Atmósfera de atardecer en el maizal
lunes, 18 de septiembre de 2023
Preparativos de una práctica de Química Orgánica.
Los miércoles en la tarde no había clases en el Instituto Universitario Tecnológico de Cumaná, la biblioteca ebullía de estudiantes registrando, hojeando, excavando las páginas de libros, revistas, etc. Por lo general la bibliotecóloga se desesperaba cuando me regresaba al mostrador para solicitar otros libros. “¡Vas a tener que ir a la biblioteca de la UDO!” Luego sonreía. Poco a poco, me iba retirando del mostrador, caminando de espaldas, casi tropezando las mesas, casi flotando bajo el reflujo de los ventiladores del techo de más de tres metros que parecía más cielo que platabanda. Quería tener una garrocha para impulsarme sobre el mostrador y buscar el libro que me hacía falta, sospechaba que la bibliotecóloga solo le prestaba ciertos libros a sus estudiantes preferidos. Me iba al rincón más cercano a la puerta inmensa del fondo, clausurada por unas cabillas en equis. Allí intentaba buscar respuestas entre mis apuntes. Cuando tenía dificultades para hallar las reacciones y conceptos que sabía iban a preguntar en el quiz obligatorio para acceder al laboratorio de Química Orgánica, le pedía a la bibliotecóloga que guardara mis cuadernos y salía.*************************************************************************************************************************
Atravesábamos el laberinto de árboles de mango hasta llegar a los límites del IUT en dirección hacia Cantarrana, solo en la penumbra de aquellos árboles ciclópeos encontraba algo de solaz ante la imposibilidad momentánea de encontrar la información básica para la práctica. Un reguero de filamentos fucsia alfombraba el suelo bajo los árboles. Nunca fui experto moneando árboles y menos si eran de más de cuatro metros de altura, solo la inquietud de no conseguir la información para responder el examen requisitorio para acceder a la práctica me hacía aferrar al tronco rugoso hasta alcanzar las ramas desperdigadas en escalones. A veces había pomalacas muy jugosas y allá arriba vislumbraba donde podía ilustrarme para el examen. Bajaba con tal fluidez por las ramas que parecía el más ágil primate apenas tocando las hojas grandes de matices esmeralda. Con la pomalaca apretada en los dientes corría hacia los cubículos de los profesores.********************************************************************************
Apenas si escuchaba palabras dispersas como “azeotropo”, “termómetro”, “anhídrido acético”, “campana”. Me iba con esas piezas en las manos a tratar de armar el rompecabezas en la plaza de caminos de cemento levantado por las raíces de robles y apamates en cuyo extremo superior izquierdo estaba la oficina de la dirección. Registraba mis bolsillos y solo encontraba Bs. 1,50. Me acercaba a la taquilla donde vendían los tickets del comedor, intentaba convencer a la encargada para que me permitiera un boleto y el día siguiente le llevaba el real faltante. La Señora mostraba su sonrisa más irónica, ya había pasado por eso y nunca le pagaban. Empezaba a resignarme, a prepararme para otra excursión meridiana hacia las matas de mango, a esas alturas de la temporada solo quedaban mangos pintones y más que todo verdes, igual servían de almuerzo de una a una y media, antes de releer los apuntes, las líneas atropelladas luego de leer libros en la biblioteca de la UDO.*******************************************************
El manual de las normas de seguridad siempre se deslizaba o precipitaba al suelo cada vez que tomaba la guía de las prácticas de Química Orgánica. Solo la curiosidad y la fiebre del principiante me hacían leer con avidez aquellas líneas cargadas de explicaciones que siempre quise escuchar. “Nunca se debe agregar agua sobre un ácido fuerte concentrado, la intensidad de la reacción exotérmica podría quebrar el vidrio del recipiente…” Cada vez que intentaba practicar alguna norma de seguridad como usar aquellos lentes goggles que parecían máscaras de buzos al momento de ejecutar reacciones muy exotérmicas, me sentía extraño, como un esquimal en el trópico, más aún cuando remataba embozando la cara en la mascarilla de filtros para vapores inorgánicos. Mis compañeros me veían entre sonreídos y extrañados, como si fuese un astronauta en una caminata espacial. El auxiliar de laboratorio me miraba con intensidad cuando le preguntaba porque la ducha de emergencia estaba sobre la pizarra del fondo.*************************************************
A veces revisaba todos los huecos que tenía la bata de laboratorio y enumeraba todos los accidentes o encontronazos evitados con un movimiento brusco de último segundo para alejar un botellón de acido sulfúrico. La tela parecía de cristales de naftalina en esos lugares cuando los tocaba después de lavarla y plancharla se abrían troneras que hacían que el profesor preguntase si eso era una bata o un colador. Empezaba a coser con mucha rusticidad tacos de otras telas hasta que llegaba mamá con los retazos blancos apropiados y me mirada ladeando el rostro. “Eso ya no parece una bata de laboratorio sino un carnaval desbordado”. Cuando me enfundaba en la bata me parecía escuchar soplos de Merlin, Mandrake y Blacamán. Solo que en el laboratorio cualquier error en un intento de magia se pagaba con una nota por debajo de 50 puntos en el informe y también con los comentarios irónicos y sarcásticos del profesor. Siempre esperaba que el profesor corrigiera la prueba rápida para sacar la bata de mis cuadernos.***************************************************
Por más que aquel miércoles revisé todos los libros que pude en la biblioteca del IUT fue poco lo que pude encontrar de las propiedades químicas del anhídrido acético, nada de su punto de ebullición, nada de su corrosividad, nada de sus vapores asfixiantes. Cuando me disponía a escabullirme por las escaleras de la biblioteca que conducían a la salida del instituto dos tipos corpulentos rodearon la mesa que ocupaba al fondo de la estancia, me sorprendió mucho que Ramón y Pedro fueran a buscarme para que completar la alineación del equipo de softbol, siempre se quejaron de mis deficiencias con el guante y mi descuadrada manera de batear, después me enteré que había faltado el primera base regular del equipo, me los quedé mirando fijo antes de agarrar el mascotín y correr hacia aquella primera base de polvo marrón y algunos hierbajos xerófitos. Aunque con algunos titubeos a duras penas logré retener los doce disparos que me hicieron para completar los outs, aunque ganamos igual hubo chanzas por la manera poco ortodoxa como colocaba el mascotín para recibir las pelotas y por el descontrol al devolverle la pelota al pitcher.***********************************************
Justo minutos antes de salir hacia las instalaciones de la planta piloto de biología, donde estaban los laboratorios de química, me iba al árbol de tamarindo de la entrada en la isla del estacionamiento y me encomendaba a Dios, para que me diera la fluidez y la certeza en las respuestas para aprobar el quiz obligatorio para entrar a la práctica de Orgánica. Más por nervios que por salivación saltaba hasta alcanzar algunos tamarindos pintones, de esos que aún están verdes pero ya tienen la pulpa suave. Desde allí empezaba una caminata progresiva que casi llegaba a las zancadas cuando subíamos los escalones que llevaban hasta los laboratorios. Entonces las zancadas eran cardíacas, aquello parecía un cadalso cuando hacíamos la fila para esperar que el profesor nos llamara, uno por uno, en silencio, apenas las preguntas rigurosas de alguna palabra ambigua en el enunciado. La sequedad y solemnidad de las respuestas reverberan en aquel desierto fantasmal de las dos de la tarde.*********************************************************************
Desde el lunes anterior a cada una de aquellas sesiones de prácticas de química orgánica visitaba los almendrones del patio del departamento de electricidad o electrónica, atravesar la plazoleta interna de la dirección y avanzar por los pasillos de grama japonesa invasiva en cemento rústico era toda una experiencia de trascender fronteras de territorios rivales en lo deportivo y académico. Entre el quiosco de refrigerios y una especie de jardín o arboleda, revisaba los pies de cada almendrón, reunía siete o diez cápsulas secas, arrancaba las fibras amarillas y machacaba con una piedra de algunos tres kilos hasta que saltaba la almendrita alargada, me comía como dos y guardaba unas siete o diez en el bolsillo de la camisa. Era todo un ejercicio de fuerza de voluntad evitar comerme las almendritas. En medio del momento cumbre de agregar el reactivo limitante, o de buscar hielo para aplacar alguna reacción exotérmica, el profesor me cazaba sacando una almendrita del bolsillo, cuando estaba a punto de anotar cuantos puntos iba a restar de mi informe apretó los labios y asintió: “Solo porque esta almendrita sabe a pistacho no te voy a quitar ni medio punto, pero no lo vuelvas a hacer”.***********************************************************
Tan pronto el profesor recitaba las notas de las pruebas pasábamos casi en tropel a los espacios atemperados, casi glaciales del laboratorio. Lo primero que hice fue revisar mi lista de reactivos y en dos zancadas llegué a la campana y revisé el gabinete inferior, allí estaba el botellón ámbar con la etiqueta, propiedades físico-químicas, precauciones de seguridad, y aquel ícono de la calavera que indicaba la toxicidad extrema de de aquel anhídrido acético que tanta curiosidad me había causado por su fórmula química, parecía un fantasma del ácido acético, y por la gran cantidad de implementos de seguridad que había que usar para manipularlo. Tenía todo listo, solo faltaba agregar el reactivo limitante. Ajusté el balón de 500 mililitros, el condensador de reflujo y el embudo de adición. Alargué mis pasos casi hasta las zancadas, si no corrí fue porque escuché el estornudo próximo del profesor. Saqué el botellón de anhídrido acético del gabinete de la campana y lo introduje en el compartimiento de extracción.
