir’” Dos goterones surcaron la frente del muchacho. Trató de pedir permiso para ir al baño, intentó meterse debajo del pupitre. La maestra lo tomó de la mano y lo llevó al pizarrón. “Yo asis…” León se quedaba mirando los labios de toda la clase y replicó. “…to. Yo asisto”.
El timbre del recreo encontró a Juan conversando con León. Leo y Santiago llegaron de la dirección con el balón de baloncesto. Desde el pasillo se escuchaban las notas de “Mañanita caraqueña”. Le hice señas a Leo y Santiago. Juan quería decirles algo. En la escogencia de los equipos León fue seleccionado por el equipo de Juan y Santiago. Ese día tuvimos que jugar en el otro lado del patio porque había un juego de sebucán en el lugar donde siempre jugábamos.
Las dos piedras de nuestra portería quedó justo en frente de la ventana de la dirección del plantel. Podíamos escuchar los tarareos de la sub-directora Dora Bárcenas y los silbidos de la directora Delmira Núñez, aquella canción nos hacía desear que el disco no terminara nunca para que se olvidaran del timbre y el recreo durara hasta las seis de la tarde.
En una de las alternativas del juego León logró escapar de mi marca y mandó un zambombazo que pasó muy por encima de la portería. Cuando ví la dirección del balón me precipité hacia el pasillo, choqué contra la pared, el balón llegó en cámara lenta y convirtió en fragmentos el vidrio de la ventana. Leo se llevó las manos a la cabeza. Juan dio dos zapatazos sobre el cemento rústico. Santiago enterró el mentón en el pecho.
Dora nos hizo señas desde la dirección y pasamos uno a uno al recinto. Luego del correspondiente jarabe mandibular, nos conminó a traer al día siguiente una cantidad de bolívares para reponer la ventana. “Caramba muchachos. Tan buena que estaba la “Mañanita caraqueña” y ahora ustedes la convirtieron en “Tardecita de Cumanacoa”. Nos quedamos mirando a León a través de la ventana. Al reanudar las clases, la voz de la maestra rebotó sobre el pupitre vacío del fondo. “…¿y donde está León?”.
Alfonso L. Tusa C.
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