Los jardines de coral se están extinguiendo en todo el mundo. Steve Chapple se sumerge en las aguas de Hawaii para investigar las causas.
Selecciones Reader’s Digest.
Flotando en absoluto silencio sobre la superficie de la bahía Kealakekua, frente a la isla mayor de Hawaii, alcanzo a oir a los peces royendo el coral. Suena a papel lija frotado contra una piedra. Kealakekua (“senda hacia Dios, en hawaiano antíguo) es uno de los sitios más bellos de la tierra, y el lugar donde he venido para iniciar mi investigación submarina de un desastre ecológico en ciernes: la desaparición del coral del planeta.
Con mis gafas y tubo de buceo, me sumerjo en el agua cristalina y tibia. Veo un pez loro azul, de cabeza grande y mandíbulas potentes, triturar un pedazo de coral lobular de color amarillo limón. Un par de peces cirujanos de Aquiles, negros con motas anaranjadas, mordisquean las algas. Más cerca de la orilla se arremolina un cardumen de peces cirujanos de color amarillo brillante. En espera de que llegue la noche, un tiburón de arrecife con aletas de punta blanca duerme en una cueva poco profunda.
Estos peces, junto con los erizos de mar, son los jardineros de los arrecifes de coral. Raspan las algas como si fueran pequeñas segadoras y engullen los animales blandos, llamados pólipos, que forman las colonias de coral en las aguas someras de los mares del planeta, desde Hawaii hasta Florida, desde el mar Rojas hasta la Gran Barrera de Arrecifes de Australia, el ecosistema más grande y diverso del mundo. Los pólipos llevan una vida muy sencilla: toman calcio y bióxido de carbono del agua para formar sus hogares de piedra caliza, y por la noche extienden sus pequeños tentáculos para atrapar el plancton del que se alimentan. Su color proviene de las algas simbióticas que viven en sus tejidos. Por medio de la fotosíntesis, estas plantas unicelulares elaboran azucares a partir de la luz solar y dan al coral la energía que necesita para crecer.
Los arrecifes son el hogar de millones de seres vivos: por lo menos 25 % de todas las especies de peces. Estos mundos submarinos son tan exuberantes que se les conoce como los bosques tropicales de los océanos. Sin embargo, tal como ocurre con los bosques en tierra, los submarinos corren grave peligro. Ya ha desaparecido la mitad de los arrecifes del planeta, y el resto podría extinguirse a mediados de este siglo. La mitad del coral existente en aguas territoriales de Estados Unidos se encuentra en un estado de salud de regular a malo. Los corales cuerno de ciervo y cuerno de alce ahora figuran en la lista de especies en peligro de extinción, los primeros en tener esta categoría.
Si desaparecen los arrecifes, perderemos una fuente de extraordinaria biodiversidad y belleza. También perderemos una barrera que detiene el oleaje levantado por los huracanes; un criadero de peces que alimentan a miles de millones de personas en todo el mundo y que genera 200 millones de empleos en la industria pesquera; el hogar de muchas plantas y animales que se utilizan para combatir el cáncer, el sida y otras enfermedades, y una fuente de ingresos turísticos que tan sólo en el Caribe se calculan en 105.000 millones de dólares al año. La amenaza al coral es una amenaza para la especie humana.
En la zona que colinda con el Parque Nacional Histórico Ciudad de Refugio, el mar se ve tan claro como en la bahía de Kealakekua, a ocho kilómetros de distancia; sin embargo, a 12 metros de profundidad, una capa viscosa y pardusca, del tamaño de una cancha de futbol, cubre el coral. Con aspecto de gelatina echada a perder, son algas que se reproducen sin control. Floto por encima de tres buzos investigadores de dependencias estatales y federales, quienes toman fotos a intervalos y recogen muestras de algas para analizarlas posteriormente. Al ver aquel caos, deducen lo que sucedió: en su camino al mar, una lluvia torrencial pasó por las fosas sépticas locales y los campos de cultivo abonados. Esto agregó nitrógeno al arrecife e hizo que las algas se multiplicaran, tal como el fertilizante estimula el crecimiento del césped.
