viernes, 6 de marzo de 2015
Carta desde Berlín. El ultimo juicio. Una bisabuela, Auschwitz, y el arco de la justicia.
Elizabeth Kolbert. The New Yorker. 16-02-2015
Oskar Gröning, a quien se ha conocido como “el contador de Auschwitz”, nació el 10 de junio de 1921, en Nienburg, un pueblo alrededor de treinta millas al sur de Bremen. Su padre, un trabajador textil, era un feroz nacionalista alemán y miembro de Der Stahlhelm (el casco de acero), un grupo paramilitar que se oponía al Tratado de Versalles y al gobierno de Weimar. Mientras Gröning crecía, su familia vivía al lado de una ferretería cuyo dueño era judío. Gröning solía jugar metras con la hija del dueño de la ferretería, Anne. Cuando los nazis estaban llegando al poder, aparecieron los piqueteros frente a la ferretería con una pancarta que decía: “¡Alemanes, no le compren a los judíos!” Gröning continuó jugando metras con Anne, solo que ahora en el patio antes que en la calle. A la edad de 12 años, él se unió a la liga juvenil de Stahlhelm. Amaba los uniformes y la música militar.
Un estudiante indiferente, Gröning se graduó en la secundaria en 1938 y fue a trabajar en un banco local de ahorros. Se hizo miembro del partido nazi cuando empezó la guerra, y entonces, poco después, fue voluntario del Waffen S.S. Él había visto fotos de hombres S.S. en revistas y pensaba que lucían muy bien.
“Fue un entusiasmo espontaneo, ganas de no querer ser el último del juego, cuando todo había terminado prácticamente”, recordó más de seis décadas después, cuando le preguntaron por su decisión de firmar. Un fotógrafo de Gröning en ese período, muestra a un hombre joven de cara plácida usando anteojos de montura metálica y una gorra adornada con un águila y un cráneo.
Quizás debido a su experiencia bancaria, la primera asignación de Gröning con la S.S. fue trabajar en una oficina de nómina. Desde allí fue transferido a Auschwitz. Una vez más su asignación estaba relacionada con un banco. Los prisioneros, llevaron con ellos todo tipo de dinero; el trabajo de Gröning clasificarlo y enviarlo periódicamente a Berlín.
“Vi prácticamente todas las monedas del mundo”, recordó él una vez. “Las ví desde la lira italiana, hasta la peseta española hasta las monedas húngara y mexicana, desde lo dólares hasta la libra inglesa”.
Gröning sabía que los prisioneros habían ido a morir a Auschwitz. Esto no lo molestaba mucho. Los judíos, como le habían enseñado desde sus días en la liga juvenil Stahlhelm, eran el enemigo. Ellos estaban conspirando contra Alemania y tenían que recibir su merecido. De las cámaras de gas, dijo que eran solo “una herramienta de guerra, una guerra con métodos avanzados”. Pero le molestaban ciertas cosas que vio. Un día, él estaba estacionado en la rampa de Auschwitz, donde pasaban en grupos los prisioneros que llegaban. Cuando terminó el proceso, el lugar, parecía “un basurero. Había grandes cantidades de desperdicios. Y entre estas había personas enfermas que no podían caminar”. Un niño yacía en la rampa. Un guardia haló al niño por las piernas, y “cuando este gritó como un pollo enfermo, ellos lo golpearon contra el costado de un camión, para que se callara”. Gröning se quejó ante su supervisor. Si había que eliminar a los judíos, “entonces por lo menos debían hacerlo dentro de cierto marco de disciplina”. Los oficiales le aseguraron que tales “excesos eran la excepción”. Llegó un punto cuando Gröning solicitó una transferencia. Su solicitud fue negada. Finalmente, hacia finales de 1944, fue asignado a una unidad de combate activo, que fue enviada a pelear en la batalla de Bulge. Gröning recibió un balazo en el pie, y pocos meses después fue arrestado por los Aliados. Pasó dos años en Bretaña como prisionero de guerra.
De vuelta en Alemania, en 1948, Gröning retomó su vida más o menos donde la había dejado. Se había casado durante la guerra; en 1950, tenía dos hijos. Le dijo a su esposa que no quería responder preguntas relacionadas a su servicio, y su esposa, quién había sido líder de las muchachas de la juventud hitleriana, no quería preguntar ninguna. Gröning consiguió trabajo como oficinista en una fábrica de vidrio y eventualmente se convirtió en el gerente del departamento de recursos humanos.