Ya había trasvasado los 50 mililitros que necesitaba, a último segundo por una de esas curiosidades a veces geniales, a veces desafortunadas que se me ocurren, decidí quitarme la mascarilla para comprobar, reconocer los vapores del recién conocido anhídrido, abrí el botellón y con la mano derecha desvié los vapores hacia mi nariz, sentí varios alambrazos ardientes en las fosas nasales, solo sentía el ardor de cuando se traga agua en la playa o el río por respirar agua. Pensaba que ese ardor como el del agua pasaría en unos pocos minutos. Corrí hacia el baño y me lavé las fosas nasales varias veces pero el ardor seguía punzante como erizo o urticante como coral. En medio del dolor perdí el control del embudo de adición y la reacción exotérmica se disparó, el profesor me indicó que la única forma de recuperar al menos las tres cuarta partes de la nota era explicar en el informe las razones de las fallas que impidieron completar el experimento. Por supuesto que nunca hablé del accidente con el anhídrido acético.************************
Al salir del laboratorio corrí hacia el comedor pero ya la señora Providencia había cerrado la especie de bodega donde vendía empanadas, arepas y refrescos. En medio de mi resuello, le reclamé que cuando uno más necesitaba medio litro de leche ella ya había cerrado el local. Al bajarme del autobús en la fuente 19 de abril, escuché a varias personas quejarse de la intensidad del olor de las fábricas de conservas de sardinas. Por más que llenaba mis pulmones hasta casi reventar solo percibía el reflujo del aire en mis fosas nasales. A duras penas le confesé a mamá que me había quedado sin olfato. Solo respiré profundo cuando me reclamó: “¡Caramba chico, tu siempre metiéndote en vainas!” Solo recuperé el aliento cuando el médico otorrino me dijo que el implacable anhídrido acético me había arrebatado la pituitaria pero que íbamos a regenerarla con unas gotas que me prescribió. Desde ese momento mi ritual de los preparativos de las prácticas incluyó un frenazo antes de acercarme a la campana de extracción.***************************************
Alfonso L. Tusa C. 18 septiembre 2023. ©
jueves, 21 de abril de 2022
Cancionero cinético
El hombre de casi 60 años cerró los ojos y se detuvo un instante al traspasar la puerta de vidrio del terminal aéreo de Maiquetía, aquellos mosaicos de efectos intermitentes desplegados en peldaños infinitos hasta el fondo del pasillo, desplegaron un laberinto cinético que tal vez solo Carlos Cruz Diez pudo visualizar cuando diseñó la obra de arte. Ahora aquellas formas, aquellos colores marcaban una ruta muy distinta a la de viajes anteriores, no se trataba de una expedición de negocios, estudios o vacaciones. Ahí, apenas de pie miraba una película fantasmal que solo se ve al final de la vida, o como sospechaba ahora, cuando se abandona el lar nativo sin saber si alguna vez regresará. El dolor de alejarse de muchos seres queridos, de lugares entrañables, de atmósferas íntimas, hacía que Podalirio casi desfalleciera entre sudores fríos y respiraciones entrecortadas. Entendía que aquella era su manera de sobrevivir luego de más de cinco años sin trabajo ni alimentación estables.
Lo único que pudo rescatarlo del remolino emocional de alejarse de su hijo y de su madre fue un mosaico de momentos galvanizados por un trabajo musical de Ilan Chester, Tesoros Musicales de Venezuela. Cada una de aquellas canciones y las anécdotas de cómo se realizaron algunas de las grabaciones remitió a Podalirio a otro entramado de colores y cinética que estremecieron sus costillas. Los pintores y las paletas, y las plumas de poetas que van desgranando la lírica de “Cerro Ávila” templaron los pasos vacilantes de Podalirio hasta que reconoció todas las gradaciones de verde que fluyen en un atardecer caraqueño entre el Country Club y Petare. Sabía que cada uno de aquellos verdes encajaba con un estado de ánimo, con un juego infantil, con un romance juvenil. A ratos sentía que la agonía le estrangulaba el pecho, luego avanzaba entre los peldaños del pasillo como buscando conversar con Cruz Diez. La dinámica de Ilan le hizo volar sobre Caracas.
Nunca rehuyó las imágenes deprimentes que ha dejado el monstruo totalitario en su tierra, mientras casi se marea entre la cinética cromática, escuchó el chisporroteo de una canción que había escuchado por primera vez en el tocadiscos Garrard del comedor de su casa de Cumanacoa, su padre siempre lo retaba a que colocase una canción excepcional. Cuando parecía a punto de rendirse vio la cubierta del longplaying de Billo’s. “Y sigo pensando que ese viaje tuyo no era necesario…ahora que Caracas está celebrando cuatricentenario…Epa Isidoro…por las calles de los cielos, en tu coche roto y viejo la cuerdita nuestra te recordará”. En el CD Ilan grabó a dúo con José Luis Rodríguez y fue inevitable aquella atmósfera refrescante y fraternal de las fiestas de los 1960s. En el folleto, o en una entrevista, Ilan contó que cuando llamó a José Luis para grabar “Epa Isidoro”, se emocionó mucho y hasta pagó el alquiler del estudio de grabación.
La intensidad de las imágenes por momentos empujaba a Podalirio hacia las paredes como un boxeador buscando aire ante una andanada bestial de impactos. Entonces sintió un pinchazo incandescente en un costado. En el bar La Fuente de Cumanacoa, había una rockola que tenía todo tipo de música, hasta su repertorio de música venezolana era respetable. Una tarde, el dueño del bar vino corriendo al salón de la rockola cuando Podalirio marcó el A-61, Caracas. César Prato. “Te manda el Ande altivo conmigo, su corona de nieve, te manda el Orinoco el beso fresco de su espuma que llueve, te manda el ancho llano su corazón trenzado en cuatro cuerdas, de todos los rincones de mi tierra te traigo mil leyendas”. “¡Muchacho! ¿De donde sacaste esa canción? ¿La he buscado desde la última vez que cambiaron los discos de la rockola y hasta tuve un altercado con el tipo de los discos y le dije que no le iba a pagar! ¿Qué número es?”. “ Esa tarde casi nos emborrachamos porque el dueño del bar nos obsequió una caja de media jarra, tuvimos que pedirle el favor que nos guardara la mitad para el fin de semana”. Ahora casi se va de bruces sobre los peldaños cinéticos y no sabe si queda más lejos la rockola o el destino del avión que los sacará de Maiquetía.
La simetría de colores hace que Podalirio note el desgaste de las baldosas, hay algunas donde los colores casi desaparecen sobre el negro del fondo. La sensación de mareo, de punzada de juego visual impulsa a Podalirio por un pasadizo hasta una mañana escolar de 1968. Todavía no terminaba de adaptarse a su maestra de segundo grado, justo el día anterior había acusado dos reglazos en el antebrazo derecho por no haber realizado los deberes escolares de fin de semana. Ahora tenía pruebas propias de que aquella era la maestra más dura y estricta de toda la escuela, pero ni de casualidad se le ocurriría decírselo a su mamá, ya estaba bien con los pinchazos de la maestra. Hasta el patio llegaban las notas de una canción que sonaba en el equipo de sonido de la dirección: “Ansiedad, de tenerte en mis brazos…musitando, palabras de amor…”Podalirio se descuidó un momento para ver jugar a las muchachas. Solo vio venir una sombra inmensa y lo próximo que recuerda es a la maestra enfrentada con un manganzón de sexto grado: “¿Que ocurre con usted? ¿No ve que casi atropella a uno de mis alumnos? ¡Ahora mismo me va a acompañar a la dirección para reportarlo por desconsiderado!” En medio de la bajada de tensión sanguínea, Podalirio se sostuvo del muro de una escalera automática, como un púgil recibiendo conteo de protección en una esquina neutral. Ahora quizás entendía porque su mamá lo había anotado con aquella maestra.
Caminó varias veces los trescientos metros de aquel pasillo, ese maratón de simetría y gradaciones entrecortadas le hizo alunizar como aquella tarde al regresar de una sesión de química orgánica, siempre se reunía con sus compañeros de clase en el Jardín Sport de Cumaná. Aquella noche luego de seis o siete cervezas escucharon a unos tipos discutir que en la rockola había una canción de Alfredo Sadel que nunca habían escuchado. Los tipos planeaban sonar esa canción tan pronto como su amigo terminara de entonarse con una mezcla de cognac y brandy que trasegaban. Entre los amigos de Podalirio había alguien que cantaba en el coro del Tecnológico. La voz de Sadel se incrustó entre todos los árboles del lugar. Los tipos empezaron a provocar a su amigo, sabían que él podría cantar esa canción a dúo con Sadel, siempre alcanzaba los registros más altos con su voz cuando iban a cantar serenatas. Podalirio veía intrigado con sus amigos como los tipos marcaron la canción en la rockola y empezaron a cantar con su amigo. “Fue tan honda la herida que en mi vida dejaste…apegada a un pasado que jamás olvidaré...” En el momento de la escala vocal más alta el tipo carraspeó, sus amigos le dieron varias palmadas en la espalda, Podalirio trató de alcanzar los registros incandescentes de Sadel, pero apenas le salió un susurro, cuando los amigos del cantante ahogaban risitas burlonas, el tenor de la coral del Tecnológico se ubicó a escasas fracciones de octava de Sadel. Esa noche terminaron cantando serenatas versus todos los boleros que había en la rockola y cuando el otro recuperó la voz vimos un mano a mano más épico que uno de aquellos eventos pugilísticos que llamaban “la pelea del siglo”.
En algunos lugares del pasillo Podalirio notó que algunos mosaicos empezaban a fracturarse y algunos habían desaparecido. Recordó la acera desgastada de la avenida Perimetral cumanesa, las olas venían furiosas desde Araya y saltaban lejos de la playa. Una tarde Podalirio intentó despegar un fragmento de acera que las olas habían fracturado, su abuelo lo miró con magma en los ojos. “¿Cómo piensas regresar a disfrutar la brisa y ver el horizonte si no tienes donde caminar?” Esas imágenes traían otra de las canciones del disco compacto. “Por estas calles la compasión ya no aparece… y la confianza parece que se fue de viaje…” Estuvo a punto de caer cada vez que pisaba uno de aquellos mosaicos fracturados. En medio de la lírica quiso preguntarle a Yordano si de verdad pensaba que la armonía y la compasión eran solo vestigios difusos en la atmósfera venezolana. Con un pie en los peldaños de Cruz Diez y otro en la acera de la Perimetral, Podalirio atisbó aquel barco que había encallado frente a la avenida Perimetral. El “Cariaco” era un buque de carga con equipos para una procesadora de pescado, le había contado su abuelo cuando lo acompañaba en aquellos paseos matinales mientras regresaban con dos tobos de arenques luego de ayudar a limpiar los instrumentos y las instalaciones de la procesadora.
En medio de las inspiraciones más tóxicas de su agonía, Podalirio apuró el paso para levantar una hoja casi amarillenta, de aquellas que llamaban de “examen” en sus días escolares. Llamó con voz oxidada a la niña de cabellos rubios, y le extendió el papel. Las letras grandes y asimétricas indicaban fases iniciales de caligrafía. “¿Es tuyo?”. La niña casi lo templó de su mano y apenas asintió, solo agradeció luego del reclamo paterno. Los Tesoros Musicales volvieron a zarandear a Podalirio. “…aunque sea con borrones… escríbeme…escríbeme”. Cuando estudiaba tercer año de bachillerato convocaron un concurso de cartas románticas abierto para los estudiantes del liceo, desde primero hasta quinto año. Al principio Podalirio estaba inseguro, quería escribir la carta solo que la mujer de quien estaba enamorado era la profesora de Castellano. Sabía el tipo de revuelo que su carta podía causar si escribía el nombre de ella, así que la nombró “Minovia”. Los organizadores publicaron las tres cartas ganadoras en la cartelera principal. Además del jurado y varios amigos, la profesora de Castellano lo felicitó y le dijo que su carta pudo haber sido la ganadora. Podalirio pasó casi tres minutos sin hablar. Cuando le dijo que se inspiró en ella para escribir la carta, la profesora le tomó la mano y le dio un beso en la mejilla. El lunes siguiente tenían nueva profesora de Castellano.
