lunes, 18 de septiembre de 2017

Órbita Elíptica: MirceaCartarescu

Sharon Mesmer. Paris Review. 26 de febrero de 2014. En el verano de 2011, pasé todas las tardes revisando mediante el mapeo de Google, la vecindad de Chicago donde crecí. Bajé las persianas, subí el aire acondicionado, y tipeé las intersecciones que definen Back of theYards, nombrado así por su proximidad con el Union Stockyards, en la ventana de búsqueda. Estaba en la etapa inicial de un arranque nervioso, intentando obsesivamente revivir el pasado, el único lugar donde, yo creía, existía la continuidad. FiftyFirst y Loomis fue mi punto de partida: la intersección donde estaba ubicada la oficina del médico de la familia. Una hoja de prescripción en blanco, de 1965, que encontré en la caja de joyas de mi difunta madre me proporcionó la dirección de la oficina. Mi madre y yo habíamos tenido una relación contenciosa, pero ese verano imaginé que abría su tumba y ponía los brazos de su esqueleto sobre mis hombros, “Pensé que los huesos podían hacerlo”, para citar a Plath. Utilicé los objetos de la caja de joyas (listas de víveres, un polvo compacto “Moondrops” de Revlon, viejas tarjetas de pago de Sears, rosarios de cristal azul, una pintura labial Coty) para reconstruir su existencia, y encontrar esa prescripción fue como hallar la llave de una puerta cerrada por mucho tiempo. Ir al médico había sido una especie de rutina familiar, cada tres meses había que llevar a mi abuela para revisar su diabetes, no estaba segura si había soñado con aquellas excursiones a ese pequeño consultorio. Mi madre iba al piso de abajo para vestir a mi abuela: malla de cabello limpia, faja y pantys gruesas; broche de cuarzo, vestido presentable en lugar de las ropas manchadas de uso diario, zapatos negros ortopédicos en vez de las pantuflas de casa; y las prótesis dentales tomadas del vaso del lavamanos del baño. Luego ella corría hacia el piso de arriba para vestirnos a mi hermana y a mí, nos ponía perfume Chantilly en la parte posterior de las muñecas. El tío Stas nos llevaba allí, mi hermana y yo íbamos en el asiento trasero con nuestra abuela entre nosotras, nuestra madre iba adelante, discutiendo en polaco con Stas durante el viaje de cinco minutos (si, cinco minutos). Ahora, mientras miraba la oficina mediante Google Maps, vi que la puerta del frente y las ventanas estaban enmarcadas y noté una mancha brillante y transparente en el zaguán. Yo sabía que la mancha era el resultado del movimiento de la cámara al tomar la foto, pero sentía que la mancha era mi alma: el recuerdo intenso la había proyectado de vuelta allí, y había sido capturada entre los marcos de las ventanas de la sala de espera, detrás de las cuales mi hermana aún estaría sentada junto a mi madre, señalando los anuncios de los trajes de baño Catalina en la revista Look abierta en su regazo, al lado de mi abuela con sus piernas cruzadas en los tobillos, apretando su monedero, a su lado estaba mi tío aplastando su cigarrillo en un cenicero de metal. Me sentí ligeramente disgustada de mis recurrentes intentos. ¿No estaba perdiendo el tiempo y autoflagelándome por la mala relación que tuve con mi madre? ¿De que manera esta indulgencia con la nostalgia me beneficiaría como escritora? Con la experiencia de cuarenta años como poeta sabía como traducir las experiencias difíciles al lenguaje, pero ¿de que serviría esta? Parecía que la única manera de avanzar sería mediante la memoria, aunque nuca me había gustado ese género. (¿Otra historia de la abuela?). Aún así me sentí motivada a seguir el cúmulo de imágenes (en la oscuridad, parecía), y mi intuición, que aun funcionaba a pesar de la inmensa ansiedad, seguía impulsándome a prestar atención. Si Blinding la apoteosis del recuerdo de Mircea Cartarescu, hubiera estado disponible en inglés en aquel entonces (como lo está