Él se jubiló a mediados de los años ’80, y fue entonces cuando algo cambió, o tal vez se rompió, para él. Un filatelista devoto, conoció a un amigo coleccionista de estampillas quién, resultó ser un negador del Holocausto. El coleccionista le dio un panfleto titulado “La Mentira de Auschwitz”. Gröning se sintió afectado hasta el punto de suponer que las supuestas “mentiras” fuesen verdad; todos los horrores que se dijo habían tomado lugar en Auschwitz habían de hecho ocurrido. Él debía saberlo, porque estuvo ahí. Gröning envió el panfleto de vuelta al coleccionista, con sus comentarios. Pocos meses después, los comentarios aparecieron como una carta al editor en una revista de extrema derecha. Gröning, el antíguo Nazi, comenzó a recibir llamadas telefónicas de neo-Nazis alterados.
Gröning decidió escribir una crónica de lo que él había visto. Sacó copias del manuscrito y las entregó a sus hijos. El mayor no le respondió. El menor le devolvió su copia con preguntas en los márgenes. Gröning reescribió la crónica. Revisó el manuscrito por veinte años. Mientras tanto, en 2003 y luego en 2004, él concedió largas entrevistas a la BBC. En 2005, concedió otra larga entrevista, que se extendió por más de cinco horas, a la revista alemana Der Spiegel. (Estas entrevistas son la fuente de las palabras de Gröning y también de los pensamientos y sentimientos que le he atribuído).
En 2013, él concedió una entrevista breve al HannoverischeAllgemeineZeitung. “No me siento culpable”, dijo él, “porque no le di a nadie más que una cachetada”.
Gröning ahora tiene noventa y tres años. Es viudo y tiene dificultades para caminar. Hace pocos meses, él fue acusado con trescientos mil cargos de complicidad en homicidio. Su juicio a realizarse en la ciudad de Lüneburg, está supuesto a iniciar en abril.
“El arco del universo moral es largo, pero se inclina hacia la justicia”. Así dice la famosa frase de Martin Luther King Jr., esa es una manera de darle sentido al interludio de setenta años entre el final de la guerra y la prosecución de Gröning. Esto, al menos, fue el pensamiento que tuve cuando leí por primera vez sobre los cargos presentados contra él en septiembre pasado. En ese momento me preparaba para un viaje a Berlin, para asistir a la erección, o mejor dicho empotramiento de un pequeño memorial, conocido como Stolperstein, en honor a la madre de mi abuelo, quien fue asesinada en Auschwitz. Probablemente, pensé, ella había llevado sus últimos marcos con ella cuando fue deportada, lo que significaba que aquellos billetes habían pasado de sus manos a las de Gröning. Era un tipo de conexión entrañable, desde ella até otros cabos. Como Gröning, mis abuelos hablaban muy poco de la guerra, aunque hablaban de todo lo demás: la niñez de mi abuelo en un pueblo pequeño cercano al Oder; el entorno más cosmopolita de mi abuela en Grünewald; los años previos a la guerra, los cuales mi abuelo pasó tutoreando estudiantes de leyes (se enorgullecía de reportar que entre ellos estaba el nieto del Kaiser Wilhelm); los difíciles primeros meses en Nueva York, cuando mi abuela limpiaba casas enfundada en las pieles que había traído desde Alemania. No sé porque mi bisabuela se quedó rezagada cuando mis abuelos emigraron. Era muy difícil preguntar mientras mi abuelo estaba vivo, ahora está muerto. También mi abuela.
Cuando los alemanes discuten la segunda Guerra mundial, a menudo lo hacen en términos de generaciones. Hay la generación Tater, o generación de los perpetradores, quienes ejecutaron la guerra. Esta es la generación de Gröning y la de mis abuelos, excepto que en su caso, en vez de Tater, ellos se convirtieron en refugiados. Entonces está la generación zweite. Estos son los niños de la guerra, los hijos de Gröning, y en cierto sentido, mi madre, quién nació en Berlin. La generación zweite, también está envejeciendo, y el poder ahora está pasando a la generación dritte, la cual es como decir los nietos de los perpetradores.
El esfuerzo de enjuiciar a los criminales de guerra nazis, si esa es la palabra apropiada, también se divide de manera rústica en tres. La fase inicial fue la descrita en el cine. Los villanos eran demoníacos, la retórica incandescente, y al final apareció el giro satisfactorio del nudo del ahorcado. En el primer juicio de Nuremberg, el cual fue desarrollado frente a cuatro jueces, uno de Francia, otro de Bretaña, otro de Estados Unidos y otro de la Unión Soviética, doce lideres nazis, incluyendo al comandante de Luftwaffe, Hermann Göring, y el ministro de asuntos foráneos del tercer Reich, Joachim von Ribbentrop, fueron sentenciados a muerte. (El secretario de Hitler, Martin Bormann, fue sentenciado en ausencia; luego se descubrió que había muerto en los días finales de la guerra). Göring se suicidó antes de ser ejecutado. El resto fue ajusticiado. Sus cuerpos fueron cremados y sus cenizas esparcidas en el rio Isar. Los Estados Unidos efectuaron una docena más de juicios a oficiales de alto rango en Nuremberg, estos resultaron en doce sentencias adicionales de muerte y 85 regímenes de prisión.
