miércoles, 27 de noviembre de 2013
La invención de Camelot
La viuda de John Kennedy, Jackie, alentó la creación del mito sobre la presidencia de su marido en una entrevista en la revista Life. El viernes se cumplieron 50 años del asesinato del ex Presidente
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YOLANDA MONGE/ DALLAS EL PAÍS SERVICIO EXCLUSIVO DE EL NACIONAL
24 DE NOVIEMBRE 2013 - 12:24 AM
Life no publicó nada que pudiera herir la sensibilidad del lector o hacerle sentir incómodo (así han cambiado los tiempos) de la entrevista que Teddy White le hizo a la viuda de Kennedy días después del magnicidio. Por aquella época, la revista tenía una circulación semanal de 7 millones y la leían más de 30. Lo que escupió la imprenta, tras horas de esperar a que White concluyera su historia -cerca de las dos de la madrugada en la casa de los Kennedy en Hyannis Port (Massachusetts)- fue el nacimiento de Camelot tras la muerte de su rey.
"Oí esas pequeñas detonaciones. Vi cómo Connally (Gobernador de Texas) se agarraba los brazos... Jack se volteó y yo me volteé... Todo lo que recuerdo es un edifi cio grisáceo enfrente.
Entonces Jack se volteó ... Parecía desconcertado... Entonces se desplomó hacia atrás... Pude ver cómo se le caía un pedazo de cráneo", explicó a White con gran compostura la viuda del 35º presidente de la nación, aunque nunca se publicó. Los lectores sí supieron, en cambio, que ella se despidió de él con un beso y colocándole su alianza de casada en el dedo meñique.
El coraje, la entereza y la dignidad que aquella mujer de 34 años de edad mostró en los momentos posteriores al asesinato de su esposo y los días venideros impresionaron al mundo.
Jacqueline Kennedy se negó a abandonar la sala del hospital Parkland donde médicos residentes se dejaron el aliento en intentar reavivar a un hombre que llegó con el certifi cado de muerte grabado en su sien derecha. El médico personal de Kennedy tuvo que recordar a quienes demandaban a la primera dama que abandonara aquella suerte de quirófano que estaba en su derecho. La discusión se zanjó cuando la señora Kennedy dijo: "Es mi marido; es su sangre, todo su cerebro está esparcido sobre mí". Poco antes había entregado a la enfermera jefe "masa cerebral y un trozo de cráneo" que guardaba celosa en su mano derecha protegida por un guante que ya no era blanco sino sanguinolento. Nada de esto se publicó en Life.
Rosa y pastel. La nostalgia ha dulcificado la década de los cincuenta y el principio de los sesenta; ha pintado un mural a base de acuarelas tan tono pastel como el vestido rosa imitación Chanel que lucía Jacqueline Kennedy el día del magnicidio que ha elevado aquellos años -falsamente- a la inmensa categoría de la prosperidad y la inocencia. La memoria que todo lo suaviza hace olvidar una época de segregación racial, de amenaza nuclear fruto de la Guerra Fría y la política de bloques, de cazas de brujas y McCarthysmo.
Jacqueline Kennedy eligió a White porque confi aba en que hiciera un retrato de su esposo y su legado alejado del "frío y clínico" resumen que habían hecho de él Arthur Krock y Merriman Smith (respetados periodistas del diario The New York Times y UPI, respectivamente).
"Hay algo que le quiero contar", le dijo la ya exprimera dama -que descubrió que era tal cuando ordenó al servicio secreto que enviara un carro a buscar a Nueva York al redactor debido a que el aeropuerto estaba cerrado por tormenta y le dijeron que ya no estaban a su servicio- al periodista. "No dejo de pensar en una estrofa de ese musical, se ha convertido en una obsesión para mí", le confesó Kennedy a White.
Entonces, la mujer que ha sido referencia de la elegancia por más de medio siglo y que no se lavó la sangre de su rostro hasta estar a bordo del Air Force One y que Johnson jurase el cargo, relató al periodista de Life que cada noche, antes de irse a dormir, a su esposo le gustaba escuchar discos y que su canción favorita era el fi nal del famoso musical de Broadway Camelot, que concluía así: "No olvidemos / Que una vez existió un lugar / Que durante un breve pero brillante momento fue conocido como Camelot".