Ahora temía seguir ascendiendo en aquel laberinto de luces y recuerdos, de pigmentos cinéticos y simetrías infinitas. La agonía se había multiplicado con cada paso, los espacios negros entre los trazos cromáticos de Cruz Diez parecían vestigios de épocas tan pretéritas como fantásticas. Otro sonido telúrico chirrió en el disco compacto: “Hice una vez el juramento de no amar…pero lo hice no sabiendo que tu amor…le hiciera tanto daño a mi corazón…que ese juramento… al fin se rompió…” Al descubrir que esa canción la escribió José Antonio López fue inevitable aquella frase: “Oh Cumaná quien te viera y por tus calles paseara y hasta San Francisco fuera, a misa de madrugada…”Esa imagen envió a Podalirio hasta una mañana decembrina cuando su abuelo lo mandó a comprar leche condensada: “Compra una lata de leche condensada con estos tres reales y con este medio compra dos huevos. Apúrate, tengo que preparar esa leche de burra antes de las once”. A veces regresaba triste porque no había leche condensada. El abuelo le levantaba la barbilla con la mano derecha. Sacaba una botella de ron blanco y otra de granadina. “Sol y sombra” llamaba a esa bebida, todo el que llegaba a la casa y tomaba ese elixir colorado salía caminando en eses. El abuelo le decía: “No se te ocurra tomar de esa botella”.
La voz de la locutora interna anunciaba el número de su vuelo, Podalirio sintió que los peldaños cinéticos casi se convirtieron en las vallas de una carrera de cien metros. Sentía un torrente húmedo en los ojos. Apenas si movía los pies. Entonces sonó en el fondo del cráneo otro de aquellos tesoros musicales: “Hoy todo me parece más bonito. Hoy canta más alegre el ruiseñor. ‘Toy contento, yo no sé que es lo que siento. Voy cantando como el río, como el viento. Como colibrí que canta su canto en la sabana”. Cicatrices en carne viva, respiraciones acéticas, sudores glaciales, Podalirio quería atravesar la cinta rodante con la bandejita donde colocó la cartera y sus pertenencias metálicas, sin voltear atrás, con un gran borrador en la mente. Solo que el desarraigo es un proceso tortuoso que multiplica las imágenes de una vida hasta templarte el cuello y hacerte mirar los contornos más fosforescentes de Cruz Diez sobre aquella noche espesa de baldosas desgastadas.
Alfonso L. Tusa C. 21 de abril de 2022. ©
martes, 7 de diciembre de 2021
Azeótropo terciario.
Desde aquella primera práctica de laboratorio de Química Orgánica había sentido mucha curiosidad tanto por etimología como por la semántica del término, que dos y hasta tres compuestos evaporasen a la misma temperatura me intrigaba y a la vez reconfirmaba mi idilio con la química. Más de cuarenta años después, mientras vivo en otro país a miles de kilómetros de distancia, con solo un álbum de nostalgias, páginas estrujadas, cicatrices delicadas; la intermitencia de los corrientazos quema los huesos con imágenes de un país que solo existe en esas aguas de atardeceres infinitos que arden en los ojos como chubascos repentinos que me hacen pedir permiso para ausentarme del trabajo y hasta de las tertulias de alguna celebración. Mal que bien he logrado rehacer mi existencia con una mujer de ascendencia hispana, estoy en contacto con mi hijo que vive en Seattle, aunque muchos de esos días largos veraniegos me sorprendo esperando el crepúsculo de las nueve de la tarde con la mirada vidriosa incrustada en el horizonte de Vancouver. Sigo escuchando voces de la infancia, zumbidos de gurrufíos, sabores de aquellos “templetes” de contribución en las calles de Cumanacoa.
Siempre he rehuido o tratado de evitar las reuniones de latinos, mi compañera ha insistido por mucho tiempo que deje los temores, que me libere de esas tonterías de la nostalgia, que deje de estar pensando que asistir a una de esas reuniones me va a afectar emocionalmente. Sigo encerrado en mi silencio cada vez que Brenda toca el tema, valoro mucho su paciencia y su delicadeza. Solo imaginar compartir con un grupo de latinos, aunque casi no haya venezolanos me lanza sobre el compartimiento cerrado del sótano, meto la mano derecha entre los periódicos amarillentos, deslizó los dedos sobre aquella caja de samán y aquel trapo tricolor de siete estrellas me tumba cual puñetazo al hígado. Las imágenes de aquello que fue un país refulgen casi en los linderos del cráneo que rozan el occipital, al tratar de explicarme como desapareció todo aquel panorama institucional, si con muchas aristas por resolver, pero nadie medianamente sobrio puede negar que aquellos 40 años fueron la etapa cuando Venezuela vivió cerca la democracia.
Todas las ocasiones cuando Brenda ha intentado disimular ir a la playa, el parque, o el estadio siempre detecto en el aire la intención de una reunión con puertorriqueños, mexicanos, argentinos, cubanos o dominicanos. No tengo nada en contra de ellos, disfruto mucho con sus acentos y palabras características, es un intercambio feroz, porque ellos siempre bromean cuando hablo de “mamar gallo”, “faramallero”, o “tres lochas”. Son momentos realmente divertidos, solo que en plena reunión o después de esta vienen las imágenes del país extraviado. Corro hasta que me duelen las pantorrillas y los muslos como cuando esperábamos los camiones cargados de caña de azúcar en una transversal de la calle La Florida de Cumanacoa y en una carrera fabulosa templábamos cuatro, cinco y hasta siete bastones gruesos de casi dos metros de longitud; de pronto siento un corrientazo en el pecho y me alejo hasta refugiarme en la cabina del Toyota-Camry.
Brenda pasa más de media hora silente, más que enojo es una ausencia forzada. La mayoría de las veces que ha tratado de indagar porque me encierro, me interno en esos pasadizos infinitos de ese estado de ánimo que ignora si es tristeza, depresión, ansiedad o nostalgia. Las pocas veces que he accedido descubrir un poco ese laberinto de punzadas y ardores oculares, llega un momento cuando me ahogo con la saliva y casi me trago la lengua, entonces le ruego que me deje solo, en medio de suspiros imperceptibles. Llegan imágenes, estampas, fogonazos de mañanas sabatinas de beisbol de caimaneras en solares o descampados, o tardes dominicales de parrilladas o hervidos de pollo en una orilla de aquellos ríos de aguas prístinas y cargadas de frescura. Ella trata de explicarme como ha logrado controlar su tristeza, como ha manejado las imágenes de lo que dejó atrás en su recuerdo. La veo con piedras en el fondo de las retinas, intento felicitarla por su logro. Pero termino mirándola con recelo.
En varias ocasiones he ido paseando por una de esas avenidas de Vancouver llenas de aire gélido y rostros cubiertos, y no sé si es mi imaginación o de verdad son unos venezolanos que hablan en voz alta. Volteó en todas direcciones y a pesar de seguir escuchando el murmullo no distingo a nadie de facciones mestizas venezolanas. Entonces sacudo el cráneo y me parece avanzar por aquel sendero de ripio anaranjado con cocoteros de ambos lados. Desde más de un kilómetro antes de llegar a la casa se percibía la esencia profunda del majarete, la volatilidad del coco conectado con la profundidad del papelón y provista de un inmenso volumen definido por la harina de maíz. Atropello las zancadas, aquel escándalo en las papilas me hace sentir en ese pedazo de país inexistente que resplandece en una memoria obstinada en blanco y negro, en dulce y amargo, en percusión y silencio. Esos son los fragmentos de historia, de geografía o cartografía que ebullen en mi mente.
Brenda me dice que no puede entender como todavía guardo todas esas imágenes con tal nitidez después de tanto tiempo. Ella también ha experimentado los ramalazos de la tragedia, aunque ha conseguido avanzar, si no ha logrado pasar la página completamente, al menos la ha levantado hasta verticalizarla. Mi respiración desaparece por momentos, miro a Brenda y no sé que decir. Cuando me toma la mano derecha entre las suyas siento una especie de abstracción. No sé si percibo ese sabor a bicarbonato en la parte posterior de la lengua propio del descenso de tensión sanguínea luego de un gran esfuerzo anaeróbico mientras se corre un maratón, avanzo por todas las calles de Vancouver y tengo que detenerme, escucho las notas musicales de “Adiós a Ocumare”, “La Bellas Noches de Maiquetía” o “Conticinio” que la subdirectora hacía sonar en el equipo de sonido de la escuela José Luis Ramos. Aquella efusividad solo era comparable a los domingos familiares en la playa.
A veces tengo que desviar mi camino en medio de la multitud de transeúntes, regreso al paso peatonal y me interno en el parque público. Me escondo detrás del sicomoro más grueso y allí trato de recuperar el aliento de enhebrar la alegría de aquellos recreos de música venezolana en medio de carreras y deslizamientos sobre cemento pulido, con la curiosidad de seguir a aquellos señores de ropas desgastadas o cargadas de sudor, que pasaban pegados a las paredes hasta llegar al comedor público, casi siempre iba allí para acompañar a José, la maestra siempre lo llevaba junto a otros niños, a desayunar en ese comedor. Me sentía integrado a todas esas personas, había una atmósfera de conexión, de un cariño propio de lo inexplicable, si, eran mis compañeros de clase, pero había otros estudiantes que no conocía y menos sabía de los señores de ropas raídas, sin embargo los estimaba y respetaba con una electricidad que erizaba los poros y traspasaba los huesos.
Durante los atardeceres largos del verano, cuando me extraño de que aquí en Vancouver sean las ocho de la tarde, cuando en Cumaná hace rato eran las ocho de la noche, busco a Brenda, trato de desahogarme. Me atraganto con las palabras, las muerdo, las saboreo, las mastico. A último minuto enmudezco y Brenda reclama con una mirada vidriosa, reclama mi falta de confianza. La entiendo pero no sé si ella pueda entender de gurrufíos recortados de tapas de latas de leche en polvo, de trompos modificados con clavos de una pulgada, de sándwiches de casabe y cambur. Pienso que se puede burlar de mí, acusarme de nostálgico compulsivo, de incapaz de pasar esa página. A veces me cuenta que se topó en el centro con una pareja de puertorriqueños que hablaban muy parecido a la gente de Cumaná, al principio pensaba que era una ocurrencia, pero cuando la escuché decir: “enantes”, “taparero”, “vergajo”; se me crisparon las manos y sentí un pinchazo en la parte izquierda del pecho.