La fase siguiente involucraba a nazis de bajo rango, aquellos que habían sido responsables de los asuntos diarios de exterminación. Había que trazar una línea entre inocente y culpable. Pero ¿Dónde? ¿Iba cada soldado que había trabajado en cada uno de los campamentos, o que hubiese pasado ronda a los prisioneros que les eran enviados, a ser procesado como criminal? En su entrevista con el periódico de Hannover, Gröning argumentó que si alguien como él iba a ser procesado, “entonces ¿Dónde se detendrán? ¿No tendrían también que sentenciar al ingeniero que manejó los trenes hacia Auschwitz? ¿Y a los operadores de las torres de control?”
Por lo menos en el occidente, la dificil tarea de trazar la línea se la dejaron a los propios alemanes. Decir que fallaron es ser generosos. Un periodista llamado Ralph Giordano, cuya familia medio judía pasó mucho tiempo de la guerra escondiéndose en un sótano, una vez llamó a este el país de zweiteSchuld, de la “segunda culpa”. Así como los alemanes normales se hicieron de la vista gorda durante el Holocausto, después ellos se hicieron de la vista gorda cuando los que lo ejecutaron salieron impunes. En los años siguientes a la guerra, los antíguos nazis encontraron trabajo en el servicio civil y también, en muchos casos, en prominentes oficinas políticas. Una lista publicada hace pocos años por el Ministerio Alemán del Interior muestra que, en los primeros años de la Bundesrepublik, los oficiales del gobierno que habían sido miembros de las organizaciones nazi incluían por lo menos veinticinco miembros del gabinete y un presidente. Hans Globke, uno de los principales asistentes del primer ministro de estado de posguerra de Alemania Occidental, Konrad Adenauer, había ayudado a darle forma a las leyes raciales del tercer Reich. (En referencia a Globke, Adenauer supuestamente dijo, “No se bota el agua sucia cuando no se dispone de ninguna limpia”).
No fue hasta 1958 cuando Alemania Occidental creó una oficina central para investigar los crímenes cometidos durante la guerra. La misma no disponía de poder ejecutorio, todo lo que podía hacer era referir casos al distrito procesal. Entretanto la jurisprudencia alemana, que también estaba llena de antíguos nazis, decidió atar sus propias manos.
Se comenzó por tomar una decisión crucial para dejar de lado el cargo de genocidio. El término había sido ideado para describir el Holocausto por Raphael Lemkin, un refugiado polaco quien asesoró a los prosecutores norteamericanos en Nuremberg. Con la adopción de la Convención de Genocidio de las Naciones Unidas en 1948, muchas naciones usaron el lenguaje de Lemkin para establecer estatutos que catalogaran expresamente las atrocidades nazis. Pero los juristas alemanes rechazaron hacer uso de la categoría. Eso era, argumentaron, legalmente irrelevante, porque cuando ocurrieron las atrocidades, todavía no existían los estatutos contra el genocidio. Igual ocurrió con “los crímenes contra la humanidad” otra construcción legal de posguerra. Aplicar las leyes con retroactividad, alegaron los juristas, sería repetir los pecados de los nazis, quienes habían reescrito el código legal cada vez que este los complicaba.
Si “genocidio” y “crímenes contra la humanidad” no estaban disponibles, entonces los cargos de asesinato a la antígua todavía eran una opción. Después de todo, millones de personas habían sido despanzurradas. Pero la jurisprudencia alemana estaba renuente a seguir este camino. En 1962, una decisión clave de la corte de apelaciones más grande del país mantuvo que los que actuaron “bajo la influencia de propaganda política o debido al poder de la autoridad” no debían ser considerados culpables de homicidio, mientras no “exhibieran los impulsos” caracterizados por la “criminología patrón”. Un hombre de la S.S.quien disparara en la cabeza a cientos de judíos o asfixiara a miles con gas Zyklon B, no estaba, según esta decisión, cometiendo asesinato porque actuaba siguiendo ordenes superiores.
El efecto buscado con todo esto era trazar una línea entre culpa e inocencia obscenamente cercana a la que habían trazado los nazis. En Auschwitz, Belzec y Treblinka, el asesinato requería un sadismo que iba más allá del protocolo del campamento.Y aún en estos casos, esos llamados Exzesstater, las cortes dudaban. ¿Cómo se esperaba que un prosecutor recreara un caso cuando los testigos, así como las víctimas, habían sido exterminados? En 1974, un comandante de Auschwitz llamado Willi Swatzki fue llevado a juicio por haber participado en el asesinato de cuatrocientos niños húngaro-judíos, quienes fueron lanzados a una fosa y quemados vivos. (El suplemento de Zyklon B del campamento se había agotado). Sawatzki salió exento luego que el testigo clave de la prosecución fuese declarado incompetente para testificar.