ahora, traducida recientemente por Sean Cotter), lo habría considerado como libro guía para ese viaje. El libro empieza con un mapeo de memoria estratificada de la infancia del autor en Bucarest pero se convierte en algo mucho más grande y complejo. Para los neófitos, Blinding es el primer volumen, subtitulado “The Left Wing” (“El Ala Izquierda”), de una trilogía de 1.352 páginas. Juntos, los tres libros forman la imagen de una mariposa: dos alas y el abdomen, el ala izquierda tiene la naturaleza femenina correspondiente a la madre, el ala derecha la masculina correspondiente al padre. En las secciones discursivas intercaladas entre el argumento que avanza hacia adelante (aunque a modo de sueño), el narrador, también llamado Mircea, soliloquiza con la idea que todos manejamos, de nuestra conformación corporal, la estampa indeleble de nuestro origen dual, existente “entre el pasado y el futuro como el cuerpo vermiforme de una mariposa, entre sus dos alas”; y él escribe, “un gesto de la infancia consume más tiempo y espacio que diez años de adultez”. Leer eso fue muy revelador. Mediante mi poesía y ficción, yo había descrito la casa de dos plantas de Racine Avenue que mi bisabuelo había construido después que había llegado desde Polonia en 1908 y donde mi abuela, mi madre, y yo habíamos crecido, aunque los momentos vividos ahí habían ocurrido hacía muchos años, aun estaban claros y presentes, eran mágicos. Yo tenía relumbrones de memorias, de mi papá abriendo un cobertor pesado con cierre ubicado a un costado de las escaleras de nuestro lado de la casa, y como los dos vimos en las aguas en movimiento a una mujer con su vestido de novia flotando. O husmeando en la cómoda de mi abuela en su habitación oscura para encontrar una caja pequeña que contenía un objeto muy extraño, me arriesgué a revelar mis actividades ilícitas para saber que era eso (ella me dijo que eso era una espina de la Corona de Espinas: “Yo estaba muy enferma, y un cura polaco me la dio”). O viendo como (¿soñé eso?) ella hacía aparecer el arco iris sobre un tazón de madera lleno de agua de lluvia recogida durante tres semanas bajo un trío de pinos en el jardín delantero. ¿Cómo podía darle forma a esas imágenes , y mantener sus extrañas resonancias? Mircea, el narrador, provee el modelo para mapear la geografía recordada/soñada de la niñez. Me había mudado a la cuadra de Stefan cel Mare cuando tenía cinco años, y la inmensidad de sus escaleras, pasillos y pisos me había dado, por años, un vasto y extraño terreno a explorar. Regresé allí muchas veces, en la realidad y en sueños, o mejor dicho, en un contínuo de realidad-alucinación-sueño, sin saber porque la visión de esa larga cuadra, con ocho escaleras, con la fachada de su ventana panorámica, con tiendas mágicas en la planta baja, mobiliario, electrodomésticos, reparación de televisores, siempre me llenaba de emoción. Nunca pude mirar esa parte de la calle con tranquilidad. Al leerla, se podría pensar que Blinding es una memoria. Tiene algunas características de ese género, pero su método para recordar es quimérico. Sus muchas historias entrelazadas, por ejemplo, son las memorias imaginadas de los personajes más allá de la del narrador, en particular la madre de Mircea, María. Ella es una figura artística en esta “ala” femenina de la trilogía: su historia narra, contiene, y lanza las historias de los otros personajes; ella es una presencia fantasmal y completamente palpable. Cuando vi a Cartarescu en un evento de la presentación de la traducción al inglés, mencionó que cada vez que carecía de información acerca de su madre, la imaginaba. En una de las primeras partes del libro, el narrador Mircea “imagina” a su madre, mediante su prótesis dental, en una calle de Bucarest: “Ah, Mamma”, susurré en el silencio. Observé la prótesis dental por pocos minutos en la