jueves, 5 de febrero de 2015
Los grillos de un pájaro.
Subí en urgencia las escaleras rumbo al sanitario, hacía como treinta minutos que retaba mis esfínteres intestinales. Las briznas solares abrieron el pasadizo hacia la entrada de la cafetería, hablé casi de manera imperceptible, solo el aire de una cierta poesía que burbujeaba en mis ojos convenció a la dependiente de prestarme aquel espacio de porcelana y flujos de agua que tanto relaja nuestras emergencias abdominales. Los recursos postreros de retrasar la urgencia con pensamientos de playas desérticas atiborradas con algas esmeralda, desplegadas en arenas volcánicas, rodaban sobre la escalada de mis pasos hasta alcanzar la manija de ese otro ambiente secreto, fantástico, cargado de campos de lavanda que atraviesan la pared del frente mientras un río de amanecer inunda las porcelanas de una paz atroz.
La bajada del ícaro por las laderas de la descarga, plasma una pintura ruspestre sobre el lienzo de una meditación tan dinámica que casi me hace dormir despierto y aunque quiero mantener los ojos bien abiertos sueño por varios instantes que es atardecer en medio de la sabana más tensa de penumbras y siento como las luciérnagas delinean las porcelanas y se estrellan contra el lavamanos. Nunca antes había sentido este suplemento de libertad tan fugaz y delicado como en estos cinco lustros, los puños apretados jamás se habían encajado en la palma de la mano como cada vez que debo levantarme para emprender el aterrizaje, intento soplar las alas del ícaro, quitarme los zapatos para aumentar la ingravidez, solo que en medio de tanto forzar los ojos a mantenerse cerrados siento mis zapatos flotar en el piso y miro aterrado las paredes sucias de blanco brillante.
Cuando me resignaba a descender a la oscuridad del totalitarismo, una sombra en el rincón detrás del retrete magnetizó mi visión, me quité los anteojos por un momento ¿Qué era aquello? ¿Una suela de zapato? ¿un pedazo de madera? Cuando enfoqué la mirada detecté los ojos atormentados de una tortolita, si de las mismas aves que veía gorjear en los solares de Cumanacoa, (allá las llamábamos potocas) las mismas que perseguía con ese instinto depredador de un niño de 10 u 11 años. Ahora podía entender su desespero, podía leer su terror, el mismo del que reía muchos años atrás. Y me recriminé ¿Cómo fuiste capaz de perseguir a un pajarito que solo se divertía entre los arbustos del terreno de asfalto? Casi me obligué a pedirle disculpas. Solo con verlo acurrucado allí sin poder abrir las alas, parecía que tuviera grillos en las patas. Sus ojos se proyectaban como rayos x que traspasaban la pared hasta ver los árboles.
Intenté acercarme por los senderos de la porcelana, tranquilo amigo, ya dejé de hacer los crímenes de antes, te juro que te voy a llevar de nuevo a la libertad. Dos chispas de sangre saltaron en la palma de mi mano, retiré el brazo hasta el lavamanos, sin dejar de ver como el pájaro apenas saltaba dos centímetros. Apreté la lengua sobre el picotazo y volvía doblarme hacia el piso. Entonces brilló nítida la poesía de Andrés Eloy Blanco: “Pero yo no canto nada, ni recuerdo mi canción, los grillos me han hecho callos en la voz”. Y vi plasmada sobre las porcelanas una imagen del metro, un hombre cayó en el espacio entre el vagón y al andén, desesperado mostraba su indefensión, mientras otra persona intentaba levantarlo, un voz interna (“No pasar nunca de largo y servir para algo”, Joan Manuel Serrat) me impulsó a proporcionar mis manos hasta ver reemerger su pierna de aquella ranura indolente.
Luego de varios intentos durante los cuales el pecho del pájaro parecía estallar, lo tomé entre las manos, sentía un tic tac de miedo sostenido vibrar entre mis dedos, volé por las escaleras y al llegar al jardín sentí la imagen más refrescante de empezar una mañana, el pájaro desplegó sus alas y se internó en el follaje de los árboles.
Alfonso L. Tusa C.
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