Aproximadamente un millón de judíos fueron asesinados en Auschwitz, y junto a ellos por lo menos cien mil prisioneros polacos, romanos y soviéticos. De acuerdo a Andreas Eichmuller, un historiador alemán de Munich, seis mil quinientos miembros de S.S. quienes sirvieron en el campamento sobrevivieron la guerra. De estos, menos de cien llegaron a comparecer alguna vez en las cortes alemanas por sus crímenes, y solo cincuenta fueron convictos.
Dada esta historia, Gröning tuvo poco miedo de hacerse público. Después de todo, el no le había, como lo dijo, hecho daño a ningún prisionero mas que “una cachetada”. Lo que no previó, y lo que nadie más hizo, fue que habría una tercera fase de prosecuciones.
Esta fase comenzó con el juicio de John Dermjanjuk, o, para ser más precisos, con su segundo juicio. Juicio número 2, que fue realizado en Munich, comenzó en 2009 y duró casi dos años. Este es tema de un libro por aparecer, “TheRightWrongMan: John Dermjanjuk y el ‘Last Great Nazi War-Crimes Trial’” de Lawrence Douglas, un profesor de Amherst College (y un viejo amigo mío). Como Douglas, un estudioso de los crímenes de guerra, lo relata, el caso es un evento clave en la historia legal y también el acto final de una comedia muy negra.
Dermjanjuk nació un año antes que Gröning, en un pequeño pueblo de Ucrania. Fue reclutado por el ejército rojo en 1940 pero no se presentó, porque su familia era tan pobre que carecía del requisito de dos pares de ropa interior. Fue llamado de nuevo el siguiente año. En esta ocasión, como acota Douglas, la Unión Soviética había sido invadida, y “a nadie le importó lo e su ropa interior”. En 1942, Dermjanjuk fue capturado por los alemanesen Crimea, y se convirtió desde un enemigo del Reich hasta uno de sus hombres de confianza. Él se convirtió en miembro de una suerte de cuerpo auxiliar de la S.S., el cual estaba formado por colaboradores de Europa oriental, y fue enviado a trabajar como guardia en Sobibór, un campamento de exterminio en Polonia oriental. En Sobibor, fueron asesinados más de ciento cincuenta mil judíos en el transcurso de dieciocho meses. En algún lugar de ese trayecto, Dermjanjuk, como Gröning, recibió un tatuaje de tipo sanguíneo en la cara interna de su brazo izquierdo.
Después de la guerra, Dermjanjuk pasó varios años como una persona desplazada, rebotando de campamento D.P. a otro. Cuando la guerra fría llevóa a Estados Unidos a revisar su política en favor de los solicitantes detrás de la cortina de hierro, él se convirtió en beneficiario. En 1952, se mudó a Ohio y consiguió trabajo en una planta de la Ford. En 1958, se convirtió en ciudadano de Estados Unidos y americanizó su nombre, lo cambió de Iván a John. Él vivió con su esposa y tres niños en los suburbios de Cleveland hasta que de nuevo intervino la guerra fría.
Para mediados de los años setenta, se había hecho evidente que muchos refugiados aparentemente inocentes quienes habían sido admitidos en Estados Unidos, era, de hecho, cualquier cosa menos eso. En un caso particularmente infame, Hermine Braunsteiner Ryan, una ama de casa que vivía en Queens, fue descubierta como la Stomping Mare of the Majdanek campo de concentración, una guardia conocida por patear brutalmente a los prisioneros con sus botas. (Cuando Joseph Lelyveld, entonces un joven reportero del Times, llegó a la puerta de Braunsteiner Ryan, la reacción de esta fue “Este es el fin de todo para mí”. Los soviéticos, como escribe Douglas, vieron la situación como una oportunidad. En 1975, ellos entregaron a un periódico ucraniano-americano una lista de criminales de guerra que vivían en Estados Unidos. En esa lista estaba Ivan Dermjanjuk.
El Servicio de Inmigración y Naturalización comenzó a hurgar en el pasado de Dermjanjuk. En el formato que había llenado como D.P., Dermjanjuk había omitido mencionar su empleo como guardia de un campamento. Pero había anotado el pueblo de Sobiborcomo su lugar de residencia durante la mayor parte de la guerra. Como el único negocio del pueblo durante aquellos años había sido exterminar judíos, eso era muy sospechoso.
Los eventos que siguieron pudieron haber sido escritos por los hermanos Cohen. Varios sobrevivientes del Holocausto a quienes mostraron fotografías de Dermjanjuk le dijeron a los investigadores que lo reconocían, aunque , realmente lo confundieron. Dermjanjuk se parecía a otro Iván, quién había sido guardia cien millas al norte, en Treblinka. Ese Iván había sido tan fanáticamente salvaje que los prisioneros lo llamaban Iván el terrible. A Dermjanjuk le quitaron la ciudadanía estadounidense y lo extraditaron a Israel donde le esperaba un juicio.
