lunes, 16 de marzo de 2015
El monstruo en la calle
La vespertina martillaba los crespones nocturnos cuando la mirada se te resbaló por la ventana. El motor del bus tronaba cual ráfaga de gas en un campo de concentración. Mil veces te preguntabas ¿Hasta dónde llega esta prisión?
Cada mañana las colas por alimentos semejaban los ríos de personas que un día a la semana clamaban por una tableta de soylent verde en la película “Cuando el destino nos alcance”. Cada día escuchabas y leías una “realidad” inversa a la que vivías en la calle y padecías en el trabajo. Parecías personaje de 1984 (George Orwell), con tantas citas, evidencias y audios del “Gran hermano”.
Si tratabas de interpretar la realidad eras sospechoso, a medida que mostrabas diferencias de punto de vista, te salían escamas y tus ojos se estiraban hasta convertirse en expresiones malignas.
Casi revientas el vidrio con la mirada, cada respiración profunda intentaba enviar un comando para detener el bus. Desde la penumbra saltó una franela blanca mangalarga, los brazos que bien pudieran servir para lanzar cestas triples de baloncesto, forcejeaban con el tronco enjuto de una mujer que podría ser su madre. Las manos que podrían interpretar “El Catire” de Aldemaro Romero al piano, arrancaron la cartera del hombro y bataquearon a la mujer contra la acera. Las piernas enfundadas en bluejeans desarrollaron una pasmosa carrera digna de nueva marca en los 100 metros planos.
Lo que más te dolía, era que luego de todos los gritos, las miradas afiladas, los epítetos, todo regresaba a la “normalidad”. Sabías que el baloncetista, pianista y atleta, seguiría campante haciendo sus exhibiciones, retratado en las oficinas, despachos o instancias inexistentes para recibir denuncias, y que en pocos minutos ese episodio sería otro acto desestabilizador ante la versión oficial.
Alfonso L. Tusa C.
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