jueves, 20 de septiembre de 2018
Adiós a la arepera El Tropezón y a Lee Hamilton Steak House.
Nunca estuve en Lee Hamilton Steak House, aunque puedo saborear la exquisitez de sus carnes mediante las referencias escritas y orales que escuché toda la vida. Las tradiciones son una especie de fantasía que se hace realidad a través de el entramado de la vida de una ciudad, de un pueblo de un país, son documentos troquelados a pincel y cincel, a emociones e inspiraciones, a memorias y mitos que recrean a diario la imagen que tenemos de un entorno, de sus mejores momentos, de sus esperanzas. Todo eso se resquebraja, se retrae, intentamos guardarlo entre los archivos más preciados de nuestros recuerdos más valiosos, porque sabemos que no los veremos nunca más o en mucho tiempo. Se trata de una realidad mil veces repetida por los regímenes totalitarios, arrasan con la propiedad privada, con la libre iniciativa, con las oportunidades, con las esperanzas de superación. En cambio si viví en primer plano la fantasía de compartir la animación de compartir ante el mostrador y degustar una arepa en El Tropezón.
Por eso al escuchar hace unos días en la radio que la arepera ubicada en Los Chaguaramos había cerrado, apreté con los recuerdos todos esos sueños vividos en tanto tiempo, toda la efervescencia de ver estudiantes, profesores, empleados y obreros de la UCV conversar de exámenes, proyectos, esperanzas, fracasos y recuperaciones, la esencia del alma de un país retratada entre las mesas de un lugar que delineaba algo impalpable pero muy presente, algo muy relacionado con los hilos que tejen el esqueleto de la concordia, la armonía, el entendimiento de un conglomerado humano. Sentí que habíamos perdido algo invalorable en medio de esta barbarie infinita, en medio de la indefensión más laberíntica, propia de los regímenes violadores de derechos humanos. Sabía que aquellas imágenes, aquellas memorias, aquellos pigmentos de felicidad serían difíciles de recuperar, por eso intenté recuperar mis remembranzas particulares.
Aquel atardecer sabatino casi le reclamé al tío Rubén porqué en vez de seguir hacia el estadio de la ciudad universitaria entrábamos en el bullicio de aquella arepera. Para un niño de diez años quien asistía a su primer juego de béisbol profesional aquello significaba una afrenta muy grande, significaba perder instantes para apreciar la estructura del estadio, para ver la práctica de bateo, para ver la pizarra mecánica del jardín central que tanto describían los narradores en las transmisiones radiofónicas. El olor de carne guisada, aliños de cebolla y ajo, efluvios de cilantro y yerbabuena me trajo recuerdos de otra arepera que visité mucho en mi infancia cumanesa. Cuando Rubén pidió una arepa de perico con reina pepeada, no pude resistir el parecido de sabores y texturas. “Tío, estás arepas son iguales que las del 19 de abril de Cumaná”. Rubén me quedó mirando sonreído y me dijo que me apurara porque el juego estaba por comenzar. Tuve que terminar de pasar el bocado con el papelón con limón y salimos casi corriendo. Volteé como siete veces mientras atravesábamos la calle, quería guardar bien la imagen de la arepera, quería volver a saborear esas arepas.
Muchos años después, quizás unos 25 años, mediados de los noventa. Bajé a Caracas con Pepe, un compañero de trabajo de Intevep. No me importó la velocidad con la cual Pepe asumía las curvas de la carretera Panamericana, la emoción de ir a presenciar un juego de beisbol entre Caracas y Magallanes era mayor que el miedo ante la cinética automotriz. Luego de estacionar el carro en un centro comercial de Los Chaguaramos, el reflujo de emociones beisboleras se mezcló con el rostro del tío Ruben y aquella tarde sabatina de noviembre de 1971. El mismo rebullicio, los mismos olores de hacía veinticinco años me templaron de la mano. Pepe me preguntó porque parecía un conejo encandilado en medio de la noche. “Siempre vengo aquí antes de entrar al estadio, esto forma parte de la gran experiencia de venir a ver un Caracas-Magallanes”. Quise hablar para responderle que estaba totalmente de acuerdo con él. Pero estaba atragantado con aquella arepa de perico y reina pepeada que ahora se había convertido en una de queso guayanés con unos pedazos de aguacate y tomate que le pedí al joven que atendía, el tipo me quedó mirando y luego sacó el aguacate de la bandeja de reina pepeada y el tomate de una ensaladera, Todo eso se podía hacer en El Tropezón.
Ahora solo queda el éter de las remembranzas, la imprecisión de las imágenes rebota en los archivos de la memoria de aquel país ajustado, adherido con sudor y lágrimas, a la obstinación de pensar que tenemos derecho a un mañana mejor. Otro cuadrito, otro dibujo, otro símbolo en nuestro lenguaje arqueológico de un mapa indeleble que flota entre el pecho y las costillas, éntrelas sonrisas y los escalofríos, entre la tristeza y las sonrisas. Escucho un silbido en medio de mis parietales, me siento en medio de la orquesta de Billo, al lado de los gestos del director y sobre la marcha intento cambiar la letra original pero luego la dejo: “…ya no quedan ni Roof Garden, ni el La Suiza…el frontón de jai alai no existe más…las muchachas ya no van por La Planicie…y a Los Chorros casi casi nadie va…”
Alfonso L. Tusa C. 20 de septiembre de 2018. ©
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