A través de su juicio en Jerusalen, Dermjanjuk, mantuvo que nunca había estado en Treblinka. Además clamaba, que nunca había estado en Sobibor, este era solo un nombra que había sacado de un mapa. “Si realmente hubiera estado en ese terrible lugar, ¿habría sido lo suficientemente estúpido para decirlo?” preguntó. Tomando en cuenta los vívidos testimonios de los sobrevivientes de Treblinka, “Llevo este demonio conmigo; lo veo en todas partes”, dijo uno, Dermjanjuk fue convicto y sentenciado a muerte. “La última persona que había sido ejecutada en Isarael era Adolf Eichmann, en 1962). Como el caso era capital, conllevó una apelación automática, que debió haberse desvanecido, pero no fue así. Mientras la apelación prosperaba, la Unión Soviética colapsó, con lo cual se hicieron disponibles vastos archivos de documentos de guerra. Entre estos papeles había clara evidencia de que Dermjanjuk había trabajado como guardia en Sobibor, así como en otros dos campamentos, Majdanek y Flossenbürg. Un campamento donde no había trabajado era Treblinka. En 1993, la Corte Suprema Israelí conmutó su condena.
Desde entonces, Dermjanjuk fue efectivamente un hombre sin país. Le fue permitido regresar a Estados Unidos, solo para ser privado de su ciudadanía una vez más y deportado a Alemania donde fue enjuiciado de nuevo, esta vez como persona. Dermjanjuk no pudo ser ligado a ninguna muerte particular o actos de crueldad. Para 2009, virtualmente todos los testigos que podrían haber sido capaces de ubicarlo en Sobibor estaban muertos. Dermjanjuk quién pasó la mayor parte del juicio acostado en un a camilla o apoyado en una silla de ruedas, algunas veces parecía estar muerto, escribe Douglas. Se asumía ampliamente que el suyo sería el último juicio nazi, y que, como muchos otros anteriores, terminaría con errores.
“Es enteramente confuso como alguien que conozca el sistema legal alemán pueda esperar que condenen a Dermjanjuk con esta evidencia”, observó poco después que empezara el proceso Christian Rüter, experto alemán en crímenes de la era nazi. En mayo de 2011, Dermjanjuk fue convicto de veintiocho mil sesenta cargos de complicidad en asesinato.
Mucho de lo que sé de mi bisabuela salió de una caja. Luego de la muerte de mi abuela en 2009, mi abuelo había fallecido una década antes, fui con mi madre a la casa de mis abuelos en Flushing, Queens. Allí, en un cuerpo de gavetas, encontramos cajas llenas de papeles viejos. Uno de estos era una carta muy elegante y amable, fechada el 22 de julio de 1933, informando a mi abuelo, quién había estado trabajando como juez en Berlin, que el había sido “jubilado”. Esto era “debido a la ley de Restauración del Servicio Civil Profesional”. (La ley, publicada el 7 de abril de 1933, prohibía a todos los judíos, excepto los que habían servido en la primera guerra mundial, tener trabajos gubernamentales).
Otro era una copia de una carta de la División de Inteligencia Militar del Departamento de Guerra de Nueva York, agradeciendo a mi abuelo por el material que él había “prestado cordialmente”. Mi abuelo había enviado a la división algunos calendarios que había traído cuando emigró; estos contenían fotografías de paisajes alemanes que él pensó podrían ser útiles a los militares estadounidenses para escoger blancos de bombardeo. Había cartas que mi abuelo había intercambiado con el Servicio de Custodia Aereo de Nueva York, él estaba molesto por no poder servir como custodio, porque el capitán de su distrito de Queens lo había catalogado como “un extranjero de nacionalidad enemiga”, y cantidades de páginas de correspondencia legal. (En Nueva York, mi abuelo regresó a la escuela de leyes para obtener el grado). Entre los papeles tamaño oficio y carta había varios papeles pequeños, del tamaño de una tarjeta de citas. Estos eran mensajes que mi bisabuela había enviado durante la guerra, a través de la Cruz Roja alemana. Mi abuelo era su único hijo, y luego que había enviudado, en 1929, ella se había mudado a Berlin para vivir con él. La notas estaban tipeadas en un formato que decía Höchstzahl 25 Worte! (“¡Máximo 25 palabras!”) Los mensajes de mi bisabuela usualmente contenían exactamente ese número.
“Estoy pensando en ustedes mucho tiempo”, leía uno en parte. “Rezo a Dios para verlos de nuevo”.
“Aún sin noticias de ustedes a pesar de mis cartas mensuales”, lamentaba otro.
“¡Amados niños!”, decía un tercero. “Pienso mucho en ustedes. Estoy muy sola”.
