jueves, 21 de abril de 2022
Cancionero cinético
El hombre de casi 60 años cerró los ojos y se detuvo un instante al traspasar la puerta de vidrio del terminal aéreo de Maiquetía, aquellos mosaicos de efectos intermitentes desplegados en peldaños infinitos hasta el fondo del pasillo, desplegaron un laberinto cinético que tal vez solo Carlos Cruz Diez pudo visualizar cuando diseñó la obra de arte. Ahora aquellas formas, aquellos colores marcaban una ruta muy distinta a la de viajes anteriores, no se trataba de una expedición de negocios, estudios o vacaciones. Ahí, apenas de pie miraba una película fantasmal que solo se ve al final de la vida, o como sospechaba ahora, cuando se abandona el lar nativo sin saber si alguna vez regresará. El dolor de alejarse de muchos seres queridos, de lugares entrañables, de atmósferas íntimas, hacía que Podalirio casi desfalleciera entre sudores fríos y respiraciones entrecortadas. Entendía que aquella era su manera de sobrevivir luego de más de cinco años sin trabajo ni alimentación estables.
Lo único que pudo rescatarlo del remolino emocional de alejarse de su hijo y de su madre fue un mosaico de momentos galvanizados por un trabajo musical de Ilan Chester, Tesoros Musicales de Venezuela. Cada una de aquellas canciones y las anécdotas de cómo se realizaron algunas de las grabaciones remitió a Podalirio a otro entramado de colores y cinética que estremecieron sus costillas. Los pintores y las paletas, y las plumas de poetas que van desgranando la lírica de “Cerro Ávila” templaron los pasos vacilantes de Podalirio hasta que reconoció todas las gradaciones de verde que fluyen en un atardecer caraqueño entre el Country Club y Petare. Sabía que cada uno de aquellos verdes encajaba con un estado de ánimo, con un juego infantil, con un romance juvenil. A ratos sentía que la agonía le estrangulaba el pecho, luego avanzaba entre los peldaños del pasillo como buscando conversar con Cruz Diez. La dinámica de Ilan le hizo volar sobre Caracas.
Nunca rehuyó las imágenes deprimentes que ha dejado el monstruo totalitario en su tierra, mientras casi se marea entre la cinética cromática, escuchó el chisporroteo de una canción que había escuchado por primera vez en el tocadiscos Garrard del comedor de su casa de Cumanacoa, su padre siempre lo retaba a que colocase una canción excepcional. Cuando parecía a punto de rendirse vio la cubierta del longplaying de Billo’s. “Y sigo pensando que ese viaje tuyo no era necesario…ahora que Caracas está celebrando cuatricentenario…Epa Isidoro…por las calles de los cielos, en tu coche roto y viejo la cuerdita nuestra te recordará”. En el CD Ilan grabó a dúo con José Luis Rodríguez y fue inevitable aquella atmósfera refrescante y fraternal de las fiestas de los 1960s. En el folleto, o en una entrevista, Ilan contó que cuando llamó a José Luis para grabar “Epa Isidoro”, se emocionó mucho y hasta pagó el alquiler del estudio de grabación.
La intensidad de las imágenes por momentos empujaba a Podalirio hacia las paredes como un boxeador buscando aire ante una andanada bestial de impactos. Entonces sintió un pinchazo incandescente en un costado. En el bar La Fuente de Cumanacoa, había una rockola que tenía todo tipo de música, hasta su repertorio de música venezolana era respetable. Una tarde, el dueño del bar vino corriendo al salón de la rockola cuando Podalirio marcó el A-61, Caracas. César Prato. “Te manda el Ande altivo conmigo, su corona de nieve, te manda el Orinoco el beso fresco de su espuma que llueve, te manda el ancho llano su corazón trenzado en cuatro cuerdas, de todos los rincones de mi tierra te traigo mil leyendas”. “¡Muchacho! ¿De donde sacaste esa canción? ¿La he buscado desde la última vez que cambiaron los discos de la rockola y hasta tuve un altercado con el tipo de los discos y le dije que no le iba a pagar! ¿Qué número es?”. “ Esa tarde casi nos emborrachamos porque el dueño del bar nos obsequió una caja de media jarra, tuvimos que pedirle el favor que nos guardara la mitad para el fin de semana”. Ahora casi se va de bruces sobre los peldaños cinéticos y no sabe si queda más lejos la rockola o el destino del avión que los sacará de Maiquetía.