Cada tres o cuatro meses termino por acceder a la insistencia de Brenda para que vayamos a una de esas tantas invitaciones de conocidos latinoamericanos para una parrillada sabatina. A veces, después de mucha insistencia de los cubanos y los colombianos, empezamos a hablar de beisbol, futbol y boxeo, de Kid Pambelé, Kid Gavilán, de Tony Oliva y Cesar Tovar. Siempre llega un punto de inflexión, una fibra delicada y de pronto me levanto y me internó en el patio, detrás de la estructura de ladrillo de la parrillera, me guarezco bajo las ramas de un mango. Siento una mezcla de sudores fríos, con lágrimas y algo de los vapores de carne de res y orégano, se trata de una corriente silenciosa que atenaza la yugular y casi me asfixia. Intentó buscar la intersección de la calle La Florida con Las Flores en Cumanacoa, o el comienzo de la calle Ayacucho de Cumaná justo en la entrada de la Librería San Pablo, pero solo encuentro las puertas cerradas de un país fantasmal que solo alcanzo en soledad.
Siempre termina pasando su mano derecha sobre mi hombro y hace que la mía se pose sobre el de ella, nunca habría imaginado que después de los sesenta años pudiera encontrar una mujer como Brenda, capaz de entender y auxiliar mis cicatrices más profundas. Dispuesta a internarse en las arenas movedizas de mis depresiones y cambios bruscos de humor; ella tiene una especie de radar, un telescopio, o quizás solo intuición para detectar en que momento efímero de tranquilidad de esos territorios salvajes puede acercarse con tal puntería que me hace mascullar un asomo de sonrisa, la conciencia del tiempo transcurrido desde mi más reciente momento de solaz, me hace apretar su antebrazo izquierdo hasta que ella frunce sus labios. Los sabores acres al fondo de la lengua, los pinchazos frecuentes al borde del esternón, las pulsaciones en el rabillo del ojo izquierdo, desaparecen por instantes, pero luego que ella se ausenta regresan como vendaval fantasmal.
Una tarde avanzada de Vancouver, luego de martillar y lijar dos banquetas que Brenda quería reparar, reflexioné un poco en el mesón del estudio, quería salir a respirar aire puro. Brenda estuvo de acuerdo, aunque me dijo que tenía algo pendiente que hacer, me costó mucho cerrar la puerta de la calle, ella era una especie de catalizador en mis reacciones de compensar dolores emocionales. El beso que me lanzó desde la cocina supo a vainilla y piñonato, si a aquellos dulces cumaneses que siguen existiendo en la memoria de quienes se niegan a olvidar su cultura. Le pregunté si aún tenía la dirección de aquel mercado latino que le habían facilitado unos amigos mexicanos, Brenda me miró entre muchas pestañeadas seguidas, casi le había lanzado el papelito en el pecho cuando me habló de eso, hasta allá llegaba mi aprensión por evitar el contacto con algo latino y más aún si era venezolano. Ella casi cerró los ojos con una expresión de “¿estás bien? ¿seguro que estás aquí? ¿seguro que no estás soñando despierto?”
A la tercera vez que respondí pausado, calmado, hasta relajado, Brenda respiró profundo, me tomó la mano derecha y me apretó los dedos cada uno más fuerte que el otro hasta que apreté los ojos. Veía todas las imágenes que me hacían escapar de los encuentros y las celebraciones con personas relacionadas con Latinoamérica, podía oler la esencia del maíz pilado triturado en el molino de manivela, amasado junto al chisporroteo de un haz de leña al costado de un río, las papilas ardían al contacto con la feria del tomate y la cebolla entre el carnaval de un suculento “perico”. Cuando siento la respiración de ella cerca de mis mejillas, apenas recupero los momentos valiosos al correr tomados de la mano en los parques públicos, compartir un brownie caliente con dos esferas de mantecado, jugar ping pong en una mesa improvisada en el patio trasero hasta las diez de la tarde y luego correr a preparar una limonada con hierbabuena, agua de coco y miel de abejas.
El miedo a compartir con personas latinoamericanas se disparó luego de animarme a ir a un juego de beisbol en el estadio municipal de Vancouver con Brenda, ella disimuló una mirada profunda y pronto la dibujó con sonrisas mientras frotaba las palmas de sus manos. Pocas veces había conseguido aquel equilibrio entre las incidencias del juego con el fluido emocional de las tribunas, el olor de grama recién cortada, los vahos de perros calientes cargados de cebolla y papitas, la esencia del lúpulo y la cebada; por lo general siempre me internaba en los detalles del juego y me abstraía. Toda esa escena estremeció en mis talones cuando una voz atravesó la tribuna con matices de Cumaná, con sabores de Cumanacoa. Una especie de punzada pectoral empezó a desgarrar mis sentidos. Traté de refugiarme en el juego pero las voces traían percusiones de los cánticos más autóctonos del estadio de la UCV, “leo…leo…leo…” rociado con la estridencia de una corneta.
Brenda me daba palmadas en la espalda, algo se me atragantó en el esófago cuando del otro lado de la tribuna emergió un contrapunto justo después del sonido del bate contra la pelota: “…no hay quien le gane…” no se si el sonido de la sirena lo imaginé pero la agitación de manos levantadas y una bandera tricolor de siete estrellas casi me tumba contra las gradas, tuve que simular a última hora que había volteado a tomar la hoja de anotación. El pitcher se detuvo unos instantes en sus movimientos, su mirada estaba fija sobre la bandera, el corredor de segunda base pasó un buen rato agachado sobre la almohadilla. Brenda me preguntó si quería regresar a casa, enarqué los ojos como un niño cuando se acaba el recreo escolar: “por nada del mundo abandonaría el estadio en medio de un duelo de pitcheo”. Más allá de la intensidad del juego la fibra que me sostuvo en esa tribuna fue aquella bandera flotando en el aire…las estrellas de mi bandera son siete, no ocho, quizás por que la octava fue impuesta, nunca consultada, quizás porque es una deuda imborrable por cuanto los méritos de la estrella de Guayana fueron pagados con el homicidio de su héroe, quizás porque ver burbujear esa bandera me hizo sudar todas las mañanas de juegos de aquella Venezuela.
Alfonso L. Tusa C. 7 de diciembre de 2021.
lunes, 28 de septiembre de 2020
Feb. 21 Episodios Olímpicos: ‘Hoy morimos un poco’, escribir la historia de Emil Zatopek.
Kate Carter. the guardian.com. 27 de abril de 2016.
Richard Askwith habla acerca de la dificultad y el disfrute de escribir una biografía de uno de los corredores más grandes de todos los tiempos, desde codearse con las leyendas hasta capturar el espíritu de un verdadero hombre único
¿Por qué Emil Zátopek?
Pienso en Zátopek como el santo patrón de los corredores. No solo revolucionó su deporte, lo reinventó. Reescribió los libros de registros y redibujó los límites de la resistencia, al redefinir la idea de lo que era humanamente posible. Nadie más, antes o después, ha dominado las carreras de distancia de la manera que él lo hizo a finales de los 1940s y comienzos de los 1950s. Sus logros en los Juegos Olímpicos de Helsinki nunca serán igualados. Y él hizo esto con una juguetonería loca y una generosidad de espíritu que lo hizo quizás el olímpico más querido de todos los tiempos. La única figura comparable en la que puedo pensar del siglo 20 deportivo es Muhammad Ali, aún así, Zátopek, a diferencia de Ali, ha sido tocado muy poco por los biógrafos hasta ahora.
¿Recuerda usted la primera vez que oyó hablar de él?
Apenas puedo recordar el tiempo cuando no sabía de Zátopek. Pienso que puedo haber sabido vagamente de él cuando era niño, al ver los reportes noticiosos de la Primavera de Praga. Pero fue cuando empecé a correr, cuando tenía veinte años, que la idea de él empezó a resonar. La idea del soldado estóico, endureciéndose física y mentalmente mediante la autodisciplina, sin perder su humanidad, era inspiradora. Lo vi como un modelo de auto superación, lo cual es ridículo, lo sé, pero muchos otros corredores sentían igual. El hecho de que también fue un mártir de la represión comunista (esto fue antes de la caída del muro de Berlín), y que nadie sabía que había pasado con él, solo aumentó el misterio y el romance. Cuando me propuse escribir de Zátopek, asumí que todos conocían su historia, y me sorprendí al encontrar que la mayoría de las personas, o la mayoría de las personas menores de cuarenta años, nunca había oído de él.
¿Como fue escribir de él?
Se pensaría que Zátopek sería una persona fácil de la cual escribir un libro. Tenía una historia sorprendente, colorida, inspiradora, encantadora: un hombre que ganó cinco medallas olímpicas, estableció 18 registros mundiales, redefinió los límites de la resistencia humana, se convirtió en vocero mundial de la deportividad y generosidad, y fue sumido en la solitaria oscuridad por los comunistas después de manifestarse por “un socialismo con rostro humano”. La historia se cuenta sola. El autor solo tiene que escribir. Aún así de alguna manera, también es un tema terriblemente difícil. Ciertamente es intimidante: el más grande, más carismático, el corredor del cual más se ha escrito que el mundo haya visto. Escribir su biografía es una gran responsabilidad. Te sientes presuntuoso al asumirla.
¿Por qué piensa que su nombre es menos familiar ahora?
Eso ocurrió hace mucho tiempo. Emil nació en 1922 y falleció en 2000. Los contemporáneos que sobreviven están en sus 90s, y cada vez son menos. Inevitablemente, algunas memorias son más confiables que otras. Encontré a Dana Zátopková, la viuda de Emil, maravillosamente alerta y comunicativa, pero hasta ella tuvo dificultades para precisar secuencias detalladas de eventos de hace 60 o 70 años. Otros testigos oculares eran más imprecisos. También estaba la pregunta de que tan confiable era la evidencia en primer lugar. La mayoría de las personas en la República Checa, y quizás también en el mundo del atletismo, tienen una historia que contar de Zátopek. La pregunta es: ¿de donde vino la historia? ¿La presenciaron ellos, o solo la oyeron, y si fue así, de quién? Hay muchos mitos que se repiten una y otra vez, por ejemplo la historia de que Emil solía cargar a Dana en su espalda cuando entrenaba, o que fue en 1968 cuando le dio su medalla de oro a Ron Clarke, después de la Primavera de Praga y los Juegos Olímpicos de México. He leído eso último repetidamente, en libros éxitos de venta y periódicos prestigiosos. Pero eso no lo hace realidad.
Así que ¿encontró que la mayoría de esas leyendas no tenían sentido?
No, pienso que lo más sorprendente que aprendí fue que, a pesar de todas las florituras, una asombrosa cantidad de las leyendas de Zátopek es verdadera. No, él no cargaba regularmente a Dana en su espalda, pero lo hizo al menos una vez (y en otra ocasión hizo una sesión completa de entrenamiento con una niña pequeña en su espalda). No, el no entrenaba en el corredor de 800 metros de la academia militar, pero entrenaba en las arenas profundas de la gigantesca escuela de manejo bajo techo. No, no le dio una medalla de oro a Ron Clarke en 1968, pero lo hizo en 1966. No, no le cedió su cama a un periodista australiano la noche anterior a los 10.000 metros de los Juegos Olímpicos de Helsinki. Pero le cedió su cama a un entrenador australiano (Percy Cerutty) pocas noches antes de la carrera, y se metió en problemas por permitir un “espía” occidental en el bloque comunista de la villa olímpica. Y así sucesivamente. Este hombre extraordinario, mágico, realmente existió. Hubo realmente un hijo de un carpintero pobre de Moravia, sin talento atlético especial, quien se construyó mediante el trabajo duro y la inventiva para ser el atleta más famoso que el mundo haya visto.