Las notas estaban firmadas “Franziska Sara Maass”. El segundo nombre de mi bisabuela no era Sara. Otra invención legal nazi era la Ley de Alteración de Nombres y Apellidos, la cual obligaba a los judíos con primeros nombres de origen “no judío” a tomar uno adicional, Sara para las mujeres, Israel para los hombres.
Todos los mensajes de mi bisabuela estaban fechados entre marzo y octubre de 1942. El 14 de diciembre de ese año, ella, junto a otras ochocientas diez personas de Berlin y pueblos vecinos, fue puesta en un tren de transporte rumbo a Auschwitz. En el registro del transporte, ella fue catalogada asarbeitsfähig, o capaz de trabajar. Tenía 62 años de edad.
Después de eso, por supuesto, no hubo más mensajes de 25 palabras. Pero mi abuelo aún tenía esperanzas de que estuviera viva. El 5 de mayo de 1945, tres días antes del V-E Day, él envió dos cartas casi idénticas al departamento de estado de Estados Unidos y al embajador soviético en Washington. (Originalmente Heinz JoachimMaass, para ese momento mi abuelo, como Dermjanjuk, había convertido su nombre a John). En las cartas él decía que estaría “muy agradecido” por la ayuda que pudieran prestar para “ubicar y asistir” a su madre. Él creía, escribió, que ella había sido “deportada por los nazis con otros judíos residentes de Berlin”. No sé como él eventualmente averiguó que ella había muerto. Tampoco sé exactamente cuando exactamente falleció ella, esa era información que los nazis no registraban.
Yo no había pensado en hacer ningún monumento póstumo para mi bisabuela hasta que hace un par de años, unos amigos que viven en Berlin me hablaron de Stolpersteine. Ellos habían colocado por toda la ciudad. En algunas calles solo había uno, en otras, grupos enteros. Cuando lo miré, entendí que el Stolpersteine era un proyecto de arte público, el trabajo de un pintor alemán llamado Gunter Demnig, quien vive en Colonia. En contraste con la mayoría de los monumentos póstumos (memoriales), que apuntan a llamar la atención, los Stolpersteine son de bajo perfil, van literalmente bajo los pies. Cada uno consiste de un bloque de concreto sobre el cual se ha fijado una placa plana de bronce. El bloque, que es aproximadamente del tamaño de un cubo de Rubik, va embutido en la acera, o insertado entre los adoquines, de manera que la superficie de la placa está a nivel del suelo. Cada placa fue hecha a mano, como un gesto, de acuerdo a Demnig. De oposición a la matanza mecanizada de los campamentos. Un Stolperstein típico, de la vecindad donde vivo en Roma, reza:
Quiabitava
GiacimiSpizzichino
Nato 1920
Arrestato 1.1.1944
Deportato
Kzmauthausen
Assassinato 19.4.1945
Demnig comenzó a embutir Stolpersteine, la palabra traduce como “piedras abatidas”, en 1995. Él colocó los primeros en la vía pública en Colonia, sin permiso de la ciudad. Instaló un segundo grupo en Berlin, el año siguiente, también sin permiso de la ciudad. Los miembros más jóvenes de la generación Tater estaban entre sus setenta y ochenta años, y los grupos de sobrevivientes también estaban envejeciendo. Mientras el número de personas que había presenciado el Holocausto se encogía, el interés en Stolpersteine crecía, casi en proporción inversa. En Berlin, los residentes formaron grupos para hallar quienes habían sido deportados de su vecindad. Ellos le dieron esa información Demnig. (La ciudad, eventualmente legalizó las “piedras”). El esfuerzo se extendió a otras ciudades alemanas, Hamburgo, Frankfurt, Stuttgart, y luego a otros países: Holanda en 2008, Bélgica en 2009, Italia en 2010 y Francia en 2013. Ahora hay más de seis mil Stolpersteine en Berlin, y más de cincuenta mil en toda Europa. El proyecto ha sido llamado “el memorial descentralizado más grande del mundo”. Demnig instala en persona la mayoría de las piedras, el proyecto más o menos ha tomado parte de su vida.
“Nunca imaginé que habría tantas”, me dijo, cuando lo conocí. “No hay fin”. Recientemente revisé la página web del proyecto; este indicaba que el cronograma de Demnig para el año siguiente ya estaba “copándose rápidamente”.
Cualquiera puede patrocinar un Stolperstein, el costo es ciento veinte euros, en otoño de 2013 llené el formulario para el de mi bisabuela. Usualmente, las piedras son instaladas frente al último lugar donde vivió una persona antes de ser prisionera, deportada o recibir un disparo. En el caso de mi bisabuela, este era una habitación en un edificio de apartamentos del suroeste de Berlin donde todas las calles tienen nombres de temas de Wagner. (Probablemente ella había sido forzada a mudarse allí mientras los nazis mpujaban a los judíos de la ciudad hacia espacios cada vez más reducidos”. Cuando ella escribió su mensaje a mi abuelo de cuan sola estaba, la dirección que usó fue SieglindeStrasse 1.