"Nunca volverá a haber otro Camelot", prosiguió ensimismada la viuda de Kennedy. "Habrá otros grandes presidentes, pero jamás volverá a haber otro Camelot", insistió en referencia a ese universo de fi cción creado por el autor británico T. H. White (nada que ver con el reportero de Life), en el que la gente soñaba con una Mesa Redonda como el mundo, sin esquinas, sin fronteras entre las naciones, que se sentarían alrededor de ella para festejar juntas.
Pies blancos. Cuando White dictó su crónica, los editores en la sede de Life en Nueva York hicieron ciertos ajustes.
Dejaron fuera el párrafo en el que el periodista describía cómo la señora Kennedy había besado los pies de su marido, "más blancos que la sábana" del hospital que cubría su cuerpo ya cadáver. También recortaron su principio, uno que se alargaba en demasía en una mañana lluviosa.
A continuación, el editor -David Maness- hizo notar a White que la referencia a Camelot era demasiado larga. Según el relato del propio White, en aquel momento entró Jackie en la sala desde la que el periodista hablaba por teléfono y debió intuir de lo que conversaban ambos hombres porque negó con su cabeza. Jacqueline Kennedy quería que la historia se abriese con Camelot. White lo hizo notar educada y sutilmente a su interlocutor en Nueva York, lo que hizo que Maness sospechara de la presencia de la viuda. "¿Está ella ahí?", inquirió.
La rotativa esperaba. El coste de aguantar las máquinas era muy elevado, 30.000 dólares a la hora. Life capituló y dejó las referencias a Camelot en la pieza. La revista entregó a millones y millones de americanos la definición romántica de una era. Acababa de nacer un mito, una leyenda, aquella que equiparaba al rey Arturo y su reina Ginebra con los plebeyos Jack y Jackie. Camelot se acababa de convertir en la moneda de cambio cultural que usarían las generaciones venideras como la idealización de un tiempo en que todo fue mejor. Qué importaba si no era cierto. "Fue una lectura equivocada de la historia", reconocería tiempo después el propio White. Y sin embargo, 50 años después, el mito sigue vivo.
viernes, 22 de noviembre de 2013
La esencia de ser humano
Siempre escuchaste a tu padre decir errar es parte determinante del ser humano. Puede ocasionar malestar en determinado momento. Sin embargo es la escuela capaz de enseñarte grandes horizontes, si te detienes a reconocer y reflexionar. Eso te martilló las sienes aquella mañana cuando tu jefe te llamó a su oficina. Te recriminó que habías escrito una carta incoherente. “¿Cómo es posible que un fiscal de tránsito de su formación y experiencia no sepa estructurar la descripción de una colisión?” Bajaste la cabeza y reconociste el error. Habías montado la carta sobre una anterior. Modificaste el primer párrafo y el segundo quedó tal como estaba en la carta anterior. Querías meterte debajo de la mesa ante aquel vendaval. Las gotas precipitaban con tal fuerza que terminaste por callar. Aquello parecía un remolino interminable.
Y pensar que siempre has querido ser escritor. Te la pasas leyendo y releyendo distintas técnicas, ángulos, inspiraciones que encajen, coordinen tus ideas de la mejor manera que integren la gramática con la poesía y los laberintos de la prosa. Cada vez que escribes algo lo desnudas infinitas veces hasta recortar cualquier palabra fuera de lugar o alguna coma o adjetivo que pueda reflejar algún signo de incoherencia a tus ideas. Luego de borrar párrafos o palabras durante minutos u horas el clic aparece. Esta vez te apremió la inmediatez y se te escaparon todas las liebres de las revisiones y obviaste un párrafo completamente ajeno al anterior. Querías regresar al momento cuando guardaste el archivo, para llamarte la atención y templarte la mano ¡Epa señor escritor! ¿Qué está haciendo? ¿Qué es lo tanto que le gusta y disfruta escribiendo?