Realmente hubo un corredor quien redibujó los límites de su deporte en solitario, y mantuvo una luminosidad de corazón y una generosidad de espíritu que hizo sentir al mundo un lugar más cálido durante los días más oscuros de la guerra fría. Realmente fue casi patológicamente generoso, hubo una vez cuando un campamento de Praga empezó a redireccionar la caravana porque no tenían espacio, hacia la casa de Zátopek, sabían que Emil siempre les ofrecería hospitalidad. Y él realmente desafió a los tanques soviéticos en Wenceslas Square en Agosto de 1968, al detener brevemente una invasión super poderosa en camino.
Después de eso ellos lo quebraron, por supuesto. Pasó años como trabajador itinerante, incluyendo una mina de uranio, viviendo en una caravana, lejos de su hogar y de su amada esposa; y para el momento cuando fue rehabilitado era una sombra del hombre que había sido. La historia de los últimos años de su vida por momentos rompe el corazón. Aún así el hecho más sobrecogedor que me impresionó una y otra vez, dondequiera que iba y con quien fuese que hablara, es que Emil Zátopek era amado. Había algo como de niño acerca de él, tuvo un efecto en las personas. “Él iluminaba las vidas de las personas”, fue lo que dijo una persona. Para mí, esa fue la cosa más importante acerca de él.
¿Piensa usted que la historia de Zátopek tiene alguna relevancia para el corredor moderno?
Definitivamente. Sin embargo no se trata del entrenamiento, a pesar de lo fascinante que lo encuentran muchos corredores. Sus innovaciones han sido aceptadas tan ampliamente, absorbidas y desarrolladas que los detalles de lo que hizo apenas importan. Algunos corredores aun se obsesionan por los números: ¿hacia ochenta vueltas rápidas de cuatrocientos metros en un día o cien? ¿Qué tan rápida era cada vuelta? ¿Qué tan largos eran los intervalos de recuperación? Y así sucesivamente. Esas figuras existen, las encontrarán en mi libro. Pero no pienso que eso diga mucho. Muchas de sus sesiones fueron hechas sin cronómetro, sobre distancias medidas de manera imprecisa, hacía buena parte de su entrenamiento en el bosque. Un corredor con más o menos velocidad natural derivaría un grado diferente de beneficio al replicar exactamente una de sus sesiones. Y por supuesto el equipo era diferente, las pistas eran diferentes, la nutrición era diferente. No hay comparación entre lo que él hizo y lo que podemos hacer.
Lo que todavía es relevante, en mi opinión, es su actitud. No sé si Emil de verdad dijo, “Un corredor debe correr con sueños en su corazón, no con dinero en el bolsillo”, pero ese es el tipo de cosa que bien pudo haber dicho, y me parece que eso es un mensaje increíblemente vigente. Pero el corredor ordinario podría inspirarse también en la loca manera de comprometerse de él. Ultimadamente, todos saben que para dar lo máximo como corredor hace falta ser algo loco, y Emil era tan loco como el que más en ese respecto. No era solo que corría con botas pesadas, aguantaba la respiración hasta que pasaba la meta, usaba tres ropas de carrera mientras corría en medio de una nevada, corría en un baño lleno de ropa para lavar por dos horas…Esa también era su filosofía: la idea era esa “El dolor es misericordioso, si dura sin interrupción, se acaba a sí mismo”.
Ese era el secreto de su éxito como corredor: entrenaba para ser duro de mente y también de cuerpo. “Cuando una persona entrena una vez, no pasa nada”, dijo él. “Cuando una persona se esfuerza en hacer algo centenares o miles de veces, se desarrolla de otras maneras además de físicamente. ¿Está lloviendo? Eso no importa. ¿Estoy cansado? Eso tampoco importa. El poder de voluntad ya no es un problema”.
He encontrado en varias décadas de entrenamiento que el pensamiento de Zátopek es energizante e inspirador. Como dijo Ron Clarke: no se trata de lo que hizo, es la manera como lo hizo.
¿Cuál es su pieza favorita de la sabiduría de Zátopek?
“Cuando no puedas seguir, avanza más rápido”. Es una locura, pero también es el secreto de todo. Solo dígaselo a usted mismo la próxima vez que sienta que no puede seguir
La cita que usa para el título del libro, ¿es así de apócrifa también?
Es algo que Emil se supone dijo en la línea de salida de la maratón Olímpica en Melbourne en 1956. Puede no haber usado esas palabras exactamente, pero ciertamente dijo algo en ese sentido. Todavía se recuperaba de una operación de hernia muy reciente. Estaba lejos del tope de sus condiciones y en cualquier caso ya había dejado atrás sus mejores años. La temperatura estaba entre 30 y 35 grados Celsius. Él sabía que no podía esperar otra cosa en el transcurso de la carrera que no fuese agonía física. Aún así la asumió con un humor de celebración, de amistad de cementerio que me parece estar cerca de capturar la esencia de su nobleza.
¿Piensa usted que él tiene un heredero natural en este momento? ¿Alguien que calce en ese molde, a pesar de cómo se entrena o corre ahora?
No puedo pensar en alguien que corra ahora que se le compare. Su equivalente moderno más cercano fue Haile Gebrselassie, quien se las arregló para combinar a un corredor increíble con una personalidad animada y generosa. Y ha habido muchos otros, como Paula Radcliffe, quien ha tomado a Zátopek como ejemplo. Pero hay muchas diferencias entre entonces y ahora. Zátopek lo dijo bien, hacia el final de su vida: “Hoy, el atleta no es un atleta. Es el centro de un equipo, doctores, científicos, entrenadores y mucho más. A veces yo corría como un perro loco, pero era muy simple. Eso estaba fuera de mí”.
Él parece haber estado obsesionado con las repeticiones de 400 metros. ¿Nunca se pregunto usted si él pudo haber mezclado un poco?
Si, definitivamente. Aparte de cualquier otra cosa, usted se pregunta como él se atascó en eso. ¿Nunca se aburría? Quizás también sea bueno tener en mente que, en buena parte de su carrera, él estuvo bajo una gran presión política para mantenerse ganando. No pienso que él exageraba cuando decía que a veces corría con miedo de ser enviado a prisión si perdía. Así que probablemente no se atrevía a tratar cualquier cosa como hacer las cosas más sencillas. A veces el mezclaba un poco: carreras largas lentas en las montañas con Dana, retozar en el bosque con un niño en su espalda, trotar en un baño lleno de ropa por lavar. Él no parece haber contado con esa clase de carrera, correr sin intensidad ni dolor, como un entrenamiento apropiado.
Traducción: Alfonso L. Tusa C. 20 de febrero de 2020.
Today We Die a Little : The Rise and Fall of Emil Zátopek, Olympic Legend by Richard Askwith is published by Vintage Publishing.
Feb. 18. Para Mi Padre
Coby White. North Carolina Tar Heels. The Players’ Tribune. 17 de junio de 2019.
Una tarde de hace pocos años, mi mamá me llamó a la habitación de mis padres. Estaba sentada en la cama cuando entré. Mi papá estaba afuera en el jardín.
Mi mama me dijo que me sentara, entonces empezó. Primero no entendía que significaba aquello. Habíamos estado complicados luego de saber la noticia pocos meses antes de que mi papá había sido diagnosticado con cáncer de hígado, mientras me sentaba, mi mamá seguía hablando de cómo le estaba yendo a él, de los exámenes que le habían hecho y los que no. Pero era el tipo de situación donde ella decía muchas palabras, y a la vez…no decía nada. “¡Mamá!” le dije finalmente, interrumpiéndola. “¿Qué es esto? ¿Qué tratas de decirme?”
Ella respiró profundo.
“El cáncer de papa…Coby…No va a desaparecer”.
Ella hablaba lentamente. Le costaba decir las palabras.
“Y pronto un día…ese cáncer nos va a arrebatar a tu padre”.
En ese momento me derrumbé totalmente. Era puros sollozos.
Recuerdo querer responder pero…no podía hablar. Mi cerebro le decía a mi cuerpo que hablara, pero las palabras no salían de mi boca.
Cuando finalmente pude hablar, grité desde el fondo de mis pulmones…
“¡¡¡¡¡ESTO NO ES VERDAD!!!!!”
No sé exactamente como o por qué, pero justo en ese momento mi tristeza se convirtió en rabia. Fue como si todo mi cuerpo estuviese completamente lleno de furia.
Y entonces, de pronto, sin darme cuenta de lo que hacía…golpeé la pared.
Muy duro. Tan duro como pude. Con todas mis fuerzas.
Honestamente no sentí cuando mi puño golpeó la pared. Pero el impacto fue tan fuerte que mi papá lo oyó desde el frente de la casa y vino corriendo. Trató de consolarme, pero me fui afuera, me senté en la grama y lloré algo más.
Aquello era rabia al tope de la rabia. Nunca había estado tan molesto en toda mi vida.
Y ¿saben que? No me enorgullezco al admitir esto, pero…
No estaba bravo con el cáncer, ni con mi papá, ni siquiera por saber que lo iba a perder pronto, estaba molesto con… Dios.
Solo pensaba en como si yo era una persona de una increíblemente gran fe, ahora estaba a punto de perder a mi padre. Todo lo que había conocido y creido desde que era un niño pequeño parecía venirse abajo a la vez.
Seguí pensando, Si hubiera querido, Dios pudo haber detenido esto. Y en mi cabeza le decía lo desilusionado que estaba. Era como…
¿Por qué me estás quitando a mi papá?
Soy un muchacho de 17 años de edad.
¡¡¡¡¡Necesito a mi papá!!!!!
Estaba sentado afuera en la grama, las lágrimas bajaban por mis mejillas, y preguntaba una y otra vez…
¿Por qué, Dios? ¿Por qué?
Desde que era un niño pequeño, recuerdo que mi papá siempre fue la roca de la familia.
Él siempre hacía todo lo que podía para proveernos a mí, mi hermano y hermana, y a nuestra mamá. Nunca fue fácil, él trabajaba por guardia del amanecer en la fábrica cercana a nuestra casa de Goldsboro, North Carolina, pero nunca se quejó de nada. No era su estilo.
Mi papa también fue la primera persona que puso un balón de baloncesto en mis manos. Él jugaba baloncesto en North Carolina Central en aquellos tiempos, así que él amaba el juego y me introdujo en él desde temprano. Tan pronto como pude sostener un balón, me tenía en la calle frente a nuestra casa, lanzando al tablero que él había colocado. Y me contaba todas esas historias de desprenderse en el marcador por cuarenta puntos en aquellos días, o clavar el balón sobre el marcaje.