Luego que llené los formularios, pasó casi un año. Entonces, el verano pasado, recibí un correo electrónico informándome que Demnig estaría embutiendo la piedra el 16 de octubre a las 11:50 a.m.
Poco después, de la nada, recibí un correo electrónico de una pareja en Berlin que vivía BrünnhildeStrasse. Pertenecían a un grupo de la vecindad que había investigado y financiado docenas de Stolpersteine en el area. El grupo había estado trabajando para instalar algunas piedras en SieglindeStrasse, incluyendo una para mi bisabuela, y había estado investigando información sobre ella. Pronto noté que gracias el meticuloso sistema de registro del tercer Reich, ellos sabían más de las semanas finales de ella que yo.
Aún cuando el Reich se preparaba para asesinarla, sus funcionarios le entregaban a mi bisabuela formatos para llenar. Uno era un cuestionario largo y detallado sobre sus propiedades, el cual ella completó pocos días antes de ser deportada. Para ese momento, ella no tenía propiedades, por lo que dejó en blanco la mayor parte del cuestionario. En la página 16, ella firmó una declaración jurada de que no había dejado ningún fondo secreto, Ella reconocía que al firmar el cuestionario estaba “consciente de que cualquier información falsa o incompleta sería penalizada”. (El documento está preservado en el archivo de estado de Brandenburg, en Postdam).
El 2 de febrero de 1943, el valor de todas la pertenencias de mi bisabuela, dos camas sencillas, dos mesas de noche, un diván, una alfombra, una sábana vieja, algunos manteles de lino, fue valorado en cuatrocientos noventa marcos, o, de acuerdo a la tasa de cambio oficial del día, aproximadamente doscientos dólares. Para el momento cuando se hizo el avaluo, ella estaba casi muerta.
El veredicto de Dermjanjuk llevó cinco décadas de reflexión legal. Solo por la virtud de haber sido guardia en Sobibor, dijo la corte, Dermjanjuk había sido parte de la “maquinaria de exterminación”. No importaba que no se le pudieran atribuir muertes específicas; seguía siendo culpable. La respuesta al veredicto tanto en Alemania como fuera de sus fronteras, fue, generalmente, aplaudirlo. Der Spiegel describió la sentencia como un “punto de quiebre”. “Lo innombrable requería de números insospechados de cómplices”, dijo la revista. “Era más fácil olvidar a estos cientos de miles que ponerlos tras las rejas. Por lo cual fueron olvidados. Eso ahora llegó a su punto final”. Al escribir en el Times pocos días después del veredicto, Deborah Lipstadt, una estudiosa del Holocausto en Emory University, lo llamó “prueba de que la ley funciona, aunque lentamente”. De alguna manera más cautelosa, Douglas observa que el veredicto “demostró el poder de los sistemas legales para autocorregirse modestamente”.
En respuesta al veredicto, la oficina central alemana de investigación de crímenes nazi anunció que buscaba levantar cargos contra cincuenta antíguos guardias de Auschwitz. “En vista de la monstruosidad de estos crímenes, uno le debe a los sobrevivientes y las víctimas no decir simplemente ‘ha pasado cierto tiempo’” dijo el gerente de la oficina, Kurt Schrimm.
Pero, por supuesto que ha pasado el tiempo, desde un punto de vista estadístico, demasiado tiempo. En septiembre de 2013, la oficina anunció que nueve de los cincuenta guardias en nómina habían muerto en los meses intermedios. Otros simplemente no pudieron ser localizados. La lista de los posibles acusados se redujo a treinta. En febrero de 2014, los investigadores presentaron a doce de los sospechosos con garantía de búsqueda; el más joven tenía ochenta y ocho años, el más viejo cien. Tres fueron puestos bajo custodia, luego liberados rápidamente. Un antíguo guardia de Auschwitz, Johann Breyer, estaba viviendo en Filadelfia. Un juez ordenó su extradición, solo para ser informado que Breyer había muerto la noche anterior a que la orden de extradición fuese firmada. Mientras tanto, Dermjanjuk también, había muerto, en un hogar de cuidados de las afueras de Munich, mientras esperaba la apelación de su caso.
En principio, el veredicto de Dermjanjuk abrió “cientos de miles” de prosecuciones; como un asunto práctico, ninguna fue dejada de realizarse. Y esto hace difícil saber como sentirse acerca de la última ola de investigaciones. ¿Es un reconocimiento final de la culpa alemana, o lo contrario? ¿Qué dice eso de la capacidad de auto-corrección de la ley cuando la corrección solo llegó cuando ya no importa?
