martes, 7 de diciembre de 2021
Azeótropo terciario.
Desde aquella primera práctica de laboratorio de Química Orgánica había sentido mucha curiosidad tanto por etimología como por la semántica del término, que dos y hasta tres compuestos evaporasen a la misma temperatura me intrigaba y a la vez reconfirmaba mi idilio con la química. Más de cuarenta años después, mientras vivo en otro país a miles de kilómetros de distancia, con solo un álbum de nostalgias, páginas estrujadas, cicatrices delicadas; la intermitencia de los corrientazos quema los huesos con imágenes de un país que solo existe en esas aguas de atardeceres infinitos que arden en los ojos como chubascos repentinos que me hacen pedir permiso para ausentarme del trabajo y hasta de las tertulias de alguna celebración. Mal que bien he logrado rehacer mi existencia con una mujer de ascendencia hispana, estoy en contacto con mi hijo que vive en Seattle, aunque muchos de esos días largos veraniegos me sorprendo esperando el crepúsculo de las nueve de la tarde con la mirada vidriosa incrustada en el horizonte de Vancouver. Sigo escuchando voces de la infancia, zumbidos de gurrufíos, sabores de aquellos “templetes” de contribución en las calles de Cumanacoa.
Siempre he rehuido o tratado de evitar las reuniones de latinos, mi compañera ha insistido por mucho tiempo que deje los temores, que me libere de esas tonterías de la nostalgia, que deje de estar pensando que asistir a una de esas reuniones me va a afectar emocionalmente. Sigo encerrado en mi silencio cada vez que Brenda toca el tema, valoro mucho su paciencia y su delicadeza. Solo imaginar compartir con un grupo de latinos, aunque casi no haya venezolanos me lanza sobre el compartimiento cerrado del sótano, meto la mano derecha entre los periódicos amarillentos, deslizó los dedos sobre aquella caja de samán y aquel trapo tricolor de siete estrellas me tumba cual puñetazo al hígado. Las imágenes de aquello que fue un país refulgen casi en los linderos del cráneo que rozan el occipital, al tratar de explicarme como desapareció todo aquel panorama institucional, si con muchas aristas por resolver, pero nadie medianamente sobrio puede negar que aquellos 40 años fueron la etapa cuando Venezuela vivió cerca la democracia.
Todas las ocasiones cuando Brenda ha intentado disimular ir a la playa, el parque, o el estadio siempre detecto en el aire la intención de una reunión con puertorriqueños, mexicanos, argentinos, cubanos o dominicanos. No tengo nada en contra de ellos, disfruto mucho con sus acentos y palabras características, es un intercambio feroz, porque ellos siempre bromean cuando hablo de “mamar gallo”, “faramallero”, o “tres lochas”. Son momentos realmente divertidos, solo que en plena reunión o después de esta vienen las imágenes del país extraviado. Corro hasta que me duelen las pantorrillas y los muslos como cuando esperábamos los camiones cargados de caña de azúcar en una transversal de la calle La Florida de Cumanacoa y en una carrera fabulosa templábamos cuatro, cinco y hasta siete bastones gruesos de casi dos metros de longitud; de pronto siento un corrientazo en el pecho y me alejo hasta refugiarme en la cabina del Toyota-Camry.
Brenda pasa más de media hora silente, más que enojo es una ausencia forzada. La mayoría de las veces que ha tratado de indagar porque me encierro, me interno en esos pasadizos infinitos de ese estado de ánimo que ignora si es tristeza, depresión, ansiedad o nostalgia. Las pocas veces que he accedido descubrir un poco ese laberinto de punzadas y ardores oculares, llega un momento cuando me ahogo con la saliva y casi me trago la lengua, entonces le ruego que me deje solo, en medio de suspiros imperceptibles. Llegan imágenes, estampas, fogonazos de mañanas sabatinas de beisbol de caimaneras en solares o descampados, o tardes dominicales de parrilladas o hervidos de pollo en una orilla de aquellos ríos de aguas prístinas y cargadas de frescura. Ella trata de explicarme como ha logrado controlar su tristeza, como ha manejado las imágenes de lo que dejó atrás en su recuerdo. La veo con piedras en el fondo de las retinas, intento felicitarla por su logro. Pero termino mirándola con recelo.
En varias ocasiones he ido paseando por una de esas avenidas de Vancouver llenas de aire gélido y rostros cubiertos, y no sé si es mi imaginación o de verdad son unos venezolanos que hablan en voz alta. Volteó en todas direcciones y a pesar de seguir escuchando el murmullo no distingo a nadie de facciones mestizas venezolanas. Entonces sacudo el cráneo y me parece avanzar por aquel sendero de ripio anaranjado con cocoteros de ambos lados. Desde más de un kilómetro antes de llegar a la casa se percibía la esencia profunda del majarete, la volatilidad del coco conectado con la profundidad del papelón y provista de un inmenso volumen definido por la harina de maíz. Atropello las zancadas, aquel escándalo en las papilas me hace sentir en ese pedazo de país inexistente que resplandece en una memoria obstinada en blanco y negro, en dulce y amargo, en percusión y silencio. Esos son los fragmentos de historia, de geografía o cartografía que ebullen en mi mente.
