sábado, 23 de septiembre de 2017
Jake LaMotta, un ‘Toro Salvaje’ dentro y fuera del cuadrilátero, fallece a los 95 años de edad.
Richard Goldstein. The New York Times. 20 de septiembre de 2017.
Jake LaMotta, conocido en el boxeo como “El Toro Salvaje”, quien se fajó a su manera rumbo al campeonato de los pesos medios de boxeo, y cuya vida se convirtió en el tema de una película aclamada, falleció este martes 19 de septiembre en Aventura, Fla., cerca de Miami.
Su prometida por mucho tiempo, Denise Baker, dijo que él murió en Palm Garden of Aventura, un hogar de cuidados y centro de rehabilitación, donde había sido atendido.
Un “vago bueno para nada” con terrible temperamento, como después se describió a si mismo, LaMotta aprendió a boxear en un reformatorio del norte de Nueva York, donde había sido enviado por intento de robo. Luego de mantenerse invicto como amateur, saltó al profesional en 1941 y descargó su intensidad sobre docenas de oponentes.
Despues se convirtió en símbolo de la cultura pop cuando el director Martin Scorsese contó su historia en su película de 1980 “Raging Bull” (“El Toro Salvaje”), basada en la memoria de LaMotta (1970) del mismo nombre, escrita con Joseph Carter y Peter Savage. Robert DeNiro ganó un premio de la academia por su interpretación de LaMotta, y la película fue nominada en seis categorías, incluyendo la de mejor fotografía.
LaMotta era capaz de absorber una andanada de golpes y luego descargar un ataque más brutal sobre el oponente. Como escribió en su memoria, él se “salía de la esquina, lanzando golpes, sin rendirse, resistía todo el castigo que el otro tipo podía infligir y seguía allí, apretando con todo”.
Ray Arcel, uno de los entrenadores de boxeo de más renombre, dijo de LaMotta, “Cuando estaba en el cuadrilátero, era como si estuviese en una celda peleando por su vida”.
Muy recordado por sus seis peleas con Sugar Ray Robinson, LaMotta ganó 83 combates (30 por nocaut) y perdió 19 (incluyendo una “arreglada” la cual confesó ante un panel del congreso, le prometieron que si perdía esa pelea tendría una oportunidad por el título). También tuvo cuatro tablas (empates). Logró el campeonato de los pesos medios en junio de 1949, al detener al campeón, Marcel Cerdan, en Briggs Stadium de Detroit, y solo fue noqueado una vez en sus 106 peleas.
Mr. Scorsese hizo su película mucho después que LaMotta había dilapidado su dinero, dijo que había ganado 1 millón de dólares en el cuadrilátero, y había pasado por una serie de matrimonios tormentosos, fue enviado a prisión una vez más y cayó en la obesidad.
“Yo imagino que Jake piensa que esa es una película acerca de él”, le dijo Mr. Scorsese a The New York Times poco después del estreno de “Raging Bull”. “Pero quienes piensan que esa es una película de boxeo, están fuera de sus cabales. Es brutal, seguro, pero es una brutalidad que podría ocurrir no solo en el cuadrilátero de boxeo, sino en una habitación o en una oficina. Jake es un hombre elemental”.
LaMotta boxeó más de mil rounds con Mr. DeNiro, tutoreándolo para el papel que le valió el Oscar como mejor actor. Cathy Moriarty, en su debut profesional, interpretó a la segunda esposa de LaMotta, Vikki, una hermosa rubia quien resistió un matrimonio caótico, y fue nominada al Oscar como actriz de reparto.
LaMotta tuvo sentimientos encontrados acerca de la película. “Tuve una especie de rechazo al principio”, le dijo a The Times. “Entonces noté que esa era la realidad. Así fueron las cosas. Yo era un bastardo no muy bueno. Así no es como soy ahora, pero es como era entonces”.
Giacobbe LaMotta nació en el Lower East Side of Manhattan el 10 de Julio de 1922, uno de cinco hijos. Recordaba que su padre, un inmigrante siciliano quien vendía frutas y vegetales, golpeaba con frecuencia a su esposa, hija de inmigrantes italianos, y a sus hijos.
