sábado, 3 de agosto de 2019
Cumanacuerismos: Bar Restaurant La Fuente.
Había que rodar unos ochocientos metros, o quizás un kilómetro, tal vez kilómetro y medio. En esa época me parecía una gran distancia, salir dela calle La Florida, el solar de asfalto frente al hospital, la calle Las Flores, las siete cuadras que recorría hasta el centro, era como un viaje espacial. Aunque aquello seguía siendo el valle de Cumanacoa, cuando trascendíamos los linderos de La Represa y avanzábamos en la carretera flanqueada por los cañaverales, me parecía un viaje a lo desconocido. Una curva antes de llegar había una estación de combustible, si mal no recuerdo era de gasóleo, había una publicidad muy llamativa, un poste blanco de algunos tres metros de altura, en el tope tenía un escudo rojo con números blancos, se leía Philips 66. Lo primero que me llamaba la atención de aquel viaje, era que papá empezaba a disminuir la velocidad del carro y los sonidos entraban por las ventanillas. El impacto del río sobre las piedras al costado derecho templaba mis ojos hacia la cinta brillante que saltaba junto a unas escaleras que subían a una especie de salón con techo de ramas de cocotero. Justo antes del rótulo que decía San Salvador había una entrada, donde papá dobló a la derecha y estacionó el carro entre dos pilotes de concreto.
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Era un ambiente expansivo, de imaginación híbrida entre el Baedeker 2000 de Andrés Eloy Blanco y las Trizas de Papel de José Antonio Ramos Sucre. Todo un caleidoscopio de sentimientos que empezaba al lanzar la mirada hacia el costado izquierdo. Las paredes tenían diseños en rombos y paralelas infinitas de caña brava y el techo mostraba un brillo apagado de láminas de cinc dispuestas en escalones espaciados de conexiones intercaladas hacia espacios atmosféricos que traían oxígeno, vahos de caña de azúcar y graznidos de gavilanes. Por lo general me le escapaba a papá y me escurría en el salón donde estaba la rockola, para mí era una versión ruidosa y obesa del robot de “Perdidos en el Espacio”, me acercaba con desconfianza, imaginaba que de pronto salían monstruos espaciales armados hasta los dientes. Las luces de la parte superior descubrían un mapa de cartulina blanca donde estaban dispuestas en duplas todas las canciones de su geología. Vi a un tipo de anteojos oscuros meter una moneda en una rendija lateral y empezó a sonar un bolero de Javier Solís “Si Dios me quita la vida…antes que a ti..” El tipo caminaba tan ladeado que casi se iba de bruces.
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Regresé con una locha y un medio, papá me advirtió que iba a estar pendiente del tipo de música que iba a poner. Pasé como cinco minutos escrutando todos los compartimientos del menú de la rockola, Yester me, yester you… de Stevie Wonder, El Retrato de Mamá de José Luis Rodríguez, Acompáñame de Enrique Guzmán, Noches de Blanco Satén de La Casa del Sol Naciente, Cuando un hombre ama a una mujer de Percy Sledge, Como yo te quiero de Cherry Navarro, Tú la vas a perder de Los Darts, Que me importa el mundo, de Rita Pavone, La Rubia y la Trigueña de Billo’s Caracas Boys, La Danza de la Chiva de Los Melódicos. Metí el medio en la ranura y presioné L45. Mis Costumbres. Tom Jones. Un brazo mecánico se movió y sacó un disco 45 rpm de una bandeja y lo colocó bajó la aguja. El tipo de los anteojos oscuros se levantó con cara de pocos amigos. Papá vino casi corriendo y me dijo: “¡Lo primero que te dije y vas a poner esa música alborotada!”. Me fui hasta el fondo de la estancia y desde allí tarareaba la canción en mi mente, cuando papá se fue, empecé a chasquear los dedos .
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Entre el salón de la rockola y el patio de mesas de cemento que se extendía bajo un techo vegetal de jabillos, bucares y apamates; había una entrada diagonal de algunos diez metros de longitud. Allí se extendía la línea de bowling más original e inolvidable que he visto. Sobre el cemento rústico, habían dispuesto una superficie de madera pulida. Al fondo se erigían diez pines algo más pequeños del tamaño normal. El bolo había que solicitarlo al dueño, era algo más pequeño y más liviano que los usados en el bowling convencional. Por lo general jugaban los adultos, aunque también dejaban jugar a los niños con la condición de que sus padres los vigilaran. Papá me dijo que todo ese aparataje lo había hecho el carpintero de Cumanacoa, uno que tenía su taller frente a la escuela Pedro Luis Cedeño. Cada vez que empezaba un juego con papá, me hacía prometer que cuando dijera que era suficiente no me iba a molestar y cada vez lo miraba con cara de pocos amigos cuando decía que había terminado el juego. No había espacio para tomar impulso, era casi como un juego con metras inmensas y tampoco había canales, el que lanzaba desviado perdía el turno siguiente.
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Lo más impresionante y emocionante de La Fuente residía en la atmósfera que se respiraba al llegar a la orilla del río, la brisa se engarzaba en los escalones que bajaban hasta el agua y la vista se perdía en el verdor de los cañaverales. El sonido del agua contra las piedras invitaba a recorrer cada uno de los recovecos de aquel curso de río brioso y salvaje, cada roca saltada planteaba una aventura, cada resbalón me retaba a subir más entre la chorrera, entre la potencia de la corriente. Podían pasar siete horas, el atardecer descorría las cortinas sobre cualquier tarde sabatina, y entonces lamentaba que era hora de partir, siempre regateaba dos minutos más para un último chapuzón, para una postrera zambullida en busca de algún guijarro redondeado que atesorar para recordar los detalles de esos momentos, pero solo sacaba piedras triangulares o deformes. De salida convencía a papá para que comprara una bolsita de maní salado, aun puedo saborear ese maní, las maniobras de papá para salir del estacionamiento y la paciencia para subir hasta la carretera, había que tener cuidado con los carros que venían de San Salvador, los que venían desde Cumanacoa se sentían en el puente.
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Alfonso L. Tusa C. 03 de agosto de 2019. ©
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