Brenda me dice que no puede entender como todavía guardo todas esas imágenes con tal nitidez después de tanto tiempo. Ella también ha experimentado los ramalazos de la tragedia, aunque ha conseguido avanzar, si no ha logrado pasar la página completamente, al menos la ha levantado hasta verticalizarla. Mi respiración desaparece por momentos, miro a Brenda y no sé que decir. Cuando me toma la mano derecha entre las suyas siento una especie de abstracción. No sé si percibo ese sabor a bicarbonato en la parte posterior de la lengua propio del descenso de tensión sanguínea luego de un gran esfuerzo anaeróbico mientras se corre un maratón, avanzo por todas las calles de Vancouver y tengo que detenerme, escucho las notas musicales de “Adiós a Ocumare”, “La Bellas Noches de Maiquetía” o “Conticinio” que la subdirectora hacía sonar en el equipo de sonido de la escuela José Luis Ramos. Aquella efusividad solo era comparable a los domingos familiares en la playa.
A veces tengo que desviar mi camino en medio de la multitud de transeúntes, regreso al paso peatonal y me interno en el parque público. Me escondo detrás del sicomoro más grueso y allí trato de recuperar el aliento de enhebrar la alegría de aquellos recreos de música venezolana en medio de carreras y deslizamientos sobre cemento pulido, con la curiosidad de seguir a aquellos señores de ropas desgastadas o cargadas de sudor, que pasaban pegados a las paredes hasta llegar al comedor público, casi siempre iba allí para acompañar a José, la maestra siempre lo llevaba junto a otros niños, a desayunar en ese comedor. Me sentía integrado a todas esas personas, había una atmósfera de conexión, de un cariño propio de lo inexplicable, si, eran mis compañeros de clase, pero había otros estudiantes que no conocía y menos sabía de los señores de ropas raídas, sin embargo los estimaba y respetaba con una electricidad que erizaba los poros y traspasaba los huesos.
Durante los atardeceres largos del verano, cuando me extraño de que aquí en Vancouver sean las ocho de la tarde, cuando en Cumaná hace rato eran las ocho de la noche, busco a Brenda, trato de desahogarme. Me atraganto con las palabras, las muerdo, las saboreo, las mastico. A último minuto enmudezco y Brenda reclama con una mirada vidriosa, reclama mi falta de confianza. La entiendo pero no sé si ella pueda entender de gurrufíos recortados de tapas de latas de leche en polvo, de trompos modificados con clavos de una pulgada, de sándwiches de casabe y cambur. Pienso que se puede burlar de mí, acusarme de nostálgico compulsivo, de incapaz de pasar esa página. A veces me cuenta que se topó en el centro con una pareja de puertorriqueños que hablaban muy parecido a la gente de Cumaná, al principio pensaba que era una ocurrencia, pero cuando la escuché decir: “enantes”, “taparero”, “vergajo”; se me crisparon las manos y sentí un pinchazo en la parte izquierda del pecho.
Cada tres o cuatro meses termino por acceder a la insistencia de Brenda para que vayamos a una de esas tantas invitaciones de conocidos latinoamericanos para una parrillada sabatina. A veces, después de mucha insistencia de los cubanos y los colombianos, empezamos a hablar de beisbol, futbol y boxeo, de Kid Pambelé, Kid Gavilán, de Tony Oliva y Cesar Tovar. Siempre llega un punto de inflexión, una fibra delicada y de pronto me levanto y me internó en el patio, detrás de la estructura de ladrillo de la parrillera, me guarezco bajo las ramas de un mango. Siento una mezcla de sudores fríos, con lágrimas y algo de los vapores de carne de res y orégano, se trata de una corriente silenciosa que atenaza la yugular y casi me asfixia. Intentó buscar la intersección de la calle La Florida con Las Flores en Cumanacoa, o el comienzo de la calle Ayacucho de Cumaná justo en la entrada de la Librería San Pablo, pero solo encuentro las puertas cerradas de un país fantasmal que solo alcanzo en soledad.