La simetría de colores hace que Podalirio note el desgaste de las baldosas, hay algunas donde los colores casi desaparecen sobre el negro del fondo. La sensación de mareo, de punzada de juego visual impulsa a Podalirio por un pasadizo hasta una mañana escolar de 1968. Todavía no terminaba de adaptarse a su maestra de segundo grado, justo el día anterior había acusado dos reglazos en el antebrazo derecho por no haber realizado los deberes escolares de fin de semana. Ahora tenía pruebas propias de que aquella era la maestra más dura y estricta de toda la escuela, pero ni de casualidad se le ocurriría decírselo a su mamá, ya estaba bien con los pinchazos de la maestra. Hasta el patio llegaban las notas de una canción que sonaba en el equipo de sonido de la dirección: “Ansiedad, de tenerte en mis brazos…musitando, palabras de amor…”Podalirio se descuidó un momento para ver jugar a las muchachas. Solo vio venir una sombra inmensa y lo próximo que recuerda es a la maestra enfrentada con un manganzón de sexto grado: “¿Que ocurre con usted? ¿No ve que casi atropella a uno de mis alumnos? ¡Ahora mismo me va a acompañar a la dirección para reportarlo por desconsiderado!” En medio de la bajada de tensión sanguínea, Podalirio se sostuvo del muro de una escalera automática, como un púgil recibiendo conteo de protección en una esquina neutral. Ahora quizás entendía porque su mamá lo había anotado con aquella maestra.
Caminó varias veces los trescientos metros de aquel pasillo, ese maratón de simetría y gradaciones entrecortadas le hizo alunizar como aquella tarde al regresar de una sesión de química orgánica, siempre se reunía con sus compañeros de clase en el Jardín Sport de Cumaná. Aquella noche luego de seis o siete cervezas escucharon a unos tipos discutir que en la rockola había una canción de Alfredo Sadel que nunca habían escuchado. Los tipos planeaban sonar esa canción tan pronto como su amigo terminara de entonarse con una mezcla de cognac y brandy que trasegaban. Entre los amigos de Podalirio había alguien que cantaba en el coro del Tecnológico. La voz de Sadel se incrustó entre todos los árboles del lugar. Los tipos empezaron a provocar a su amigo, sabían que él podría cantar esa canción a dúo con Sadel, siempre alcanzaba los registros más altos con su voz cuando iban a cantar serenatas. Podalirio veía intrigado con sus amigos como los tipos marcaron la canción en la rockola y empezaron a cantar con su amigo. “Fue tan honda la herida que en mi vida dejaste…apegada a un pasado que jamás olvidaré...” En el momento de la escala vocal más alta el tipo carraspeó, sus amigos le dieron varias palmadas en la espalda, Podalirio trató de alcanzar los registros incandescentes de Sadel, pero apenas le salió un susurro, cuando los amigos del cantante ahogaban risitas burlonas, el tenor de la coral del Tecnológico se ubicó a escasas fracciones de octava de Sadel. Esa noche terminaron cantando serenatas versus todos los boleros que había en la rockola y cuando el otro recuperó la voz vimos un mano a mano más épico que uno de aquellos eventos pugilísticos que llamaban “la pelea del siglo”.
En algunos lugares del pasillo Podalirio notó que algunos mosaicos empezaban a fracturarse y algunos habían desaparecido. Recordó la acera desgastada de la avenida Perimetral cumanesa, las olas venían furiosas desde Araya y saltaban lejos de la playa. Una tarde Podalirio intentó despegar un fragmento de acera que las olas habían fracturado, su abuelo lo miró con magma en los ojos. “¿Cómo piensas regresar a disfrutar la brisa y ver el horizonte si no tienes donde caminar?” Esas imágenes traían otra de las canciones del disco compacto. “Por estas calles la compasión ya no aparece… y la confianza parece que se fue de viaje…” Estuvo a punto de caer cada vez que pisaba uno de aquellos mosaicos fracturados. En medio de la lírica quiso preguntarle a Yordano si de verdad pensaba que la armonía y la compasión eran solo vestigios difusos en la atmósfera venezolana. Con un pie en los peldaños de Cruz Diez y otro en la acera de la Perimetral, Podalirio atisbó aquel barco que había encallado frente a la avenida Perimetral. El “Cariaco” era un buque de carga con equipos para una procesadora de pescado, le había contado su abuelo cuando lo acompañaba en aquellos paseos matinales mientras regresaban con dos tobos de arenques luego de ayudar a limpiar los instrumentos y las instalaciones de la procesadora.