Lo asimilé todo.
Hay una que contaba acerca de como lanzó un alley-oop para él mismo, contra el tablero y clavó el balón con tanta fuerza que el árbitro no creía lo que estaba viendo y entonces…
“El silbato que tenía en su boca se cayó y aterrizó en el tabloncillo”, decía mi papá. “Estaba tan sorprendido que su boca permaneció abierta”.
No tengo idea de si eso es verdad o no, me refiero…si le cuentas esa historia al Coby de ocho años de edad vas a ser Supermanpara él.
Cada día regresaba a casa desde la escuela, hacía mi tarea y entonces…iba a la calle de enfrente a lanzar el balón. Papá tenía que dormir durante el día porque trabajaba en la noche, pero usualmente, cuando oía la pelota rebotando salía y me retaba a un juego de HORSE.
Él era un poco mayor que la mayoría de los papás, así que no pasó mucho tiempo antes que pudiera vencerlo. Una vez que fui capaz de lanzar desde cierta distancia, se acabó. Él era un tipo de rango medio, si se sabe a que me refiero, uno de la vieja escuela. Así que siempre trataba de evitar que yo lanzara desde lejos, o que hiciera trucos en los lanzamientos.
“¿Por qué tienes que lanzar desde tan lejos?” decía siempre. “¡Eso es trampa!”
Cuando no estábamos afuera lanzando el balón, mi papá y yo veíamos mucha televisión juntos. Definitivamente veíamos algo de baloncesto, seguro, pero lo que más le gustaba eran las películas de Rocky.
Mi papá estaba tan acostumbrado a trabajar de noche que los fines de semana se quedaba despierto viendo TV. Y aún cuando yo era pequeño, y mi mamá me gritaba en la sala y me decía que fuera a dormir, yo siempre contaba con que mi papá me sonriera como diciéndome… “Todavía no te irás a la cama”.
Esas noches, siempre se las arreglaba para encontrar una maratón de Rocky.
A mi papá le gustaba como Rocky venía de orígenes humildes y no tenía nada, y como nadie pensaba que lograría mucho, y como él le mostraba a todos que era lo que contaba al final.
No se esperaba que Rocky venciera a Apollo, o a Clubber Lang o al gigantesco tipo ruso, pero se preparaba con mucha dedicación y vencía a esos tipos para asombrar al mundo.
Mi papá disfrutaba cada minuto de las películas. Y yo también.
No importaba cuantas veces habíamos visto esas películas, siempre las celebrábamos, o lanzábamos un puñetazo al aire, cuando sonaba aquel golpe de nocaut.
Eso nunca pasó de moda.
En la escuela secundaria, cuando mis amigos empezaron a venir más, mi papá tenía un día de campo. Era el tipo de persona que disfrutaba contando historias y chistes, así que todo era de maravillas para él cuando mis amigos y yo estábamos por ahí. Había veces cuando mis amigos venían y pasaban más tiempo con mi papá que el que pasaban conmigo.
Todos lo llamaban Doc, mis amigos me llamaban para hablar conmigo, y después de un rato, me decían, “¿Qué hay de Doc? ¿Qué está haciendo?”
Llegó un momento cuando mi papá empezó a llamarlos. Como de la nada. Eso era tan ridículo. Como nuestra casa era tan pequeña, yo lo oía girar el dial del teléfono de la casa, desde mi habitación. Mi papá decía, “Epa, ¿Cómo va todo Corey? ¿Que haces?”
De verdad.
Yo oía todas esas risas. Luego recibía un mensaje de texto de mi amigo quince minutos después: “Hermano, tu papá me llamó”.
Increíble.
Pero, ¿saben qué? Por más vergonzoso que sea todo eso, para mí era imposible molestarme con él por eso. Porque él era de la vieja escuela y punto. Siempre quería estar cercano a las personas y conectarse con ellas. Y conmigo, eso significaba hacerme saber constantemente que me amaba.
Lo decía todos los días. Muchas veces al día.
Y también me besaba en la mejilla. No solo en mi cumpleaños, o en Año Nuevo, o lo que fuera…Hablo de todas partes. En público. Frente a las personas. No le importaba. No tenía problema en que todos supieran que él amaba a su hijo.
En estos días no se ven muchos padres besando a sus hijos en la mejilla.
Pero mirándolo en perspectiva ahora: Es algo muy valioso de hacer para un padre.
Alrededor de mi segundo año en la escuela secundaria, cuando empezaba a aparecer en la prensa por jugar baloncesto y algunos entrenadores prestigiosos venían a observar, empezó a ocurrir algo extraño.
Mi papá me halaba a un lado en cualquier momento y me daba esta charla extraña. Cada vez era algo diferente en términos de vocabulario, pero usualmente empezaba con algo como esto:
“Coby, no voy a estar en este planeta por mucho tiempo…”
Así era la apertura. ¿Pueden imaginar?
Estábamos viendo TV, o afuera en el patio, y empezaba con eso. Entonces seguía…
“Así que voy a necesitar que te encargues de cuidar a tu mamá y asegurarte de que esté bien. Y esperemos que tenga la oportunidad de verte jugar baloncesto universitario, pero si no es así, sé que lo vas a hacer muy bien”.
Yo no tenía idea de lo que el hablaba, o por qué decía cosas como esas. Esto fue antes que descubriera que tenía cáncer, cuando parecía estar muy sano. Me parece que él presentía que algo andaba mal.
Cada vez que el hacía eso. Yo pensaba, “¡Hermano, cállate! ¿Qué estás haciendo? ¿Deja de decir esas cosas? ¿Qué pasa contigo?”
Me enojaba mucho por eso, porque no tenía idea de nada.
Pero él no se detenía. Y eso me marcó de muchas maneras. Tal vez el impacto más grande que eso tuvo fue en mi reclutamiento y la decisión de donde iba a jugar baloncesto universitario.
Aunque yo no sabía lo que ocurría, o de que hablaba mi papá, definitivamente sabía que había algo en proceso, y que yo quería estar cerca de casa en caso de que esas cosas terribles que el seguía diciendo se hicieran realidad.
Cuando el entrenador Williams nos invitó a Chapel Hall, todo encajó para mí en todos los aspectos. UNC estaba super cercana, y me gustaba todo del programa y el gimnasio y la escuela.
Y mi papá realmente se llevaba muy bien con el entrenador Williams.
Esos dos, eran tan de la vieja escuela y los pies sobre la tierra y…genuinos. Recuerdo cuando nos montamos en el carro luego de una larga conversación durante esa visita, y le pregunté a mi papá que pensaba.
“Me gusta el buen viejo Roy”, dijo él.
“Él es un buen hombre. ¡El buen viejo Roy!”
Así que tres días despues que llegara la oferta de UNC, durante mi segundo año de secundaria, me comprometí a jugar para el entrenador Williams y los Tar Heels.
Mi papá no podía dejar de sonreir.
No mucho después de eso, finalmente supe de que trataban aquellas extrañas conversaciones de “No voy a estar por aquí por mucho tiempo”.
Mi papá pasó de ser un tipo sano y divertido a alguien quien siempre se sentía enfermo y decaído Cuando fue al hospital, le diagnosticaron cáncer de hígado.
Y eso se extendió rápido.
En una oportunidad él se sometió a una cirugía para remover algunos tumores, y pareció que estaba sanando bien. Yo estaba convencido que él vencería eso. Era como, Ese es mi papá. Puede hacer cualquier cosa. No va a dejar que esto lo tumbe. Nada de eso.
Pero entonces mi mama me llamó a su habitación. Y yo golpeé la pared. Y todo cambió para siempre.
Después de eso, las cosas fueron en bajada rápidamente.
En un período de dos meses, vi a mi papá empeorar cada día. Perdió mucho peso. Estaba débil y no podía caminar por su cuenta. Llegó un momento, cuando empezó a mezclar sus días con sus noches.
Básicamente, poco a poco, veíamos morir a mi papá.
Llegó un momento cuando miraba a mi padre y él no me reconocía. Esa era la parte más dura para mí, mirar a los ojos a mi papá y saber, ser capaz de decir que…él no sabía quien era yo.
Ese era mi héroe. Superman. La persona a quien siempre buscaba…para todo.
Y él no me reconoció más.
Yo estaba a punto de subir a un avión rumbo a Los Angeles para ir a la Nike Skills Academy cuando recibí una llamada de mi mamá.
“Coby”, dijo ella, “tu papá pasó a mejor vida esta mañana. Se fue”.
Empecé a gritar. Inmediatamente. Incontrolablemente.
Mi hermano me llevó de vuelta a casa desde el aeropuerto, y cuando llegamos allá, antes que se llevaran a mi papá, caminé hacia la habitación donde él yacía, y me derrumbé.
Mi mamá me dijo después que lloré tanto que había un charco en el piso.
Pero en ese momento yo estaba parado ahí mirándolo, con la cabeza gacha, sollozando, sin saber que decir o hacer.
Mi mamá rompió el silencio.
“Puedes besarlo si quieres, Coby”.
En ese momento, apenas podía respirar, sollozaba mucho. Pero me agaché y besé a mi papá en la frente.
Entonces hablé con él en voz baja, casi susurrando.
“Te amo papá. Con todo mi corazón. Y sé que siempre estarás conmigo, sea lo que sea”.
Cuando se pierde alguien cercano, las cosas cambian.
Las cosas grandes. Las pequeñas. Las medianas.
Nada es igual.
El tiempo puede ayudar a hacerte sentir mejor, y ayudar a disminuir el dolor. Pero este nunca se va totalmente.
Para mí, este año pasado en UNC fue un ejemplo de eso. Tuvimos una temporada sorprendente, con muchos momentos increíbles, un título de conferencia, dos triunfos amplios sobre Duke, el sembrado Nro. 1 del torneo. Fue uno de los mejores años de toda mi vida.
A la vez, sin embargo, fue excepcionalmente difícil porque…Papá no estaba ahí para compartir esos momentos conmigo.
Para ser completamente honesto con ustedes, tuve dificultades toda la temporada tratando de adaptarme a esa realidad.
Recuerdo este juego en particular, jugamos ante Miami en casa y estuvimos perdiendo toda la segunda mitad hasta que llegamos a esa embalada donde me tomé el juego para mí. No fallaba. Acertaba todo.
Terminamos forzando el juego a tiempo adicional, y entonces ganamos en sobretiempo. En todos mis años de jugar baloncesto, nunca había sido parte de una victoria en remontada como esa. Terminé el juego con 33 puntos, y anoté veintitantos puntos en la segunda mitad.
Yo estaba en el tope del mundo cuando sonó la chicharra que indicaba el final.
Y entonces, regresé a mi habitación, me senté, y…empecé a llorar.