La familia se mudó a Filadelfia y luego al Bronx, donde vivían en un lugar infectado de ratas. LaMotta atacaba con un punzón de hielo a los compañeros de clase quienes se burlaban de él, y dejó inconsciente a un corredor de apuestas del vecindario al golpearlo con un tubo de plomo mientras lo atracaba.
Destacó como el principal peso medio a principios de la década de 1940, al haber sido rechazado del servicio militar para la segunda guerra mundial debido a una operación del hueso temporal en la infancia que le afectó el oído.
En febrero de 1943, le propinó a Robinson la primera derrota de su carrera en la pelea 41 de Robinson, al ganarle una decisión de 10 asaltos luego de ponerlo contra las cuerdas. Robinson ganó las otras cinco peleas, pero LaMotta también derrotó a prominentes púgiles como Fritzie Zivic, Tony Janiro y Bob Satterfield.
Al Silvani, un entrenador de LaMotta, sentía que este era más peligroso cuando parecía vencido. Como Silvani recordó en “Corner Men” de Ronald K. Friend (1993), LaMotta “se recostaba contra las cuerda simulando estar mal y en simultaneo, esto no es exageración, te lanzaba siete, ocho, nueve, diez ganchos de izquierda”.
LaMotta había sido considerado favorito para derrotar a Billy Fox en una pelea del peso semicompleto en noviembre de 1947, pero las apuestas estaban 3-1 a favor de Fox poco antes de la pelea, debido evidentemente a la inyección de dinero por parte del crimen organizado desde Filadelfia. LaMotta fue zarandeado por Fox, y la pelea fue detenida en el cuarto asalto.
La comisión atlética del estado de Nueva York sospechaba que LaMotta había perdido la pelea deliberadamente, pero él alegó que estaba afectado por una ruptura de bazo que sufrió en los entrenamientos. Fue sancionado con una multa de 1000 $ y una suspensión de siete meses por ocultar una lesión.
Pero en 1960, cuando el subcomité anticorporativo y monopolio del senado realizó audiencias sobre la influencia del crimen organizado en el boxeo, LaMotta admitió que había acordado perder la pelea con Fox a cambio de obtener una largamente buscada oportunidad por la corona del peso medio. Dijo que uno de los hombres quien arregló la pelea fue Blinky Palermo, el manejador de Fox y reputado pez gordo de Filadelfia.
LaMotta recibió su oportunidad 17 meses después de la pelea con Fox, y derrotó a Cerdan por nocaut técnico en el décimo asalto para convertirse en campeón del peso medio. Cerdan, ciudadano francés, iba en camino a Estados Unidos para la pelea de revancha cuando falleció en un accidente aéreo.
LaMotta defendió satisfactoriamente su título dos veces, luego lo perdió con Robinson cuando la pelea, efectuada en Chicago Stadium el 14 de febrero de 1951, fue detenida en el décimotercer asalto. LaMotta estaba ensangrentado pero nunca cayó a la lona. La pelea fue conocida como la segunda masacre del día de San Valentín, en alusión a la matanza legendaria de Chicago en 1929.
La carrera de LaMotta se vino abajo después que perdió el título, el 31 de diciembre de 1952, luego de seis meses de inactividad, fue noqueado por única vez en su carrera, al perder ante Danny Nardico en una pelea del peso semicompleto. Se retiró, luego regresó en 1954 por unas pocas peleas antes de renunciar por su bien.
Fue inducido al Salón de la Fama del boxeo internacional en 1990.
La furia perpetua de LaMotta lo llevó a golpear a su primera esposa, Ida. Se volvió a casar en 1946, su nueva esposa, Vikki, era una adolescente, pero ese matrimonio, también cayó en dificultades en medio de las debilidades de LaMotta por la bebida y las mujeres. Ella solicitó el divorcio en 1956. Él se casó seis veces.