“Durante décadas fue un arrecife muy feliz, pero hoy se encuentra en estado de alerta roja”, me comenta más tarde Bill Walsh, jefe de la División de Recursos Acuáticos de la Isla Mayor de Hawaii. Cerca de allí, colina debajo de un conjunto de casas de recreo valuado en muchos millones de dólares, la historia es parecida. El agua de lluvia corrió por una barranca hasta el mar y arrastró a su paso toneladas de tierra y limo. Ahora el arrecife es un cementerio de coral.
Tomo un vuelo a través del canal Alenuihaha a la isla de Maui, y una hora después estoy buceando cerca del famoso Centro Oceánico de Maui, en el puerto de Ma’alaea. Aquí, bajo el agua, parece haber una ensalada mixta podrida. Veo hectáreas de algo que parece lechuga francesa, salpicada con miles de cabezas de pelo oscuro rizado: una invasión sucia y descontrolada de macroalgas.
En años recientes, estas algas han provocado una fetidez temporal en las playas de Kihei. Los turistas han abandonado la zona, y los pocos visitantes y los buzos se niegan a meterse en el agua turbia. En Maui, en otro tiempo, el problema era el remedio: pozos de inyección. Las aguas negras de casas y hoteles se recolectaban y se inyectaban en pozos a través de tuberías. Ésta es una medida limpia y sensata en el territorio continental de Estados Unidos, pero en el suelo volcánico poroso de Hawaii, las aguas residuales vuelven a aflorar en la orilla del mar y ocasionan un crecimiento desenfrenado de las algas.
A continuación tomo un vuelo a California para reunirme con dos científicos comprometidos con la misión de salvar los mares del planeta: Nancy Knowlton y su esposo, Jeremy Jackson, quienes no dudan en hacer predicciones funestas respecto al coral.
“Mientras sigamos lanzando gases de invernadero a la atmósfera, sobreexplotando la pesca y contaminando nuestras fuentes de agua, nos dirigimos hacia un desastre ecológico por lo que respecta a los arrecifes”, señala Knowlton en su oficina del Instituto Oceanográfico Scripps, en La Jolla. Esta mujer es uno de los mayores expertos en corales del mundo y ocupa una cátedra subvencionada en ciencias marinas en el Instituto Smithsoniano, en Washington, D.C.
“En todo el planeta, el coral es como una ciudad en ruinas”, dice Jackson. “Aunque se están construyendo algunos edificios, son más los que caen derribados por la bola de demolición. Así que, si bien la ciudad persiste, se está muriendo”.
Cuando habla de las múltiples causas de la destrucción de los arrecifes, Knowlton hace una comparación con las personas que sufren infartos: “No es un factor en particular lo que las mata. Tienen sobrepeso, fuman, no hacen ejercicio, llevan una dieta alta en colesterol. A eso se enfrentan los arrecifes de coral. Los hemos convertido en personas inactivas que pesan 200 kilos y fuman”.
La pareja se conoció en la estación de investigaciones de la bahía Discovery, en Jamaica, y a lo largo de 30 años han sido testigos de la destrucción de los arrecifes de la isla, que antes eran un animado jardín lleno de pólipos y peces loro y ahora es un páramo de pececillos flacos y corales muertos. En 2003 Knowlton fundó el Centro para la Biodiversidad y Conservación Marinas en el Instituto Scripps, donde ella y su esposo realizan investigaciones para inspirar a una nueva generación de científicos a ver los arrecifes y los mares como sistemas interconectados. De acuerdo con esta visión, los peces loro son vitales para la salud de los arrecifes porque se comen las algas que matan el coral. También lo es el tiburón con aletas de punta blanca, el cual se alimenta de peces que podrían consumir demasiado coral.
La misión de la pareja ahora es concienciar a la gente de que, si bien la situación de los arrecifes es grave, tiene remedio. “Faltan 10 años para que ocurra una verdadera catástofre”, afirma Knowlton. “Podemos ganar tiempo tratando bien los ecosistemas de coral a nivel local”.
Jennifer Smith, profesora adjunta del Instituto Scripps y la primera en descubrir esa gelatina echada a perder en la Isla mayor de Hawaii, busca maneras de combatir las algas para ganar tiempo. En un ambicioso proyecto que iniciará este año frente a la isla caribeña de Curazao, unos buzos encerrarán con redes cirulares secciones de 20 metros de arrecife infectado de algas; luego meterán bajo las redes peces loro, peces cirujanos y algunos erizos de mar para que limpien el fondo. “Les compraremos los peces loro a los pescadores locales, que de otra forma los matarían para venderlos en el mercado a unos dos dólares por kilo”, dice Smith.