Debería haber estado feliz. Pero estaba muy triste.
Quería que mi papá hubiese estado en ese juego, y oírlo decir cuan orgulloso estaba, ¿saben a lo que me refiero? Y así fue como me sentí durante la temporada. Me gustaría decir que no era una gran cosa que él no estuviera o que yo estaba bien así. Pero eso no sería verdad.
Eso me afectó. Duele.
Aún después que empecé a hablar más de la pérdida de mi padre, todavía había mucho que mantenía guardado en mi interior, día a día.
Yo trataba de impedir que eso afectara a aquellos que me rodeaban, pero mis compañeros de equipo y amigos… podían decir que a veces ese no era yo.
Era como, “Oh, veo que Coby no está hablando hoy”, o “Coby está en otra de sus arrancadas emocionales justo ahora”. Pero todo ese tiempo, yo estaba totalmente perdido en mi interior, pensando en mi papá.
Y extrañándolo.
Mis compañeros de equipo dirían, “Coby parece molesto justo ahora”, y yo respiraba profundo y decía, “No, estoy tranquilo”.
Pero, hombre…definitivamente no estaba tranquilo.
Mientras más me abría en todo, me iba mejor. Pero aún había momentos cuando yo estaba feliz y riendo y echando broma, y entonces, cinco minutos después estaba realmente triste y no hablaba.
Y nadie supo nunca de que se trataba. Nunca les dije a mis compañeros de equipo el porque. No era capaz de hacerlo.
Esta es la primera vez que hablo de esto.
Así que me parece, que ahora ellos saben.
Espero que ellos entiendan y me disculpen…y sepan que yo estaba pasando por ciertas dificultades en esos días.
De todo lo que me ha ocurrido estos dos últimos años, hay una cosa de la que estoy orgulloso, he sido capaz de reconectarme con mi fe y dejar de estar molesto con el Señor por llevarse a mi papá.
Definitivamente eso no ocurrió en medio de la noche.
Mirando en retrospectiva ahora, por unas pocas semanas después del deceso de mi papá, yo no estaba viviendo. No disfrutaba la vida. Me despertaba con ese avasallante sentido de pérdida, y un cargamento de rabia lo acompañaba. Pero eventualmente llegó un momento cuando pensé: Tengo que salir de esto. Necesito dejar de vivir de esta manera.
Lo que realmente me ayudó fue hablar con las personas de mi vida que habían pasado por tragedias. Mi mamá y hermana me hablaron de seres queridos que habían perdido hacía años y admitieron que pensaron las mismas cosas con las que yo estaba lidiando.
Ellas habían culpado a Dios. Habían estado enojadas con el Señor. Todas las mismas cosas.
Ambas me dijeron que no hay camino para encontrar la tranquilidad y sentirse mejor. No hay respuesta fácil. Solo tienes que dar lo mejor y permitir que la sanación y mejoría lleguen en su momento.
Y ellas estaban totalmente en lo cierto.
Así que empecé a hablar con Dios mucho más, y a rezar cada noche, y después de un tiempo, empecé a sentir alivio.
Últimamente, pienso que, a través de esto, me he acercado mucho a Dios. Ahora me siento más conectado que nunca. Y se siente bien al saber, y estar seguro de eso, mientras me embarco para el capítulo siguiente de mi vida.
Sin importar lo que ocurra conmigo desde ahora en adelante, o para cual equipo juegue en la NBA, una cosa es cierta y es que mi papá estará involucrado. Cada vez que publico algo en Instagram, incluyo las letras FMF, For My Father, al final. Este año pasado me tatué esas letras, junto con los números romanos del día cuando mi papá falleció. Pensaré en él antes y después de cada juego en el que participe en la liga.
No puedo esperar a ver que ocurre.
Va a ser el momento más excitante de mi vida, pero a la vez, tan loco como pueda parecer, pienso que también va a ser el momentos más difícil que he experimentado además de perder a mi padre ante el cáncer.
Va a haber mucha excitación en mí cuando oiga que digan mi nombre y se cumpla el sueño de toda mi vida. Pero después, cuando esté solo con mi familia, o solo conmigo…
Voy a romper a llorar.
Y no se trata de esas cosas donde piensas, No sé, podría llorar, podría ocurrir eso.
No.
Voy a derrumbarme. Lloraré y estaré muy triste. Sin duda. Eso será parte de esta experiencia para mí.
Sé que las personas trataran de decirme la noche del draft que mi papá me está mirando desde el cielo, que lo está viendo todo, y que está muy orgulloso de mí. Y sonreiré y les agradeceré por eso y apreciaré las palabras gentiles, pero…
No es igual, ¿saben a lo que me refiero?
Ni siquiera parecido.
Es completamente diferente. Y voy a sentir la diferencia profundamente en la noche del draft.
Sé que si mi papá pudiera hablar conmigo en ese momento me diría que me ama. Eso sería lo primero que saldría de su boca. Luego diría que está orgulloso de mí. Y entonces seríamos increíblemente felices.
Juntos.
Haría cualquier cosa por tenerlo conmigo la noche del draft, aunque fuese solo por una fracción de segundo.
Solo para recibir un beso más de mi papá, en la mejilla.
Coby White.
Traducción: Alfonso L. Tusa C. 18 de febrero de 2020.
viernes, 25 de septiembre de 2020
Kirk Douglas, una Estrella de la Era Dorada de Hollywood, fallece a los 103 años de edad.
Robert Berkvist: The New York Times. 05 de febrero de 2020.
Kirk Douglas, una de las últimas estrellas de cine sobrevivientes de la era dorada de Hollywood, cuya buena apariencia e intensidad muscular lo convirtieron en presencia importante en celebradas películas como “Lust forLife”, “Spartacus”, y “Paths of Glory”, falleció este miércoles 5 de febrero en su hogar de Beverly Hills, Calif.
Su hijo Michael Douglas anunció el deceso en una declaración en su página de Facebook.
Mr. Douglas había tenido una larga y dificil recuperación de los efectos de un infarto severo que sufrió en 1996. En 2011, bastón en mano, apareció en escena para la ceremonia de los premios de la academia, piropeó naturalmente a la co-anfitriona Ann Hathaway y asumió con humor la presentación del Oscar a la mejor actriz de reparto.
Para entonces, y aún más, mientras se acercaba a los 100 años de edad y desaparecía de la luz pública, él era una de las últimas estrellas de un firmamento de Hollywood que pocos en el Hollywood’s Kodak Theater en aquella noche de Oscar pudieron haber conocido excepto mediante las viejas películas ahora llamadas clásicos. Un gran número de los presentes en el salón ni siquiera había nacido cuando él estaba en el pico de su estrellato en la gran pantalla, los 1950s y ‘60s.
En aquellos años, Kirk Douglas era una gran estrella, un miembro del panteón de los líderes, entre ellos estaban Burt Lancaster, Gregory Peck, Steve McQueen y Paul Newman, quien llegó a la fama en los años de posguerra.
Y como los otros, era reconocible instantáneamente: la mandíbula prominente, la barbilla hollada, la mirada penetrante y la voz quebrada, esto último le daba un toque irresistible para los comediantes que se especializaban en impresiones
Tres películas al año.
En su apogeo Mr. Douglas aparecía al menos en tres películas al año, a menudo generaba actuaciones aclamadas por la crítica. En sus primeros 11 años como actor de películas, fue nominado tres veces para el premio de la academia como mejor actor.
Fue conocido por muchas de sus interpretaciones, en películas del oeste, de guerra, y espectáculos de la era romana, más notablemente “Spartacus” (1960). En 80 películas a través de medio siglo estaba por igual en el hogar que en las peligrosas calles de la ciudad, en clubes de jazz llenos de humo y, como Vincent van Gogh, en medio de flores de Arles en el sur de Francia.
Muchas de sus primeras películas fueron para el olvido, variaciones de temas desgastados en Hollywood, y los aficionados al cine tardaron en reconocer algunos de sus mejores trabajos. Pero cuando encontró el papel apropiado, probó que podía ser muy bueno.
A principios de su carrera fue aclamado por sus actuaciones como un productor de Hollywood sin principios, la contraparte de Lana Turner, en “The Bad and the Beautiful” (1952), y como van Gogh en “Lust for Life” (1956). Cada una trajo una nominación al Oscar.
Muchos críticos pensaron que él debería haber obtenido más reconocimiento por su trabajo en dos películas en particular: “Paths of Glory” de Stanley Kubrick (1957), en la cual interpretó a un coronel francés en la primera guerra mundial, quien trataba de evitar en vano la ejecución de tres soldados inocentes, y “Lonely Are the Brave” (1962), una película del oeste acerca del envejecimiento de un vaquero.
Desde el principio, Mr. Douglas creó un nicho para si mismo, al especializarse en personajes de carácter fuerte y algo un poco desagradable.
The Bad and the Beautiful “fue un perfecto ejemplo de un holgazán tipo-Kirk Douglas”, escribió Bosley Crowther de The New York Times. Mr. Douglas estuvo de acuerdo. “Siempre me han atraido los personajes que son parcialmente sinverguenzas”, le dijo a The New York Times en una entrevista en 1984. “No encuentro virtuoso ser fotogénico”.
Aún así, a menudo se las arreglaba para ganarse la simpatía de la audiencia aún con el más oscuro de sus personajes al sugerir un elemento de debilidad o tormento bajo la superficie.
“Para mí, actuar es crear una ilusión, mostrar una tremenda disciplina, no perderse en el personaje que se representa”, escribió en su autobiografía que resultó un éxito de ventas, “The Ragman’s Son” (1988). “El actor nunca se pierde en el personaje que interpreta; la audiencia lo hace”.
‘Atravesar la línea’
La única vez que la disciplina casi desapareció fue durante la filmación de “Lust forLife”. “Sentí que atravesaba la línea, hacia la piel de van Gogh”, escribió él. “No solo lucía como él, yo tenía la misma edad que él cuando se suicidó”. La experiencia fue tan aterradora, agregó él, que por mucho tiempo rehusó ver la película.
“Mientras filmábamos”, dijo él, “Yo usaba zapatos pesados como los que usaba van Gogh. Siempre mantenía uno desatado, para sentirme desaliñado, fuera de balance, en peligro de caer. Eso era relajado; le dío a él, y a mí, un respiro”.
La mayoría de las personas que trabajaban con Mr. Douglas estaban o asombrada por la intensidad de su confianza en si mismo o paralizada por ella. Estaba orgulloso de su musculatura y habilidad física y regularmente rechazaba el uso de dobles y suplentes, convencido de que podía hacer casi cualquier cosa que la situación requiriese.