En 1957, mientras administraba un local nocturno y bar, LaMotta fue acusado de animar a una menor a convertirse en prostituta. Pasó seis meses en la cárcel y trabajó en la construcción de una carretera.
Animado a probar en el negocio del espectáculo por Rocky Graziano, también un antiguo campeón del peso medio, quien se había convertido en actor y había sido su amigo desde que compartieron en el reformatorio, LaMotta luego trabajó como cómico y actor. Apareció como barman en la película de Paul Newman “The Hustler” (1961) e interpretó al pandillero Big Julie en una producción de 1965 del musical “Guys and Dolls” en el City Center de Manhattan.
LaMotta apareció junto a Ms. Baker en una producción de Broadway, “The Lady and the Champ”, la cual se exhibió por dos semanas en 2012.
En 2015 se estrenó una segunda película acerca de su vida, “LaMotta: The Bronx Bull”, con William Forsythe interpretando a LaMotta. No hubo ninguna relación con la película “Raging Bull”.
Además de Ms. Baker, los supervivientes de LaMotta incluyen a sus hijas, Jacklyn O’Neill, Christie LaMotta, Elisa LaMotta y Mia Day; las hijas de Ms. Baker, Meggen Connolley y Natalia Baker; los hermanos de Jake, Joe y Al, y sus hermanas, Maria Hawfield y Anne Ramaglia. Sus hijos, Jack y Joseph, fallecieron en un período de siete meses en 1998, Jack de cáncer y Joseph en un accidente de aviación.
La fortaleza de LaMotta apareció en toda su intensidad en sus peleas con Sugar Ray Robinson, a quien muchos consideran el mejor boxeador libra por libra de la historia. Robinson aparentemente había extenuado a LaMotta, conocido entonces como el toro del Bronx, en su segunda pelea, y se dio cuenta que no era así.
“Lo tenía contra las cuerdas”, recordó Robinson en su autobiografía, “Sugar Ray” (1969), escrita con Dave Anderson, un columnista deportivo para The Times. “Tenía la cabeza gacha y lo tenía medido. Su cabeza se levantó y lanzó un gancho izquierdo que casi me atravesó el estómago. Eso dolió mucho, me hizo llorar, como un niño pequeño. Gané por decisión, pero aprendí que Jake LaMotta era un animal”.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
lunes, 18 de septiembre de 2017
Órbita Elíptica: MirceaCartarescu
Sharon Mesmer. Paris Review. 26 de febrero de 2014.
En el verano de 2011, pasé todas las tardes revisando mediante el mapeo de Google, la vecindad de Chicago donde crecí. Bajé las persianas, subí el aire acondicionado, y tipeé las intersecciones que definen Back of theYards, nombrado así por su proximidad con el Union Stockyards, en la ventana de búsqueda. Estaba en la etapa inicial de un arranque nervioso, intentando obsesivamente revivir el pasado, el único lugar donde, yo creía, existía la continuidad. FiftyFirst y Loomis fue mi punto de partida: la intersección donde estaba ubicada la oficina del médico de la familia. Una hoja de prescripción en blanco, de 1965, que encontré en la caja de joyas de mi difunta madre me proporcionó la dirección de la oficina. Mi madre y yo habíamos tenido una relación contenciosa, pero ese verano imaginé que abría su tumba y ponía los brazos de su esqueleto sobre mis hombros, “Pensé que los huesos podían hacerlo”, para citar a Plath. Utilicé los objetos de la caja de joyas (listas de víveres, un polvo compacto “Moondrops” de Revlon, viejas tarjetas de pago de Sears, rosarios de cristal azul, una pintura labial Coty) para reconstruir su existencia, y encontrar esa prescripción fue como hallar la llave de una puerta cerrada por mucho tiempo.