penumbra de la luz, hasta que que el atardecer apareció tan escarlata como la sangre en las venas, y el artilugio dental empezó a brillar con una luz interior, como si un gas fluorescente hubiese inflamado la superficie de goma. Y entonces mi madre apareció como un fantasma junto a la prótesis”. Escenas como esa facilitan la creencia de que las palabras al trabajar al servicio de la imaginación pueden revivir a los muertos. Prefiero el título rumano de Blinding, Orbitor, porque contiene la palabra orb (órbita), la cual sugiere lo que hacemos tanto el narrador Mircea como yo: girar, en nuestras memorias, alrededor de un lugar del planeta (Mircea en Bucarest, yo en Back of the Yards), como en una órbita, un término usado por los cazadores de fantasmas para indicar lo que un espíritu podría ser visto haciendo. El título rumano también sugiere la manera como la mente gravita instintivamente hacia ciertos lugares, como un planeta alrededor del sol: Todo es extraño, porque todo es de hace mucho tiempo, y porque todo está en ese lugar donde no se puede contar los sueños de memoria, y porque esas grandes zonas del mundo no estaban, para ese momento, separadas entre sí. Y experimentar la extrañeza, sentir la emoción, estar petrificado ante una imagen fantástica, siempre significa la misma cosa: regresar, dar la vuelta, descender por la rapidez arcaica de la mente, mirar con ojos de larva humana, pensar algo que no es un pensamiento con un cerebro que no es aun cerebro, y que se funde en la rapidez de sentir placer, lo cual al crecer, es dejado atrás. Si la invención de la escritura cambió la manera de contar cuentos para siempre (haciendo innecesaria la memoria), entonces un trabajo escrito en el cual la poesía le da ritmo a la acción (para parafrasear a Rimbaud) puede devolver a los lectores, y escritores, a un lugar donde las funciones instructivas y restaurativas de la memoria pueden ser utilizadas. Para mí esa mancha brillante del zaguán podría haber sido mi alma buscando algo en el pasado, pero también podría haber sido yo tratando de forjar un tipo de escritura que empieza en la memoria pero se convierte en algo mucho más grande y sofisticado, algo ordinario y extraordinario, como la niñez. Recuerdo un día caliente y brillante del verano de 1969: el viento había cambiado de dirección y una brisa arrastraba un hedor desde los corrales hacia nuestra casa. Mi madre con rulos en su cabello cubiertos con una malla de polyester, bajó las escaleras del porche gritando a mi hermana y a mí para que le ayudáramos a recoger las sábanas del tendedero para colgarlas en el sótano (ella prefería que olieran a humedad del sótano antes que a carne muerta. Protestamos porque estábamos ocupadas jugando al “aterrizaje en la luna”; nuestro carrito rojo era el módulo de exploración lunar y el patio era la superficie de la luna. Pero noté que si nos parábamos entre las sábanas y mirábamos hacia arriba, mientras mamá las templaba del tendedero, el sol, que brillaba sobre nosotras, reflejaría secuelas de rayos coloreados. Y si cerrábamos los ojos apretándolos, veíamos imágenes en negativo de las sábanas y los árboles debajo de nuestros párpados. No hablamos de eso en el día, pero esa noche, en nuestras camas, hablamos infinitamente de nuestro descubrimiento: esas cosas ordinarias como sábanas y luz solar y ojos (y como descubrí después, prescripciones en blanco) pueden ser las llaves para llegar a lugares extraordinarios. Las colecciones de poesía más recientes de Sharon Mesmer son Annoying Diabetic Bitch (Combo Books) y The Virgin Formica (Hanging Loose Press). Una selección de sus poemas aparece en la segunda edición de Postmodern American Poetry: A Norton Anthology. Ella enseña escritura creativa en NYU y la New School. Traducción: Alfonso L. Tusa C.

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