Siempre termina pasando su mano derecha sobre mi hombro y hace que la mía se pose sobre el de ella, nunca habría imaginado que después de los sesenta años pudiera encontrar una mujer como Brenda, capaz de entender y auxiliar mis cicatrices más profundas. Dispuesta a internarse en las arenas movedizas de mis depresiones y cambios bruscos de humor; ella tiene una especie de radar, un telescopio, o quizás solo intuición para detectar en que momento efímero de tranquilidad de esos territorios salvajes puede acercarse con tal puntería que me hace mascullar un asomo de sonrisa, la conciencia del tiempo transcurrido desde mi más reciente momento de solaz, me hace apretar su antebrazo izquierdo hasta que ella frunce sus labios. Los sabores acres al fondo de la lengua, los pinchazos frecuentes al borde del esternón, las pulsaciones en el rabillo del ojo izquierdo, desaparecen por instantes, pero luego que ella se ausenta regresan como vendaval fantasmal.
Una tarde avanzada de Vancouver, luego de martillar y lijar dos banquetas que Brenda quería reparar, reflexioné un poco en el mesón del estudio, quería salir a respirar aire puro. Brenda estuvo de acuerdo, aunque me dijo que tenía algo pendiente que hacer, me costó mucho cerrar la puerta de la calle, ella era una especie de catalizador en mis reacciones de compensar dolores emocionales. El beso que me lanzó desde la cocina supo a vainilla y piñonato, si a aquellos dulces cumaneses que siguen existiendo en la memoria de quienes se niegan a olvidar su cultura. Le pregunté si aún tenía la dirección de aquel mercado latino que le habían facilitado unos amigos mexicanos, Brenda me miró entre muchas pestañeadas seguidas, casi le había lanzado el papelito en el pecho cuando me habló de eso, hasta allá llegaba mi aprensión por evitar el contacto con algo latino y más aún si era venezolano. Ella casi cerró los ojos con una expresión de “¿estás bien? ¿seguro que estás aquí? ¿seguro que no estás soñando despierto?”
A la tercera vez que respondí pausado, calmado, hasta relajado, Brenda respiró profundo, me tomó la mano derecha y me apretó los dedos cada uno más fuerte que el otro hasta que apreté los ojos. Veía todas las imágenes que me hacían escapar de los encuentros y las celebraciones con personas relacionadas con Latinoamérica, podía oler la esencia del maíz pilado triturado en el molino de manivela, amasado junto al chisporroteo de un haz de leña al costado de un río, las papilas ardían al contacto con la feria del tomate y la cebolla entre el carnaval de un suculento “perico”. Cuando siento la respiración de ella cerca de mis mejillas, apenas recupero los momentos valiosos al correr tomados de la mano en los parques públicos, compartir un brownie caliente con dos esferas de mantecado, jugar ping pong en una mesa improvisada en el patio trasero hasta las diez de la tarde y luego correr a preparar una limonada con hierbabuena, agua de coco y miel de abejas.
El miedo a compartir con personas latinoamericanas se disparó luego de animarme a ir a un juego de beisbol en el estadio municipal de Vancouver con Brenda, ella disimuló una mirada profunda y pronto la dibujó con sonrisas mientras frotaba las palmas de sus manos. Pocas veces había conseguido aquel equilibrio entre las incidencias del juego con el fluido emocional de las tribunas, el olor de grama recién cortada, los vahos de perros calientes cargados de cebolla y papitas, la esencia del lúpulo y la cebada; por lo general siempre me internaba en los detalles del juego y me abstraía. Toda esa escena estremeció en mis talones cuando una voz atravesó la tribuna con matices de Cumaná, con sabores de Cumanacoa. Una especie de punzada pectoral empezó a desgarrar mis sentidos. Traté de refugiarme en el juego pero las voces traían percusiones de los cánticos más autóctonos del estadio de la UCV, “leo…leo…leo…” rociado con la estridencia de una corneta.
Brenda me daba palmadas en la espalda, algo se me atragantó en el esófago cuando del otro lado de la tribuna emergió un contrapunto justo después del sonido del bate contra la pelota: “…no hay quien le gane…” no se si el sonido de la sirena lo imaginé pero la agitación de manos levantadas y una bandera tricolor de siete estrellas casi me tumba contra las gradas, tuve que simular a última hora que había volteado a tomar la hoja de anotación. El pitcher se detuvo unos instantes en sus movimientos, su mirada estaba fija sobre la bandera, el corredor de segunda base pasó un buen rato agachado sobre la almohadilla. Brenda me preguntó si quería regresar a casa, enarqué los ojos como un niño cuando se acaba el recreo escolar: “por nada del mundo abandonaría el estadio en medio de un duelo de pitcheo”. Más allá de la intensidad del juego la fibra que me sostuvo en esa tribuna fue aquella bandera flotando en el aire…las estrellas de mi bandera son siete, no ocho, quizás por que la octava fue impuesta, nunca consultada, quizás porque es una deuda imborrable por cuanto los méritos de la estrella de Guayana fueron pagados con el homicidio de su héroe, quizás porque ver burbujear esa bandera me hizo sudar todas las mañanas de juegos de aquella Venezuela.
Alfonso L. Tusa C. 7 de diciembre de 2021.
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