Ir al médico había sido una especie de rutina familiar, cada tres meses había que llevar a mi abuela para revisar su diabetes, no estaba segura si había soñado con aquellas excursiones a ese pequeño consultorio. Mi madre iba al piso de abajo para vestir a mi abuela: malla de cabello limpia, faja y pantys gruesas; broche de cuarzo, vestido presentable en lugar de las ropas manchadas de uso diario, zapatos negros ortopédicos en vez de las pantuflas de casa; y las prótesis dentales tomadas del vaso del lavamanos del baño. Luego ella corría hacia el piso de arriba para vestirnos a mi hermana y a mí, nos ponía perfume Chantilly en la parte posterior de las muñecas.
El tío Stas nos llevaba allí, mi hermana y yo íbamos en el asiento trasero con nuestra abuela entre nosotras, nuestra madre iba adelante, discutiendo en polaco con Stas durante el viaje de cinco minutos (si, cinco minutos). Ahora, mientras miraba la oficina mediante Google Maps, vi que la puerta del frente y las ventanas estaban enmarcadas y noté una mancha brillante y transparente en el zaguán. Yo sabía que la mancha era el resultado del movimiento de la cámara al tomar la foto, pero sentía que la mancha era mi alma: el recuerdo intenso la había proyectado de vuelta allí, y había sido capturada entre los marcos de las ventanas de la sala de espera, detrás de las cuales mi hermana aún estaría sentada junto a mi madre, señalando los anuncios de los trajes de baño Catalina en la revista Look abierta en su regazo, al lado de mi abuela con sus piernas cruzadas en los tobillos, apretando su monedero, a su lado estaba mi tío aplastando su cigarrillo en un cenicero de metal.
Me sentí ligeramente disgustada de mis recurrentes intentos. ¿No estaba perdiendo el tiempo y autoflagelándome por la mala relación que tuve con mi madre? ¿De que manera esta indulgencia con la nostalgia me beneficiaría como escritora? Con la experiencia de cuarenta años como poeta sabía como traducir las experiencias difíciles al lenguaje, pero ¿de que serviría esta? Parecía que la única manera de avanzar sería mediante la memoria, aunque nuca me había gustado ese género. (¿Otra historia de la abuela?). Aún así me sentí motivada a seguir el cúmulo de imágenes (en la oscuridad, parecía), y mi intuición, que aun funcionaba a pesar de la inmensa ansiedad, seguía impulsándome a prestar atención.
Si Blinding la apoteosis del recuerdo de Mircea Cartarescu, hubiera estado disponible en inglés en aquel entonces (como lo está ahora, traducida recientemente por Sean Cotter), lo habría considerado como libro guía para ese viaje. El libro empieza con un mapeo de memoria estratificada de la infancia del autor en Bucarest pero se convierte en algo mucho más grande y complejo. Para los neófitos, Blinding es el primer volumen, subtitulado “The Left Wing” (“El Ala Izquierda”), de una trilogía de 1.352 páginas. Juntos, los tres libros forman la imagen de una mariposa: dos alas y el abdomen, el ala izquierda tiene la naturaleza femenina correspondiente a la madre, el ala derecha la masculina correspondiente al padre. En las secciones discursivas intercaladas entre el argumento que avanza hacia adelante (aunque a modo de sueño), el narrador, también llamado Mircea, soliloquiza con la idea que todos manejamos, de nuestra conformación corporal, la estampa indeleble de nuestro origen dual, existente “entre el pasado y el futuro como el cuerpo vermiforme de una mariposa, entre sus dos alas”; y él escribe, “un gesto de la infancia consume más tiempo y espacio que diez años de adultez”.
Leer eso fue muy revelador. Mediante mi poesía y ficción, yo había descrito la casa de dos plantas de Racine Avenue que mi bisabuelo había construido después que había llegado desde Polonia en 1908 y donde mi abuela, mi madre, y yo habíamos crecido, aunque los momentos vividos ahí habían ocurrido hacía muchos años, aun estaban claros y presentes, eran mágicos. Yo tenía relumbrones de memorias, de mi papá abriendo un cobertor pesado con cierre ubicado a un costado de las escaleras de nuestro lado de la casa, y como los dos vimos en las aguas en movimiento a una mujer con su vestido de novia flotando. O husmeando en la cómoda de mi abuela en su habitación oscura para encontrar una caja pequeña que contenía un objeto muy extraño, me arriesgué a revelar mis actividades ilícitas para saber que era eso (ella me dijo que eso era una espina de la Corona de Espinas: “Yo estaba muy enferma, y un cura polaco me la dio”). O viendo como (¿soñé eso?) ella hacía aparecer el arco iris sobre un tazón de madera lleno de agua de lluvia recogida durante tres semanas bajo un trío de pinos en el jardín delantero. ¿Cómo podía darle forma a esas imágenes , y mantener sus extrañas resonancias?