Llegaron imágenes de una tarde de octubre de 1973. El manager Dick Williams entró al club house y dio dos palmadas en los hombros del segunda base Mike Andrews. Había cometido dos errores que le costaron el juego a su equipo. “Tranquilo, los errores físicos son parte del juego. Vas a salir adelante”. Andrews seguía con sus ojos en el piso y Williams se sentó a conversar con él. El jefe superior quería despedir a Andrews y Williams se opuso. “Todos podemos cometer errores, es parte de la naturaleza humana”. El cantante Bobby Hebb se repuso de los asesinatos del Presidente John Kennedy y de su hermano mayor en días seguidos. Se sentó a escribir a pesar del dolor y consiguió una de las canciones más positivas que jamás se hayan compuesto. “Sunny”. Siempre habrá un día soleado después de la tormenta.
Quisiste responderle a tu jefe en su mismo tono, desquitarte de sus improperios. Te temblaba el pulso en las sienes. Respiraste profundo. Viste tus zapatos e imaginaste pisadas propias, distintas, respetuosas. Recordaste una tarde lluviosa cuando tu padre bajo el tropel del granizo sobre el techo del Century Plymouth negro te dijo que si alguien no te saludaba, tú debías saludarlo. En ese entonces te pareció una necedad. Han pasado varios lustros, ahora ves el horizonte de otro color y sabes que si quieres ver cambios, debes marcar pisadas propias. Sabías que tu intención original reflejaba disposición a resolver una dificultad. Que tu falta era más de forma. Y además la habías reconocido. Entonces recordaste todas las cartas que habías escrito refiriendo situaciones anómalas. Ninguna contestada, ninguna revisada, ninguna leída.
Habías encontrado la estrategia para que atendieran tus reportes. Los errores marcaban otros espacios, el ansia de burla rasgaba las puertas de la instantaneidad para convocar reuniones en la superficie de las dificultades. Quisiste buscar intersticios donde retomar la esencia del reporte. La voz retorcía todos los lugares del respeto. Querías dominar todos los corceles de la rabia. Tanto tiempo remitiendo infracciones, y ahora si había tiempo para recriminar solo la de tu equivocación. Quizás eso serviría para que el jefe reflexionara sobre sus errores. Escribiste de nuevo el reporte con la corrección y lo releíste varias veces. Te lo enviaste. Lo recibiste. Te dispusiste a resolver la dificultad. Te diste un manotazo en el hombro. “¡Tranquilo, eso le puede pasar a cualquier ser humano!”
Alfonso L. Tusa C.
lunes, 11 de noviembre de 2013
Bill Russell asumió el papel de consejero
The Republican. 11-11-2013. Marty Martínez y David Shapiro
Este otoño ha mostrado más evidencias de porque Boston es una ciudad deportiva, no solo por el éxito de sus equipos en el campo, sino por el papel que sus atletas juegan en el fortalecimiento de la comunidad.
El 01 de noviembre, la ciudad de Boston rindió tributo a una leyenda deportiva que personifica ese espíritu dentro y fuera del terreno de juego. Bill Russell fue un compañero sin igual y un atleta que lideró a los Celtics de Boston y a la ciudad para alcanzar 11 pancartas de campeonatos.
Al develar una estatua en honor a Russell, se celebra grandes logros en el tabloncillo, desde liderar la NBA en minutos jugados (40726) y rebotes (21721), a recibir cinco premios de jugador más valioso, inducción al Salón de la Fama del Baloncesto Naismith Memorial, una medalla de oro como capitán del equipo de Estados Unidos y dos campeonatos colegiales en la Universidad de San Francisco.
Pero también celebramos su compromiso con los derechos civiles y con la disposición a ser consejero de la juventud del país.
La increíble habilidad atlética y la destreza de liderazgo de Russell, le proporcionaron una plataforma para darle voz al tema de los derechos humanos, para abogar por la igualdad, llegó a marchar con el Dr. Martin Luther King Jr., y para crear un legado que le asegurará a los jovenes de la ciudad y el país tener las oportunidades por las que él luchó.
Fueron esos logros que llevaron a Russell a recibir la Medalla Presidencial de la Libertad, el honor civil más alto del país, de parte del Presidente Obama, quién dijo, "Espero que un día, en las calles de Boston, los niños vean en la estatua no solo al Bill Russell basketbolista, sino tambien a Bill Russell el hombre".
