lunes, 29 de julio de 2019
Carlos Cruz Diez: Su cinética anclará siempre las emociones de los venezolanos en el aeropuerto.
Ayer mientras veía una película en televisión pasaron un micro del Maestro Diez, había fallecido luego de un largo periplo por los andariveles del arte, por la incandescencia de la cinética, por el vértigo de los colores en movimiento. En ese momento sentí, recordé que un país más que el territorio, las costumbres o los restos que pueden quedar de él a consecuencia del totalitarismo, son todos los seres humanos incansables, tenaces, perseverantes, estudiosos que siguen buscando respuestas, posibilidades de superación, aristas para trascender a mejores estadios de afecto verdadero, de progreso amplio, de instinto expresivo. Entonces la imagen profunda, alargada, vertiginosa de todas esas líneas de colores inesperados, acechantes de todo lo que llevamos por dentro cuando pisamos los parajes de ese aeropuerto, inundó mi vista y toda la mente se recargó de nostalgia, del dolor que lleva por dentro todo aquel cuando se aleja de su lar patrio, no por motivos de trabajo o placer, sino empujado por las garras de los malvados, por las fauces de la tiranía, por las zarpas del totalitarismo. Entré por un momento al taller artístico del maestro Cruz Diez y lo vi soltar los brazos hasta estirar todo el pecho para diseñar, orquestar, forjar el entramado, el laberinto sensorial de aquellos colores sublimados, evaporados, alborozados con trazos de una emoción contenida, de una voz escondida que aparece para decirnos que hay muchas aristas, muchas cotas, muchos recovecos en el laberinto y en muchas de ellas, hay elementos que nos pueden servir para iniciar un renacimiento. Lo vi trabajar con sus herramientas de ingeniero, de carpintero, de electricista, sobre muchas facultades que pocos recuerdan hay en el alma del venezolano y olía mucho a pundonor, a arepa pilada, a perinola, a papagayo de veradas tiernas pero resistentes, a Ramoncito en Cimarrona a ritmo de cuatro, a gurrufío de chapas ruidosas, a bienmesabe de coco y guanábana, a alfondoque y majarete.
Su mirada era profunda y sus pasos livianos, imperceptibles, casi flotantes sobre la realidad implacable, urgente, que reclama gestión y diligencia, empeño y obstinación, pundonor y entrega, todo a la vez, todo en ráfaga, sin descanso, con mucha prisa y poca pausa. Escuché su voz grave y fluida, llena de efusividad, cuajada de convicción; apretaba tornillos, ajustaba hilos, delineaba más las asíntotas de la realidad y la imaginación de grandes logros, de grandes metas. De pronto esas persianas inmensas del suelo del aeropuerto parecieron cerrase, y en un tris se abrieron y mostraron todo el remolino emocional que amenaza reventar todas las costillas hasta fundir el esternón de cada venezolano forzado a abandonar su tierra por motivos muy evidentes aunque la historia oficial se esmere en mostrar lo contrario. Entonces percibía la sonrisa natural, angulosa, inmaculada del maestro, la policromía burbujeaba en sus anteojos, la diligencia brotaba en su mirada, se veían caminos muy definidos en el laberinto, muy claros en la disposición a hurgar en las heridas, muy prestos a discutir con la nostalgia hasta convertirla en aquellos días de mañanas relucientes, de mediodías de pabellón y atardeceres de parrillas.
Percibía la sensación de solaz y escape de aquella obra a medio camino entre la pintura y la escultura a la entrada del Centro Plaza, ahora entiendo que mi mayor empeño por regresar a ese espacio residía y reside en las ansias por volver a dejar escapar la mirada en ese túnel de esperanza y libertad que despliega esa y todas las obras del Maestro Diez. Cada visita al Centro Plaza recarga mis sentidos, martilla mis ideas, me abofetea y me dice “Si es posible rozar la justicia y templarla hacia la realidad, hace falta mucho trabajo, mucha dedicación, pero de eso trata la vida, de que la suerte te encuentre trabajando”.
Entonces vuelvo a escuchar una de las últimas frases del Maestro en el micro: “Somos un país de afecto, de amigos, y eso hay que conservarlo a como dé lugar”.
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Alfonso L. Tusa C. 29 de julio de 2019. ©
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