Mircea, el narrador, provee el modelo para mapear la geografía recordada/soñada de la niñez.
Me había mudado a la cuadra de Stefan cel Mare cuando tenía cinco años, y la inmensidad de sus escaleras, pasillos y pisos me había dado, por años, un vasto y extraño terreno a explorar. Regresé allí muchas veces, en la realidad y en sueños, o mejor dicho, en un contínuo de realidad-alucinación-sueño, sin saber porque la visión de esa larga cuadra, con ocho escaleras, con la fachada de su ventana panorámica, con tiendas mágicas en la planta baja, mobiliario, electrodomésticos, reparación de televisores, siempre me llenaba de emoción. Nunca pude mirar esa parte de la calle con tranquilidad.
Al leerla, se podría pensar que Blinding es una memoria. Tiene algunas características de ese género, pero su método para recordar es quimérico. Sus muchas historias entrelazadas, por ejemplo, son las memorias imaginadas de los personajes más allá de la del narrador, en particular la madre de Mircea, María. Ella es una figura artística en esta “ala” femenina de la trilogía: su historia narra, contiene, y lanza las historias de los otros personajes; ella es una presencia fantasmal y completamente palpable. Cuando vi a Cartarescu en un evento de la presentación de la traducción al inglés, mencionó que cada vez que carecía de información acerca de su madre, la imaginaba. En una de las primeras partes del libro, el narrador Mircea “imagina” a su madre, mediante su prótesis dental, en una calle de Bucarest:
“Ah, Mamma”, susurré en el silencio. Observé la prótesis dental por pocos minutos en la penumbra de la luz, hasta que que el atardecer apareció tan escarlata como la sangre en las venas, y el artilugio dental empezó a brillar con una luz interior, como si un gas fluorescente hubiese inflamado la superficie de goma. Y entonces mi madre apareció como un fantasma junto a la prótesis”.
Escenas como esa facilitan la creencia de que las palabras al trabajar al servicio de la imaginación pueden revivir a los muertos.
Prefiero el título rumano de Blinding, Orbitor, porque contiene la palabra orb (órbita), la cual sugiere lo que hacemos tanto el narrador Mircea como yo: girar, en nuestras memorias, alrededor de un lugar del planeta (Mircea en Bucarest, yo en Back of the Yards), como en una órbita, un término usado por los cazadores de fantasmas para indicar lo que un espíritu podría ser visto haciendo. El título rumano también sugiere la manera como la mente gravita instintivamente hacia ciertos lugares, como un planeta alrededor del sol:
Todo es extraño, porque todo es de hace mucho tiempo, y porque todo está en ese lugar donde no se puede contar los sueños de memoria, y porque esas grandes zonas del mundo no estaban, para ese momento, separadas entre sí. Y experimentar la extrañeza, sentir la emoción, estar petrificado ante una imagen fantástica, siempre significa la misma cosa: regresar, dar la vuelta, descender por la rapidez arcaica de la mente, mirar con ojos de larva humana, pensar algo que no es un pensamiento con un cerebro que no es aun cerebro, y que se funde en la rapidez de sentir placer, lo cual al crecer, es dejado atrás.
Si la invención de la escritura cambió la manera de contar cuentos para siempre (haciendo innecesaria la memoria), entonces un trabajo escrito en el cual la poesía le da ritmo a la acción (para parafrasear a Rimbaud) puede devolver a los lectores, y escritores, a un lugar donde las funciones instructivas y restaurativas de la memoria pueden ser utilizadas. Para mí esa mancha brillante del zaguán podría haber sido mi alma buscando algo en el pasado, pero también podría haber sido yo tratando de forjar un tipo de escritura que empieza en la memoria pero se convierte en algo mucho más grande y sofisticado, algo ordinario y extraordinario, como la niñez.