Allí fue que el proyecto del legado de Bill Russell fue conceptualizado. Fiel a sus décadas de activismo social, Russell era resistente a la idea de una estatua y sólo se persuadió cuando el proyecto trascendió a algo más, a un legado viviente.
Con el apoyo y liderazgo del alcalde Thomas Menino, los Celtics de Boston, la familia de Russell y apoyo filantrópico, el proyecto se hizo realidad como catalizador de cambio social.
La esencia de este legado viviente es el programa Bill Russell Mentoring Grant. El programa, administrado por el Massachusetts Mentoring Partnership, ha distribuído $ 100.000 para desarrollar programas que relacionan adultos dispuestos con jovenes mediante actividades de aportar consejos y enseñanzas. Russell también jugó un papel catalítico en la creación del Red Sox Mentoring Challenge, con el cual Massachusetts Mentoring ha reclutado miles de consejeros para los jovenes.
Russell ha promovido el apoyo a la juventud para asegurar que los jóvenes tengan un adulto quién se preocupe por ellos, les de ofertas de guía, apoyo y ánimo para cultivar el desarrollo sano y positivo. Los consejeros les proveen con la confianza, recursos y continuidad de una relación constructiva para ayudar a desarrollar el potencial de los jóvenes.
Como Russell ha dicho con intensidad, "No hay nada como los niños de los otros". Esta oración proviene de su reflexión de los momentos y las personas que ayudan a uno a mejorar mucho antes que los alcance la luz pública.
El corazón de este proyecto reside en las raíces de Russell como fundador de MENTOR: The National Mentoring Partnership, donde ha sido voluntario aportando su tiempo y talento por más de 20 años.
De hecho, en 1999, cuando la camiseta de Russell fue re-retirada en el nuevo Boston Garden, él se aseguró de que el acto fuese también apropiado para recaudar fondos para la organización. La razón es simple: él cree en el potencial de la juventud del país y en el poder de las tutorías para desarrollar ese potencial.
Cuando era niño, luego de quedar fuera en la selección de su equipo, fue el entrenador quién pagó los $2 del costo de la membrecía que Russell necesitaba para ingresar al Boys & Girls Club y así poder practicar más. Russell terminó en el equipo principal y le da crédito a la confianza que el entrenador tuvo en él para que se diera cuenta que tenía el potencial para triunfar. Ese equipo, por cierto, llegó a ganar tres campeonatos estadales con Russell.
Imaginen que hubiese sido de los Celtics si no hubiese existido aquel consejero en la vida del niño Bill Russell.
Una estatua resistirá la prueba del tiempo al capturar a Bill Russell como el campeón, compañero y hombre de deportes, también servirá como un legado viviente de su activismo y como un recuerdo del poder de usar la plataforma propia para abogar por la igualdad, la tutoría y las oportunidades para todos, especialmente de la juventud.
Marty Martínez es presidente y CEO de Massachusetts Mentoring Partnership; David Shapiro es presidente y CEO de MENTOR: The National Mentoring Partnership-
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
viernes, 8 de noviembre de 2013
La Vía Láctea
Te vi correr con sudor en los ojos, las manos descorrían camisas ajenas en la muchedumbre. Todos los saludos resultaron inútiles. El flujo de urgencia rayaba cada uno de tus pasos. Todos los movimientos pausados y amigables trastocaron en empujones y manotazos. Trataste de pasar agachado y recibiste varios empellones. Quería tener una máquina del tiempo para retroceder cada segundo de jadeos, cada minuto de improperios, cada hora de dientes apretados y verlos desde el pasado, desmenuzarlos desde épocas de calma. Apenas había intersticios para distinguir el motivo de aquel zaperoco. Un polvo cósmico con tonalidades blancas que se manchaba de gris, te hizo exclamar que esperabas que al menos bajara un poco de la leche que había regada en el espacio sideral por los caminos de Neptuno y Plutón. Había más probabilidades de que el albino líquido llegara a tus manos por esa vía.
