martes, 20 de agosto de 2019

¿…y qué fue de aquel país?

Aún resonaba en el entorno el murmullo del agua contra las piedras. El hombre de cabellos platinados hacía señas hacia el tronco de la ceiba que se erguía a un costado del río. “¡Apúrate chico, después tu abuela me llama la atención y no me gusta que me estén regañando a esta edad!” Siempre que íbamos a darnos un chapuzón parecía que éramos fugitivos, que teníamos el tiempo contado. Él decía que aún tenía que limpiar el aserrín y ordenar las puertas que había cepillado ese día, “…mañana debo entregarlas a primera hora…” Yo le insistía tanto que hacía más de una semana que no íbamos a bañarnos en Los Ipures, le recriminaba que era un esclavo de la carpintería, que el terminaba soltando el formón, y se secaba el sudor, mientras tomaba las llaves del Hillman, “Está bien pero solo va a ser un baño de media hora, la vamos a contar desde el momento en que lleguemos a Los Ipures”. Entonces yo le replicaba “No señor el tiempo se va a contar desde que entremos al río”. Luego de una mirada solemne, él estiraba los labios y asentía. Abuelo apenabas pasaba cinco o diez minutos en el agua y salía como eléctrico a vestirse, decía que estaba cerca el atardecer y después el frío le taladraba la piel. Entonces empezaba una discusión atropellada, él pretendía que nos largáramos. Yo le reclamaba que apenas habíamos llegado. Solo cuando el sol titubeaba mediante reflejos que teñían el cielo de carmesí, yo ensayaba varios saltos a través de siete piedras asomadas en la superficie. Mientras me ponía el pantalón de caqui detrás de la ceiba, abuelo encendía el motor y el Hillman resonaba como si fuese a explotar, cada aceleración me hacía llevar las manos a los oídos. “¡Ya…eso atormenta!” __________________________________________________________________________________ En medio de las curvas enrevesadas que corcoveaban junto al canal de riego, varios montículos de arbustos zigzagueaban la orilla de la carretera. Cada cien metros había un parapeto con pomalacas, jobitos o nísperos. Cuando vi el primer balde volteado con tres paqueticos de papel de cuaderno cosidos con hilo y aguja, le hice señas a abuelo para que se detuviese, solo que acababa de acelerar y fue imposible detenerse. Mi silencio prolongado le hizo darme dos palmaditas en el hombro. “Sé que te gustan mucho las semillas de merey”: Dos o tres kilómetros más adelante, avisté otro balde en medio de la penumbra del ocaso. Abuelo aminoró la marcha. “¿Tú que eres, gato o lince?” Pasamos como dos minutos llamando a los vendedores, miraba y remiraba los paqueticos. Abuelo me dijo en voz baja “Ni se te ocurre tocarlos”. Finalmente, cuando regresábamos resignados al carro, una voz cantarina restalló detrás de la casa de bahareque. Una señora de cabellos lisos y rostro bronceado sacó varias semillas de merey del bolsillo de su vestido y nos las ofreció. Abuelo aprobó la calidad, y le pagó por dos paqueticos a la señora, ella insistió en regalarme un paquetico, luego de varias negativas abuelo accedió, cuando regresaba contento al Hillman, él me templó por la mano derecha “¿Cómo se dice?” Me dirigí a la señora e incliné el rostro. “¿Muchas gracias”. La mirada de abuelo se mantuvo filosa hasta que arrancó el carro, “Siempre te he dicho que hay que ser agradecido y respetuoso, muy respetuoso”. ______________________________________________________ Saboreaba las semillas de merey mientras disfrutaba de la brisa fresca del atardecer que entraba por las ventanillas. A la salida de las curvas de Gamero, justo antes de Las Charas, vimos relumbrar el escarlata fosforescente de un triángulo de seguridad. Me quedé mirando a abuelo cuando detuvo el Hillman unos cincuenta metros delante de un Ford Falcon verde oliva. “¿Por qué siempre tiene que pararse cuando ve a alguien en problemas?” Abuelo sabía lo que yo pensaba, por eso me miraba con los ojos entrecerrados como diciendo: “¡Cállese, eso no es asunto suyo!” Se presentó y el semblante del hombre cambió por completo, como si le hubiese vuelto el alma al cuerpo. Después de revisar el motor, el radiador y el resto de las partes automotrices; abuelo me dijo que sacara los cables de auxilio debajo del asiento del piloto mientras el sacaba la batería del Hillman. Luego de varios intentos el Ford arrancó, pero al poco rato se volvió a apagar. Luego de repetir esa rutina varias veces abuelo le dijo que la batería estaba dañada. El tipo se llevó las manos a la cabeza. Abuelo regresó con un mecate amarillo y se metió debajo del Ford, ajustó varios nudos en el chasis y le dijo que lo iba a remolcar hasta Cumaná. El hombre casi se abrazó con abuelo, pero a él no le gustaba ese tipo de efusividades. Le preguntó en que parte de la ciudad vivía. Llegaron a Cumaná a eso de las seis y media de la tarde, las sombras empezaban a decretar la noche. Abuelo me miraba por el rabillo del ojo. “¿Ves porqué es importante regresar a la hora convenida o un poco antes?” Subimos al barrio San Francisco por la iglesia Santa Inés. Había unos muchachos jugando pelota de goma en la calle Sucre. Abuelo se sorprendió de que el Hillman pudiese avanzar en la subida del cementerio. Cuando llegamos a la casa del dueño del Ford, abuelo me dijo que llamara a los muchachos y los invitó a tomarse unos refrescos en la bodega de la esquina. “¿Cómo hicieron ustedes cuatro para resistir el peso de ese carro?” Alfonso L. Tusa C. 20 de agosto de 2019. ©

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