Recuerdo un día caliente y brillante del verano de 1969: el viento había cambiado de dirección y una brisa arrastraba un hedor desde los corrales hacia nuestra casa. Mi madre con rulos en su cabello cubiertos con una malla de polyester, bajó las escaleras del porche gritando a mi hermana y a mí para que le ayudáramos a recoger las sábanas del tendedero para colgarlas en el sótano (ella prefería que olieran a humedad del sótano antes que a carne muerta. Protestamos porque estábamos ocupadas jugando al “aterrizaje en la luna”; nuestro carrito rojo era el módulo de exploración lunar y el patio era la superficie de la luna. Pero noté que si nos parábamos entre las sábanas y mirábamos hacia arriba, mientras mamá las templaba del tendedero, el sol, que brillaba sobre nosotras, reflejaría secuelas de rayos coloreados. Y si cerrábamos los ojos apretándolos, veíamos imágenes en negativo de las sábanas y los árboles debajo de nuestros párpados. No hablamos de eso en el día, pero esa noche, en nuestras camas, hablamos infinitamente de nuestro descubrimiento: esas cosas ordinarias como sábanas y luz solar y ojos (y como descubrí después, prescripciones en blanco) pueden ser las llaves para llegar a lugares extraordinarios.
Las colecciones de poesía más recientes de Sharon Mesmer son Annoying Diabetic Bitch (Combo Books) y The Virgin Formica (Hanging Loose Press). Una selección de sus poemas aparece en la segunda edición de Postmodern American Poetry: A Norton Anthology. Ella enseña escritura creativa en NYU y la New School.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
viernes, 8 de septiembre de 2017
Al atardecer
MAR 22 2016
PHOTOGRAPHS BY ANNIE FLANAGAN/THE PLAYERS' TRIBUNE
CANDICE WIGGINS THE PLAYERS’ TRIBUNE
ALERA / NEW YORK LIBERTY
Siempre he adorado al sol.
Me inspira la forma como resplandece. Alivia.
Tengo una necesidad insaciable de sentirlo. El sol me recarga energías. Encuentro guía y respuestas en su calidez.
Despues de un hermoso ejercicio matinal en la playa el 2 de marzo, regresé a la casa de mamá en San Fernando Valley para redactar. Escribir es terapéutico para mí, se ha convertido en una parte significativa de mi vida.
Lo que escribí inicialmente, me impresionó. Pero en ese momento exacto, un rayo de sol pasó a través de la ventana de la cocina de mamá e iluminó mi rostro de manera refrescante, casi poética.
Respiré profundo y sentí un gran alivio.
Eso no fue una coincidencia, pensé. Fue una reafirmación.
Sabía que lo que había escrito era definitivo:
“Me voy a retirar del baloncesto profesional”.
Mi vida es una dicotomía de muchas maneras. A través de la oscuridad, he encontrado la luz; a través de la luz, la oscuridad.
Cuando yo tenía solo cuatro años de edad, mi padre falleció de sida. Conocer de su fortaleza y perseverancia me ayudó a tener un aprecio más grande por la vida. Por otro lado, el baloncesto, algo que usualmente me dio mucha alegría, ha sido la fuente de algunos de mis momentos más difíciles.
He tenido ocho cirugías en los últimos 15 años, cinco en mis rodillas, una en mi tendón de Aquiles y dos en mis pies (probablemente no se sepa de estas dos últimas). Esa ha sido mi realidad. Estoy orgullosa de haber regresado de cada cirugía como una mejor jugadora y persona. La adversidad hace eso, te reta a crecer.
El baloncesto femenino es absolutamente demoledor y está constituido por la rehabilitación contínua. Para suplementar los ingresos que recibimos en la WNBA, la mayoría de nosotras juega en otros países durante el receso entre temporadas. Eso significa que en muchos casos, vamos a otros lugares para empezar un campamento de entrenamiento y una temporada días después de la culminación de la temporada de WNBA.
