lunes, 31 de julio de 2017

Siete veces vi tu rostro

El impacto del manotazo me despertó en la madrugada, sentí un pataleo, un suspiro, un dolor glacial a través de la espina dorsal, vi una mezcla de las expresiones faciales más dramáticas de mi abuelo cuando temía por la supervivencia de sus seres queridos. En esos momentos no se podía hablar con él, era pura acción, un remolino de palabras y gestos que no cesaba hasta rescatar a sus hijos o sus nietos. Solo unos cuantos años después, cuando conocí la paternidad, entendí a profundidad lo que sentía abuelo, la profundidad de su mirada, la vehemencia de sus actos, la amargura de sus labios apretados, la tembladera en sus manos, cada vez que debía salir corriendo para auxiliar a un ser querido en dificultades. Todo eso lo vi en un instante la madrugada del domingo 30 de julio de 2017. Las palabras de mi madre en el vacío de la comunicación telefónica agrietaron todo el piso de mi habitación, la asfixia, esa sustancia que nos invade en cada uno de los episodios de esta pesadilla dictatorial de más de 18 años, tomó dimensiones escalofriantes, propias de vivir los atropellos, el genocidio; en primera fila, en carne propia, en caída libre. No sabía si tenía voz, si respiraba, o si entendía las palabras de mamá. “Tu primo…Ricardito…lo asesinaron a las dos de la mañana en el garaje de su casa…le dispararon por la espalda a quemarropa…había salido a ver que eran unos ruidos en la calle por unas barricadas que estaban despejando…” Ver el totalitarismo desde esta perspectiva me hace detallar el monstruo pieza por pieza, puñalada tras puñalada, dolor tras dolor, miedo tras miedo. Solo esta propiedad permite entender la profundidad de la gravedad de lo que vivimos. Busco y busco en mi memoria los recuerdos de mi primo y por más nítidos que sean jamás cicatrizaran la herida de no poder volver a verlo. De no poder compartir su alegría como aquella mañana dominical cuando lo llevé al estadio para que viera a su equipo favorito de beisbol profesional, en cuanto llegamos a la tribuna desapareció de mi lado y tuve que bajar al terreno donde estaba solicitándole un autógrafo a los peloteros. Intenté viajar a Cumaná para estar junto a Félix y el resto de mis familiares en este momento tan difícil, pero no hubo manera de conseguir transporte extraurbano, solo un tipo que ofrecía un viaje por puesto hasta Puerto La Cruz, “a cincuenta bolos en efectivo…” Me lo quedé mirando a los ojos y me fui caminando con ganas de irme corriendo hacia Cumaná: La impotencia resulta una compañera muy recurrente en momentos como este, por más que intento espantarla, reaparece cual hormigueo de adormecimiento de algún músculo. Al regresar a casa llamé a mamá para avisarle que no iba a poder viajar y me facilitó el número telefónico de Félix. No sé si tenía más miedo por lo que sentía que por lo que le podía decir. Sé que es importante acompañar a quien sufre en primera línea la pérdida de un ser querido, sin embargo el dolor no me dejaba encontrar las palabras adecuadas para un momento tan desgarrador, tan fulminante. Terminé atropellando mis palabras de solidaridad hasta que se me quebró la voz y fue inevitable el silencio, fue inevitable escuchar la voz fracturada de Félix, fue inevitable seguir viendo el rostro compungido de abuelo entrando a la casa Nº 30 de la calle Ayacucho, esa vez no silbaba, ni saludaba al vecino, un silencio abrasador consumía su mirada. Volví a sentir el impacto de mi mano contra la pared y la profundidad de la oscuridad de la habitación. Alfonso L. Tusa C.

No hay comentarios:

Publicar un comentario