“Trabajar con los pescadores locales es fundamental”, comenta Ayana Johnson, quién pronto obtendrá un doctorado en el Instituto Scripps. Hoy día está investigando maneras de detener la sobrepesca, que tanto coral destruye, y permitir a la vez que los pescadores se ganen la vida. Ha creado trampas en forma de puntas de flecha que deja escapar a los pargos, meros y peces cirujanos jóvenes. Una trampa ordinaria mata 12 peces en promedio; las de Jonson permiten que seis escapen. “Si se usaran 100 trampas en la isla 100 días al año”, dice, “quedarían 60000 peces vivos que podrían devorar las algas y reproducirse. Es una gran cantidad de peces, y preservarlos es mucho mejor que decirles a los pescadores que dejen su oficio y busquen oficio en un hotel”.
En Cayo Largo, Florida, los investigadores están enfrascados en otro plan alentador para salvar los arrecifes de coral: los están recultivando. Científicos y estudiantes se reunen aquí para el desove anual del coral, que tiene lugar dos o tres días después de la luna llena a finales del verano.
Los participantes zarpan en barco hacia el arrecife al ponerse el sol para estar allí a medianoche. Del esqueleto calcáreo de cada pólipo salen óvulos o esperma hasta que el agua circundante adquiere un aspecto lechoso. Los buzos, a veces acompañados de miles de peces hambrientos, recogen montones de óvulos fecundados, los sacan del mar y los colocan en tanques de recolección.
“El desove es un acontecimiento mágico y muy divertido”, afirma Tali Vardi, estudiante de posgrado de ecología de arrecifes de coral. “La sincronía de todas estas criaturas, que saben cual es el momento preciso para liberar sus gametos, es un verdadero espectáculo de la naturaleza”. Los investigadores clasifican los óvulos por especie, tarea que puede durar toda la noche. Aunque se llevarán muchas de estas crías de coral al laboratorio con fines de estudio, a otras las cultivarán como plantas de semillero para sembrarlas posteriormente en las rocas, donde empezarán a fijar el calcio disuelto en el mar para formar sus nuevos hogares.
Mil seiscientos kilómetros al noroeste del lugar donde me metí por primera vez en aguas hawaianas se encuentra el Monumento Nacional Marino Papahanaumokuakea, establecido por el ex presidente George W. Bush en junio de 2006. esta zona protegida del tamaño de California es un refugio para especies raras como la foca monje hawaiana y la tortuga verde, así como para los corales.
Los parques marinos son muy importantes porque permiten a corales y peces evitar los estragos de la contaminación y la sobrepesca. En ellos, los peces tienen oportunidad de crecer; no se captura a las hembras fértiles para alimento de los humanos, y los frágiles arrecifes se conservan. La extensión de estos parques también es importante, ya que las crías de coral pueden flotar a la deriva cierta distancia antes de adherirse a las rocas. En los parques marinos muy pequeños, se atrapan demasiados peces justo fuera de sus límites.
La creación de zonas marinas protegidas en todo el mundo ha sido tal vez el acto humano más grato para los corales desde que el añorado capitán Jacques Cousteau inventó el sistema de buceo autónomo, se ató al cuerpo una cámara submarina e introdujo a millones de terrícolas a la serena belleza de los arrecifes.
Antes de que el noroeste hawaiano fuera designado zona protegida, Australia ya había reservado un tercio de su Gran Barrera de Arrecifes, lo que permitió que en esa zona vedada millones de peces se salvaran de morir en palangres y redes de arrastre. Siguiendo el ejemplo de Australia, la nación insular de Kiribati prohibió la pesca alrededor de las islas Fénix, en el Pacífico central, con lo cual creó el santuario marino más grande del mundo. Éste ha sido superado por el Papahanaumokuakea, con una extensión de 360000 kilómetros cuadrados.
Estas reservas gigantescas nos permiten ganar tiempo valioso para los arrecifes de coral del planeta, tal como aconsejan Knowlton y Jackson. A medida que más de nosotros descubramos su importancia y su belleza, podremos actuar para cambiar nuestros hábitos en tierra a fin de lograr que estas hermosas criaturas pétreas sobrevivan debajo del mar.
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