Caminabas con el recuerdo de tu hijo jugando pelota, corriendo tras un papagayo, sonriendo luego de una travesura, quedándose callado luego de un regaño. Respirabas profundo, con ganas de internarte en los recovecos más tortuosos del laberinto hasta divisar olores de estiércol en medio de un erial donde las vacas son más sagradas que en la India pero por escasez de libre empresa, de tener derecho a invertir para ganar y seguir invirtiendo en la producción nacional. Relumbrones de imágenes tomadas desde el Apolo 11 te muestran cuan microscópico son los seres humanos y cuan desmesurada puede llegar a ser su ansia desmesurada de poder para manipular, para reescribir el curso de las estrellas aunque este permanezca inmaculado, para esconder errores. Quieres seguir admirándolas, pero los empujones por alcanzar una brizna de leche te rompen la camisa, arden las lágrimas, gimen las suelas de los zapatos y truenan los dedos empuñados en las palmas.
Ni siquiera en los lugares más despejados, donde la población es relativamente menor, esa sustancia dispersa en el desespero de muchísimas personas muestra rastros de visión con la cual soñar. En menos de media hora llegaste para lanzar la mirada hacia escalas infinitas donde solo con un sofisticado telescopio podría observarse las tonalidades del polvo cósmico que salta en tus oídos con cada pregunta de tus hijos. Un cuento fugaz que se diluye en un remolino de voces que solo aporta trapos colorados para disimular una sangría que se siente mas intensa en medio de las despiadadas colas en que te metes con un sabor de incertidumbre que llega hasta la faringe, porque ignoras si habrá algún resto de ese polvo cósmico de vacas cuando llegues al mostrador del juicio final de cada día para entender que la peor muerte es la que tratan de disfrazar con emplastos de efluvios espaciales.
Una de estas tardes se te dislocaron los ojos, creías estar mirando un tesoro mayor que el del pirata barba roja, solo que olía a hemoglobina y sonaba a sudores secos en la piel de esperar por horas en una cola que una voz de ultratumba pretende disimular con suspiros de una patria solo existente para quienes esgrimen el poder y temen perderlo a expensas de una voluntad varias veces ignorada y sin embargo obstinada en seguir intentando, la peor diligencia es la que se deja de hacer. Quién llevaba dos bolsas de aluminio entre las manos habló de “pedir el favor” a alguien quien sabía las coordenadas de la galaxia donde manaba el fluido cósmico. El flujo era tan grande que sació a los exploradores. El tipo abrió los ojos y miró hacia la atmósfera. Te dijo que en vez de acordar con los comandantes de otra comunidad ansiosa del polvo cósmico, quienes coordinaban dicha operación decidieron repartir el excedente del polvo cósmico entre la misma tripulación. ¿Sensibilidad social? ¿Respeto por los semejantes? ¿Trabajo comunitario? Buscaste entre las hojas de la grama, eran tan o más escasos que el polvo cósmico.
Esa misma tarde el corazón casi taladra tu caja torácica. Varias bolsas plásticas empuñadas con bolsas de polvo cósmico en su interior, abrieron las escotillas de tu esperanza y empezaste a caminar a ritmo de carrera. Te dijiste que tal vez si emulabas uno de los remates olímpicos de Emil Zatopek podrías llegar al rozar algo de polvo cósmico para tu hijo de seis años. La risa de tu niño rasgaba todas las aristas de tu corazón, te diste tres palmadas en el pecho, respiraste hasta el espinazo y las puntas de tus zapatos pronto simularon aspas de molinos en tiempos de huracanes. Llegaste a la esquina donde llegaban los ecos del polvo cósmico y algo metálico, que no era una bolsa de aluminio, atravesó tu pecho. Caminabas entre zancadas y frenazos. A la distancia notaste cuando varios exploradores encaraban a los guardianes del manantial con un rictus sulfúrico en las mejillas. Te acercaste justo lo suficiente para escuchar. “Se terminó el polvo cósmico”. Una nueva carrera creció en tus pies en busca de otro tesoro, de otras coordenadas secretas donde apareciera quizás por providencia, quizás por trapo rojo, quizás por equivocación, un nuevo yacimiento de polvo cósmico.
Alfonso L. Tusa C.
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