Martin Luther King es elocuente sobre el arco largo de la justicia y también sobre el corto tiempo disponible para la acción: “En el desenlace del acertijo de la vida y la historia existe algo como llegar demasiado tarde”.
El pasado verano, traté infructuosamente de ponerme en contacto con Gunter Demnig. Los correos electrónicos que envié preguntando de su proyecto Stolpersteine se quedaron sin respuesta. Luego de algunas indagaciones, supe que estaría embutiendo varias piedras en Berlin el día anterior a la instalación de SieglindeStrasse. Conseguí una lista de las direcciones y decidí presentarme en la primera.
Resultó ser un edificio de apartamentos de una concurrida calle en la sección Kreuzberg de la ciudad. Cuando llegué, unas pocas personas estaban conversando alrededor del frente del edificio. Demnig llegó al poco rato en una van Peugeot roja. Sonrió un saludo, e inmediatamente empezó a trabajar. Demnig tiene un cabello gris y rebelde y ojos tristes, me recordó un poco a Bert Lahr en “El Mago de Oz”. Él usaba sombrero de fieltro, zuecos, y pantalones de caqui, y tenía una almohadilla amarrada en una rodilla. Se arrodilló y sacó varios adoquines fuera de la acera. Entonces, colocó en el hueco el Stolpertstein, el cual había traído en la parte posterior de la van. Él roció algo de polvo de cemento alrededor y recolocó la mayoría de los adoquines.
El Stolperstein, en memoria de un escritor llamado Erich Knauf, tenía una inscripción inusualmente detallada; decía que él había sido denunciado y sentenciado a muerte debido a “discursos pesimistas”, fue decapitado el 2 de mayo de 1944. (Después supe que a la viuda de Knauf le llevaron una factura de quinientos ochenta y cinco marcos por gastos del procedimiento).
Demnig aún no había dicho nada, tampoco nadie más, aunque algunos de los presentes habían traído flores, que colocaron alrededor de la piedra en la acera. Me presenté a Demnig, y él aceptó con alguna reticencia a llevarme al próximo sitio. La cosas fueron muy parecidas allí, Demnig instaló piedras para Martin y Erna Wedell, una pareja que fue deportada el 2 de marzo de 1943, y asesinada en Auschwitz, y en el tercer sitio y en el cuarto. Mientras nos desplazábamos, Demnig explicó como se había originado el proyecto. En 1990, él había decidido conmemorar la deportación de cientos de romanos desde Colonia, pintando una línea blanca en las calles que mostraba el camino que ellos habían andado rumbo a la estación del tren. Pocos años después , se le ocurrió la idea de las piedras. Hablamos un poco de su familia. Demnig quien tiene sesenta y siete años, pertenece a la generación zweite. Su padre peleó primero en España, cuando los nazis buscaron la yuda de los nacionalistas, y luego en Francia. Luego de la guerra, Demnig me dijo que su padre se resistía a hablar de eso:”No podías sacarle nada”. “Él murió hace tiempo”.
El próximo día, SieglindStrasse fue la octava instalación en el programa de Demnig. Mis padres habían venido desde Nueva York, y a ellos les gusta llegar temprano, lo cual en este caso fue afortunado. Cuando llegamos a la calle, quinces minutos antes de la hora que nos habían indicado, ya Demnig estaba empacando sus herramientas. Tenía otras siete paradas que hacer aquella tarde, y pronto se fue en su van. Empezaron a llegar otras personas. Mis padres habían invitado algunos amigos de Hamburgo y otros de Munich. La pareja de BrünnhildeStrasse asistió. Ellos habían pegado un papel en la puerta del edificio, una casa de apartamentos de cuatro plantas que ahora luce muy elegante, avisando la instalación de la piedra. Sobre el papel alguien había escrito, “Super, le damos la bienvenido a esta acción”.
Era un día gris y lluvioso, luego que el Stolperstein fue instalado, nadie parecía seguro de cómo proceder. La única persona presente que le había hablado alguna vez a mi bisabuela era la hija de la secretaria de mi abuelo, quién la había conocido de niña y quien aún vive en Berlin. Ella ofreció unas pocas palabras. Mi madre, quien tenía apenas seis meses de edad cuando salió de Alemania, dijo otras pocas palabras. Ella había traido unas rosas amarillas y las colocó en la acera. Como ceremonia, fue muy sencilla, lo cual me pareció apropiado, mientras me alejaba por las calles con nombres de temas de Wagner.
Nunca habría justicia para el Holocausto, o algún reconocimiento de su inmensidad.
El Stolpersteine, de alguna manera, lo reconoció. Ellos no presumen de hacer mucho. Por eso es que quizás trabajan. Y quizás el caso Gröning y otros que puedan seguir deban ser asumidos con un espíritu similar. Ellos deben ser reconocidos menos como juicios que como ceremonias, otro tipo de arte público en el tema de su inadecuación.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
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