jueves, 13 de septiembre de 2018
Tardes Sabatinas.
A principios de la década de 1970, muy probablemente 1972, la invasión urbanística llegó hasta Cumanacoa. De pronto el solar de asfalto, escenario de nuestras cotidianas caimaneras de beisbol y futbol se convirtió en depósito de centenares de tubos de concreto, había empezado la instalación del sistema de cloacas y vimos con desolación como desaparecía el estadio de tantas diversiones y momentos inolvidables. Por otro lado el parque aledaño a la escuela José Luis Ramos también quedaba inhabilitado para cualquier tipo de juego al empezar los trabajos de albañilería para convertir el lugar en otro espacio público cargado de cemento por todos lados. El mismo año habíamos sufrido dos puñaladas certeras en la espalda y las costillas, ambas dolían mucho. La alternativa empezó a gestarse una mañana cuando notamos un pequeño hueco en la alambrada del paredón de la escuela que daba hacia la calle Bolívar. El hueco crecía con el paso de los días. Era una de nuestras curiosidades principales del recreo escolar.
Luego de muchos sábados jugando en medio de la calle, un mediodía alguien propuso jugar en la escuela. Nos quedamos mirando indecisos, con miedo a que nos descubrieran y la subdirectora de la escuela nos amonestara y enviara una nota a casa para conversar con nuestros padres. Seguimos caminando hacia la esquina del tercer patio de la escuela. El hueco en la alambrada había alcanzado las dimensiones a través de las cuales podía entrar cualquiera de nosotros. Alberi puso las manos entrelazadas y Santiago fue el primero que utilizó ese escalón para llegar al tope de la pared y traspasar la alambrada. Se mantuvo entre los arbustos para ayudar al próximo que saltó. El último fue Alberi, tomó impulso, saltó y se sostuvo en la mano que Santiago le extendió desde adentro. A pesar de haber jugado en ese patio en infinitos recreos de tercer y cuarto grados, parecíamos frente a un territorio desconocido, la atmósfera sabatina, la desolación y el silencio de la escuela transmitía una sensación de espacio extraterrestre.
En medio del patio se levantaban los dos tubos metálicos de la malla de voleibol. El cemento rústico relucía ante la intensidad solar, se podía distinguir todos los granos translucidos de la arena incrustada en el cemento. Pronto se escogieron los dos equipos. Alberi se decidió por Juan, Armando y Victor. Santiago llamó a Hermes, José y Alfonso. Se colocó un pedazo de hoja de examen con varias letras amontonadas y una nota roja de 07, como home. El tubo de la derecha era la primera base, el de la izquierda la segunda. Cada equipo tenía dos jugadores cerca de los tubos y los otros dos jugaban en la granza cubierta de hierbajo posterior al cemento rústico. La regla principal consistía en golpear la pelota de goma con la mano empuñada, nada de pendejadas de batear con la mano abierta, eso era de niñas, y se debía procurar batear contra el cemento o en línea hasta la altura del pecho. Quien bateaba por encima de ese nivel era out por regla. Queríamos evitar botar la pelota.
El ambiente de escalofríos propio de la emoción de empezar un juego de pelota, rezumaba en la expresión de los que cubrían el improvisado diamante beisbolero y perlaba en la frente de los que se agrupaban alrededor del pedazo de papel para batear.
Hermes se lanzó de cabeza para tomar un roletazo detrás del tubo de segunda base y metió un balín a las manos de José para sacar out a Armando en el salto. Dos innings después Juan dio varios saltos, como un saltamontes, sobre la granza y atrapó la pelota que crei iba a ser imparable justo antes de aterrizar, me fui zapateando hacia el pasillo.
Hacia las seis de la tarde habíamos efectuado cuatro juegos, cada equipo había ganado dos. En medio de la emoción de la competencia empezamos el juego decisivo. El atardecer precipitaba veloz. Las penumbras avanzaban inexorables desde el techo hacia la mitad del patio. Alberí conectó un linietazo bestial que se estrelló contra una de las puertas de los salones.
Un sonido de cascos de caballo y un roce metálico como de hojalata y el filo de una peinilla taladró la puerta. Nos quedamos petrificados, la palidez de nuestros rostros alumbraba la incipiente oscuridad.
Por más emocionante que estaba el juego nos acercamos hasta la puerta del salón y retrocedimos por instinto ante un ruido infernal que casi desprende la puerta. Parecía como si cien caballos hubiesen chocado contra la puerta. Alberi dio la vuelta al edificio. Lo seguimos hasta el ventanal del aula. No sabíamos si respirar o tragarnos la lengua. Algunos lamentaban no haberse ido a casa a las cinco que era la hora cuando habían acordado dejar de jugar. Solo se veían puntos verde fosforescente en medio del aula. Un rumor de llanto de niños entremezclado con gritos apagados de mujeres y el rugido de una voz inclemente nos hizo correr hacia la alambrada. Atravesamos el hueco en simultanea, corrimos cada quien directo a su casa.
El lunes siguiente ninguno se atrevía a pasar por el tercer patio de la escuela. Todo el recreo lo pasamos tratando de entender como habíamos hecho para pasar los ocho por un hueco tan pequeño. La piel se nos erizó cuando Alberi contó que su papá le había relatado la leyenda que había en el pueblo acerca del terreno donde estaba el tercer patio de la escuela.
En la época de la guerra de independencia, en ese lugar vivían unas familias humildes. Ellos sabían que venían unos jinetes asesinando a todo el que se les atravesara. Eran los días de la emigración a Oriente. Cuando esos desalmados llegaron a Cumanacoa no hubo tiempo de nada. Un vendaval de lanzas, peinillas y bayonetas se abalanzó sobre ellos. Muchisimas personas murieron degolladas, tasajeadas, lanceadas, entre ellas, las familias que vivían ahí en el tercer patio de la escuela. Los pocos que lograron salvar el pellejo, apenas si lograban pronunciar los nombres de los asesinos: Bo…Boves y Su…Suazola. Nos quedamos mirando a Alberi con miedo, nadie se atrevió a decir una palabra. Ese día no jugamos en el recreo. Ni los próximos tres sábados jugamos pelota en el tercer patio. El cuarto sábado llegamos a las dos de la tarde y nos fuimos a las cuatro. Y el siguiente una ráfaga de viento hizo temblar las puertas de los salones y nos fuimos sin haber terminado el primer juego.
Alfonso L. Tusa C. 3 de septiembre de 2018. ©
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