En medio de las inspiraciones más tóxicas de su agonía, Podalirio apuró el paso para levantar una hoja casi amarillenta, de aquellas que llamaban de “examen” en sus días escolares. Llamó con voz oxidada a la niña de cabellos rubios, y le extendió el papel. Las letras grandes y asimétricas indicaban fases iniciales de caligrafía. “¿Es tuyo?”. La niña casi lo templó de su mano y apenas asintió, solo agradeció luego del reclamo paterno. Los Tesoros Musicales volvieron a zarandear a Podalirio. “…aunque sea con borrones… escríbeme…escríbeme”. Cuando estudiaba tercer año de bachillerato convocaron un concurso de cartas románticas abierto para los estudiantes del liceo, desde primero hasta quinto año. Al principio Podalirio estaba inseguro, quería escribir la carta solo que la mujer de quien estaba enamorado era la profesora de Castellano. Sabía el tipo de revuelo que su carta podía causar si escribía el nombre de ella, así que la nombró “Minovia”. Los organizadores publicaron las tres cartas ganadoras en la cartelera principal. Además del jurado y varios amigos, la profesora de Castellano lo felicitó y le dijo que su carta pudo haber sido la ganadora. Podalirio pasó casi tres minutos sin hablar. Cuando le dijo que se inspiró en ella para escribir la carta, la profesora le tomó la mano y le dio un beso en la mejilla. El lunes siguiente tenían nueva profesora de Castellano.
Ahora temía seguir ascendiendo en aquel laberinto de luces y recuerdos, de pigmentos cinéticos y simetrías infinitas. La agonía se había multiplicado con cada paso, los espacios negros entre los trazos cromáticos de Cruz Diez parecían vestigios de épocas tan pretéritas como fantásticas. Otro sonido telúrico chirrió en el disco compacto: “Hice una vez el juramento de no amar…pero lo hice no sabiendo que tu amor…le hiciera tanto daño a mi corazón…que ese juramento… al fin se rompió…” Al descubrir que esa canción la escribió José Antonio López fue inevitable aquella frase: “Oh Cumaná quien te viera y por tus calles paseara y hasta San Francisco fuera, a misa de madrugada…”Esa imagen envió a Podalirio hasta una mañana decembrina cuando su abuelo lo mandó a comprar leche condensada: “Compra una lata de leche condensada con estos tres reales y con este medio compra dos huevos. Apúrate, tengo que preparar esa leche de burra antes de las once”. A veces regresaba triste porque no había leche condensada. El abuelo le levantaba la barbilla con la mano derecha. Sacaba una botella de ron blanco y otra de granadina. “Sol y sombra” llamaba a esa bebida, todo el que llegaba a la casa y tomaba ese elixir colorado salía caminando en eses. El abuelo le decía: “No se te ocurra tomar de esa botella”.
La voz de la locutora interna anunciaba el número de su vuelo, Podalirio sintió que los peldaños cinéticos casi se convirtieron en las vallas de una carrera de cien metros. Sentía un torrente húmedo en los ojos. Apenas si movía los pies. Entonces sonó en el fondo del cráneo otro de aquellos tesoros musicales: “Hoy todo me parece más bonito. Hoy canta más alegre el ruiseñor. ‘Toy contento, yo no sé que es lo que siento. Voy cantando como el río, como el viento. Como colibrí que canta su canto en la sabana”. Cicatrices en carne viva, respiraciones acéticas, sudores glaciales, Podalirio quería atravesar la cinta rodante con la bandejita donde colocó la cartera y sus pertenencias metálicas, sin voltear atrás, con un gran borrador en la mente. Solo que el desarraigo es un proceso tortuoso que multiplica las imágenes de una vida hasta templarte el cuello y hacerte mirar los contornos más fosforescentes de Cruz Diez sobre aquella noche espesa de baldosas desgastadas.
Alfonso L. Tusa C. 21 de abril de 2022. ©
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