viernes, 8 de noviembre de 2013

La Vía Láctea

Te vi correr con sudor en los ojos, las manos descorrían camisas ajenas en la muchedumbre. Todos los saludos resultaron inútiles. El flujo de urgencia rayaba cada uno de tus pasos. Todos los movimientos pausados y amigables trastocaron en empujones y manotazos. Trataste de pasar agachado y recibiste varios empellones. Quería tener una máquina del tiempo para retroceder cada segundo de jadeos, cada minuto de improperios, cada hora de dientes apretados y verlos desde el pasado, desmenuzarlos desde épocas de calma. Apenas había intersticios para distinguir el motivo de aquel zaperoco. Un polvo cósmico con tonalidades blancas que se manchaba de gris, te hizo exclamar que esperabas que al menos bajara un poco de la leche que había regada en el espacio sideral por los caminos de Neptuno y Plutón. Había más probabilidades de que el albino líquido llegara a tus manos por esa vía. Caminabas con el recuerdo de tu hijo jugando pelota, corriendo tras un papagayo, sonriendo luego de una travesura, quedándose callado luego de un regaño. Respirabas profundo, con ganas de internarte en los recovecos más tortuosos del laberinto hasta divisar olores de estiércol en medio de un erial donde las vacas son más sagradas que en la India pero por escasez de libre empresa, de tener derecho a invertir para ganar y seguir invirtiendo en la producción nacional. Relumbrones de imágenes tomadas desde el Apolo 11 te muestran cuan microscópico son los seres humanos y cuan desmesurada puede llegar a ser su ansia desmesurada de poder para manipular, para reescribir el curso de las estrellas aunque este permanezca inmaculado, para esconder errores. Quieres seguir admirándolas, pero los empujones por alcanzar una brizna de leche te rompen la camisa, arden las lágrimas, gimen las suelas de los zapatos y truenan los dedos empuñados en las palmas. Ni siquiera en los lugares más despejados, donde la población es relativamente menor, esa sustancia dispersa en el desespero de muchísimas personas muestra rastros de visión con la cual soñar. En menos de media hora llegaste para lanzar la mirada hacia escalas infinitas donde solo con un sofisticado telescopio podría observarse las tonalidades del polvo cósmico que salta en tus oídos con cada pregunta de tus hijos. Un cuento fugaz que se diluye en un remolino de voces que solo aporta trapos colorados para disimular una sangría que se siente mas intensa en medio de las despiadadas colas en que te metes con un sabor de incertidumbre que llega hasta la faringe, porque ignoras si habrá algún resto de ese polvo cósmico de vacas cuando llegues al mostrador del juicio final de cada día para entender que la peor muerte es la que tratan de disfrazar con emplastos de efluvios espaciales. Una de estas tardes se te dislocaron los ojos, creías estar mirando un tesoro mayor que el del pirata barba roja, solo que olía a hemoglobina y sonaba a sudores secos en la piel de esperar por horas en una cola que una voz de ultratumba pretende disimular con suspiros de una patria solo existente para quienes esgrimen el poder y temen perderlo a expensas de una voluntad varias veces ignorada y sin embargo obstinada en seguir intentando, la peor diligencia es la que se deja de hacer. Quién llevaba dos bolsas de aluminio entre las manos habló de “pedir el favor” a alguien quien sabía las coordenadas de la galaxia donde manaba el fluido cósmico. El flujo era tan grande que sació a los exploradores. El tipo abrió los ojos y miró hacia la atmósfera. Te dijo que en vez de acordar con los comandantes de otra comunidad ansiosa del polvo cósmico, quienes coordinaban dicha operación decidieron repartir el excedente del polvo cósmico entre la misma tripulación. ¿Sensibilidad social? ¿Respeto por los semejantes? ¿Trabajo comunitario? Buscaste entre las hojas de la grama, eran tan o más escasos que el polvo cósmico. Esa misma tarde el corazón casi taladra tu caja torácica. Varias bolsas plásticas empuñadas con bolsas de polvo cósmico en su interior, abrieron las escotillas de tu esperanza y empezaste a caminar a ritmo de carrera. Te dijiste que tal vez si emulabas uno de los remates olímpicos de Emil Zatopek podrías llegar al rozar algo de polvo cósmico para tu hijo de seis años. La risa de tu niño rasgaba todas las aristas de tu corazón, te diste tres palmadas en el pecho, respiraste hasta el espinazo y las puntas de tus zapatos pronto simularon aspas de molinos en tiempos de huracanes. Llegaste a la esquina donde llegaban los ecos del polvo cósmico y algo metálico, que no era una bolsa de aluminio, atravesó tu pecho. Caminabas entre zancadas y frenazos. A la distancia notaste cuando varios exploradores encaraban a los guardianes del manantial con un rictus sulfúrico en las mejillas. Te acercaste justo lo suficiente para escuchar. “Se terminó el polvo cósmico”. Una nueva carrera creció en tus pies en busca de otro tesoro, de otras coordenadas secretas donde apareciera quizás por providencia, quizás por trapo rojo, quizás por equivocación, un nuevo yacimiento de polvo cósmico. Alfonso L. Tusa C.

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