La presión de los deberes del laboratorio amenazaba atenazar la tranquilidad de los técnicos. Luego de las once y media empezaban a relajarse los rostros. Los teléfonos aserraban la dinámica de trabajo. “¡Qué pasó! ¿Qué toca hoy? ¿Repeticiones de 300 metros?” El bolso rebotaba en las espaldas y cada quién traspasaba la puerta verde. El esfuerzo físico empezaba en los pasillos, había urgencia de llegar a la pista.
La adrenalina flotaba sobre la arena. En los calentamientos ya afloraban los primeros intentos de competitividad. Algún forcejeo, una que otra cabalgata semidisparada revolvía el ambiente de tensión relajada en la posibilidad de demostrar que si se podía hacer un buen tiempo y aún seguir respirando sin dificultad. El sudor bajaba por los cabellos, los ojos ardían, los pies casi repelían la tierra.
El entrenador señalaba el lugar de partida y todos enfilaban sus latidos hacia la raya marcada a pulso de suelas de goma. Algunos daban los últimos arranques en frío pocos metros detrás de la raya, esa que una vez traspasada abría un horizonte que se modificaba con cada zancada, cada pulmón perforado de oxígeno, cada músculo estirado hasta que los zapatos brillaban a la altura de las rodillas, cada grito que liberaba el arsenal de metas alojado en la franela de cada quién. Así arrancaban. A un resoplido del entrenador, el pelotón de zapatos calcinaba la pista y el sol hervía en las piernas.
Las carreras de 100 y 200 metros ardían en esos momentos previos a la arrancada. Cada carrera paralizaba la respiración con todo el esfuerzo muscular descargado. En ese momento se veía volar por las ventanillas toda la porquería de estrés acumulado en el trabajo, o en la casa. Y al llegar a la meta se escuchaban gritos de artes marciales y algunos se lanzaban a la grama con una mirada de agradecimiento ceñida al cielo. Al poco rato todos estaban otra vez caminando o trotando hacia la punta de partida. Algunos alardeaban que en la próxima carrera mejorarían su tiempo y terminaban boqueando en la cola del pelotón, pero al aproximarse a la raya intentaban rematar con una perola de leche en la cara.
Quizás las jornadas más disfrutábadas llegaban adheridas de las carreras que trascendían los confines de la pista para dejar los pulmones en las subidas del cerro posterior al edificio del almacén, o cuando salíamos por el portón 2 rumbo al campamento Nora o más allá. Luego no sabíamos como nos rendía el tiempo para regresar, bañarnos, almorzar y regresar a los laboratorios. Otras veces íbamos al Nora vía interna y debíamos saltar quebradas y matorrales en un recorrido tan o más exigente que el externo. El tropel de las zancadas activaba la adrenalina. Nadie se quedaba rezagado, el orgullo flotaba sobre el miedo a llegar tarde y encontrar el comedor cerrado. De alguna manera todos nos sentíamos parte de una satisfacción que fluía con cada gota de sudor derramada sobre las aristas de un equipo que desplegaba sus alas a través del esfuerzo compartido, las respiraciones entrecortadas y las sonrisas apretadas cuando alguien apuraba el paso para tratar de adelantar y quién iba adelante sacaba fuerzas de flaqueza para resistir la embestida. De esta materia consistía el cemento que nos amalgamaba como grupo. Zancadas empalmadas con brazadas, una conversación de respiraciones que estallaba al regresar a la pista con cien mil kilos de estrés descargados de nuestros hombros y una tarde de sonrisas y relajación en el horizonte.
Alfonso L. Tusa C.
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