Eso es desgastante para la mente, el cuerpo y el espíritu, tienes que amar lo que haces. El verdadero significado de esa palabra, amor, está increíblemente subestimado. Para mí, amor nunca ha sido una palabra que uso por casualidad. Pero si quieres ser exitosa en la WNBA, necesitas amar el baloncesto profesional. Me refiero a amarlo de verdad.
No puedo explicar cuanto respeto siento por las mujeres quienes juegan 11 meses del año por una o más décadas. Rara vez ves a tu familia, y si no cuidas celosamente tu cuerpo, estás ida.
He estado ahí, lo he vivido.
Por muchos, muchos años, estuve enamorada el juego de baloncesto. Ya no lo estoy. Y eso está bien.
Si soy honesta conmigo, eso ha sido así desde 2011. No he estado jugando baloncesto profesional por amor propio, en lugar de eso, lo he hecho por mis seguidores, y todos quienes me han apoyado a través de mi carrera.
No hay nada que pueda hacer para expresar lo agradecida que estoy por esa motivación. Cuando llegaban los momentos difíciles, y de nuevo me encontraba trabajando para regresar a la cancha después de una lesión (sin saber si lo conseguiría), pensaba en mis seguidores y cuanto significaban para mí. Como el sol, ellos me hicieron seguir adelante.
Una historia sobre la cual a menudo reflexiono, ocurrió durante mi estadía con las Lynx de Minnesota en 2011. Fue un juego diurno, luego de los lanzamientos de práctica fui invitada para una entrevista en una emisora de radio local, para hablar de mi arduo y largo camino de recuperación luego de romperme el tendón de Aquiles la temporada anterior. Esa lesión y su respectiva recuperación fueron unos de los momentos más difíciles que he vivido.
Cuando los medios me entrevistan, siempre quiero ser tan real como sea posible. Y no importa que tan difíciles sean las cosas, siempre encuentro la manera de ser positiva y optimista. Puede sonar cursi, pero pienso en el sol y su brillantez y trato de personificar esa calidez. Mi mamá estaba en la tribuna en ese juego, y de alguna manera las personas que la rodeaban en Target Center, descubrieron que yo era su hija. Le dijeron que me oyeron en la radio esa mañana, y dijeron que mi actitud de nunca rendirme ante la adversidad los motivó a asistir a su primer juego de la WNBA.
Desde entonces, ellos han sido ávidos seguidores del baloncesto femenino.
Por eso yo jugaba.
Estoy muy agradecida por todo lo que me dio el baloncesto. Pero siento que mi vida me llama más allá de la cancha. Nunca quise que el baloncesto me definiera.
Ese no era el caso de mi padre, Alan Wiggins.
Las similitudes entre mi papá y yo abarcan casi todas las facetas de mi vida, encuentro muy irónico que ambos fuimos atletas profesionales por siete años.
Es mi forma de rendirle honores.
Sin embargo hay un area donde diferimos totalmente.
Cuando mi papá fue despedido de los Orioles de Baltimore en 1987, pensó que su vida había terminado. Lo digo literalmente. Él no quería vivir. Ser atleta profesional era su identidad, cuando perdió esa parte de su vida, lo consumió la desesperanza.
La manera como me siento ahora es totalmente opuesta a lo que vivió él. Soy más feliz que siempre. Cuando pienso en el siguiente capítulo de mi vida, no puedo evitar sonreir de oreja a oreja.
Dicen que un atleta muere dos veces, la primera cuando se retira, y la otra al final de su vida.
Ese no es mi caso.
De hecho, siento que he nacido de nuevo. Emocionada. No tener el mismo sentimiento de desespero de mi padre cuando salió del beisbol es mi victoria más grande; doy este paso en mis propios términos. He notado, que a veces, las grandes cosas suceden después que te despides.
CANDICE WIGGINS
Colaboradora.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)