Mientras se preparaba para “Champion”, se entrenó por meses con un boxeador profesionalretirado. Tomó lecciones de trompeta con Henry James para “Young Man With a Horn” (aunque James hizo la interpretación del instrumento en la banda musical de la película). Se convirtió en jinete experto y aprendió a manejar el revolver con una rapidez impresionante, dándole autenticidad a su personaje Doc Holliday cuando él y Lancaster, como Wyat Earp, repelieron a la pandilla Clanton en la toma final de “Gunfight at the O.K. Corral” (1957)
El motor que llevaba a Mr. Douglas a obtener logros, una y otra vez, fue su historia familiar.
El Hijo del Ropavejero.
Nació como Issur Danielovitch el 9 de diciembre de 1916, en Amsterdam, N.Y., una pequeña ciudad ubicada treinta y cinco millas al noroeste de Albany.Como lo dijo en su autobiografía, él era “el hijo de inmigrantes rusos judíos iletrados en el pueblo WASP (White Anglo-Saxon Protestant) de Amsterdam”, uno de siete hijos, seis de ellos eran niñas. Cuando empezó a asistir a la escuela el nombre de la familia había cambiado a Demsky e Issur se había convertido en Isadore, lo cual le valió el apodo de Izzy.
Los molinos del pueblo no empleaban judíos, así que su padre, Herschel (conocido como Harry), se convirtió en ropavejero, negociante de artículos desechados. “Hasta en Eagle Street, la sección más pobre del pueblo, donde todas las familias tenían dificultades, el ropavejero estaba en el tramo más bajo de la escalera”, escribió Mr. Douglas. “Y yo era el hijo del ropavejero”.
Un hombre fuerte muy aficionado a la bebida y las peleas, el mayor de los Demsky fue a menudo un padre ausente, dejaba que la familia se las arreglase por su cuenta.
El dinero para la comida era muy escaso la mayor parte del tiempo, y el joven Izzy aprendió que sobrevivir significaba trabajar duro. También supo del antisemitismo. “Los muchachos te golpeaban en cada esquina”, escribió él.
Mr. Douglas estimó una vez que había tenido al menos 40 trabajos distintos, entre ellos repartiendo periódicos y lavando platos, antes de encontrar el éxito en Hollywood. Después de graduarse en la escuela secundaria, se fue al norte pidiendo aventones, hacia St, Lawrence University en Canton, N.Y., y fue admitido y le dieron un préstamo universitario.
Allí se hizo luchador competitivo, a pesar de ser rechazado por las fraternidades porque era judío, fue elegido presidente del centro de estudiantes en su primer año, algo que ocurría por primera vez en el campus de St. Lawrence.
Para ese momento había decidido ser actor. Consiguió un trabajo de verano como tramoyista en la Tamarack Playhouse en los Adirondacks y le dieron algunos papeles menores. Viajo a la ciudad de Nueva York para hacer una prueba en la American Academy of Dramatics Arts y actuó bien, pero le dijeron que no había becas disponibles.
Fue en la Tamarack, el verano después de graduarse en la universidad, que decidió cambiarse el nombre legalmente hacia algo que pensaba era más apropiado para un actor que Isadore Demsky. (Cuando escogió Douglas, escribió él, “Yo no sabía que estaba tomando un nombre escocés”).
De vuelta en Nueva York, estudió actuación por dos años, actuó en el verano e hizo su debut en Broadway en 1941 como mensajero de Western Union en “Spring Again”.
El año siguiente se enlistó en la naval y se entrenó en guerra antisubmarina. También renovó su amistad con Diana Hill, una joven actriz que había conocido en la American Academy. Se casaron en 1943, justo antes que él se embarcara durante la segunda guerra mundial como oficial de comunicaciones del Patrol Craft 1139. Tuvieron dos hijos, Michael y Joel, antes de divorciarse en 1951. Ella falleció en 2015.
En 1954 Mr. Douglas se casó con Anne Buydens, y también tuvieron dos hijos, Peter y Eric. Todos su hijos se desempeñaron en el negocio cinematográfico, actuando o produciendo.
Eric Douglas falleció debido a una sobredosis accidental de alcohol y píldoras prescritas en 2004 a la edad de 46 años.
Además de su hijo Michael, a Mr. Douglas le sobreviven su esposa y sus otros dos hijos, asi como cinco nietos y un bisnieto.
Después de resultar lesionado en una explosión accidental, Mr. Douglas fue dado de baja de la naval en 1944. Regresó a Nueva York, hizo algún trabajo en las tablas y luego se fue a Hollywood.
Hizo su debut en la gran pantalla en 1946 con “The Strange Love of Martha Ivers”, interpretando un cobarde quien presencia un homicidio. En un reparto de grandes nombres que también incluía a Barbara Stanwyck, Van Heflin y Judith Anderson, Mr. Douglas se hizo sentir. Igualmente fue sólido en “I Walk Alone”, una película de crimen de 1948 en la cual interpretó al pesado en la primera de su media docena de parejas con su buen amigo Burt Lancaster.
Primer Intento de Oscar.
Pero fue la película “Champion” (1949), producida por el joven Stanley Kramer, la que lo hizo una estrella. Como Midge Kelly, un despiadado y joven boxeador profesional, representó un retrato escalofriante de una salvaje carrera ambiciosa y se ganó su primera nominación al Oscar.
Sin embargo, tuvo que esperar casi 50 años, antes de recibir la estatuilla dorada, por sus logros vitalicios. Nunca ganó un Oscar competitivo.
Las puertas se abrieron de par en par para él después de “Champion”. Un año después apareció en “Young Man With a Horn”, en el papel de un complicado trompetista de jazz llamado Bix Beiderbecke.
En grado menor vinieron “The Glass Menagerie” (1950), la adaptación para la gran pantalla de la obra de Tennessee Williams acerca de una tímida joven (Jane Wyman) quien encuentra solaz en sus fantasías, con Mr. Douglas como el caballero visitante; “Ace in the Hole” (1951), en la cual interpretó a un reportero cínico manipulando una situación de vida o muerte; y, también en 1951, “Detective Story”, basada en la obra de Sidney Kingsley, en la cual Mr. Douglas interpretó a un muy entusiasta detective de Nueva York quien provoca su propia destrucción. Mr. Crowther de “The Times” escribió que la actuación de Mr. Douglas fue, “magnífica, desde el punto de vista detectivesco”.
A pesar de su estado de estrella cinematográfica y todas las cacerías que eso implicaba, su autobiografía habla de sus muchas conquistas sexuales, Mr. Douglas aún tenía hambre de éxito en el teatro. Resultó que solo tendría una oportunidad más.
En 1963 él consumió la oportunidad de interpretar el papel principal en la adaptación de Broadway de “One Flew Over the Cuckoo’s Nest”, la novela de Ken Kesey acerca de la autoridad y la libertad individual, ambientada en un hospital mental. Mr. Douglas, interpretó a Randle P. McMurphy, el paciente completamente sano quien es destruido por el sistema. (Jack Nicholson interpretó ese papel en la versión cinematográfica de Milos Forman en 1975).
Pocos años antes, Mr. Douglas, quien se había liberado del contrato con un estudio y formado su propia compañía, Bryna Productions, causó revuelo en Hollywood cuando se embarcó en una versión fílmica de “Spartacus”, la novela de Howard Fast de una revuelta de esclavos en la antígua Roma.
Él decidió no solo contratar a Dalton Trumbo, quien había sido colocado en la lista negra durante la era McCarthy bajo sospecha de ser simpatízante comunista, para escribir el guión, sino también colocar el nombre de Mr. Trumbo en los créditos en vez de los pseudónimos que este había estado usando.
“Todos habíamos estado empleando a los escritores de la lista negra”, escribió Mr. Douglas en una memoria de 2012, “I’m Spartacus!: Making a Film, Breaking the Blaklist”. “Era un secreto a voces y un acto de hipocresía, así como la manera de conseguir el mejor talento a precios de ganga. Yo odiaba ser parte de tal sistema”.
(El papel de Mr. Douglas en la redención de Trumbo, aunque algunas personas dicen que él lo sobreactuó, fue dramatizado en la película biográfica de 2015 “Trumbo”, un película que él elogió, al decirle al The Telegraph de Londres que “su espíritu refleja al hombre que admiré”. DeanO’Gorman interpretó a Mr. Douglas).
“Spartacus”, estrenada en 1960, fue el tercer espectáculo de sangre y fuego de Mr. Douglas ambientado en el pasado remoto. En “Ulysses” (1955), como el héroe errante de Homero, sobrevivió peligros legendarios para regresar a su abnegada Penélope (Silvana Mangano). En “The Vikings” (1958), él y Tony Curtis actuaron como medio hermanos quienes, ignorantes de sus lazos sanguíneos, batallan por el control del reino Norse. Y en “Spartacus” fue Mr. Douglas, en el papel principal, quien lleva a sus esclavos rebeldes contra las legiones romanas (interpretadas por 5000 soldados españoles).
Uno de los últimos repartos de miles de espectáculos que salieron de Hollywood, “Spartacus” también fue notable por su elenco internacional, el cual incluía a Lawrence Olivier, Charles Laughton, Jean Simmons y Peter Ustinov, y por su talentoso joven director Stanley Kubrick, quien también había dirigido a Mr. Douglas en “Paths of Glory”. La mayoría de los críticos no estuvieron impresionados, pero la popularidad de la película ha sido duradera. Fue restaurada y reestrenada en 1991.
De todas sus películas, de la que Mr. Douglas estaba más orgulloso era “Lonely Are the Brave”, también escrita por Mr. Trumbo, la cual Mr. Douglas insistió en hacer con un presupuesto pequeño y contra el consejo del estudio. “Me gusta el tema”, dijo él, “que si tratas de ser un individuo, la sociedad te aplastará”.
Mr. Douglas hizo muchas películas más en los años que siguieron, pero ninguna alcanzó el nivel alcanzado por su trabajo de los 1950s y comienzos de 1960s. Hubo más películas del oeste: “The Way West” (1967), con Robert Mitchum y Richard Widmarck; “There Was a Crooked Man…” (1970), con Henry Fonda; y “A Gunfight” (1971), con Johnny Cash. “Tough Guys” (1986), una comedia, fue la última película que hizo con Burt Lancaster.
Hubo más papeles militares. Fue un coronel de la fuerza aerea quien ejecuta un plan antigobierno en “Seven Days in May”, un drama de la guerra fría en el cual también protagonizó Lancaster. Fue un aviador naval en “Harm’s Way” (1965) y un saboteador noruego en “The Heroes of Telemark” (1966). En “Is Paris Burning?” (1966) interpretó al Gral. George S. Patton, y en “The Final Countdown” (1980) commandó una aeronave nuclear.
A medida que menos ofertas de oportunidades de actuación llegaron a él, Mr. Douglas se fue a la televisión. En la película de HBO “¡Draw!” (1984), fue un proscrito enfrentado a James Coburn como un comisario borracho. En la película de CBS“Amos” (1985), interpretó a un festivo residente de un hogar de cuidados batallando ante una enfermera tirana personificada por Elizabeth Montgomery.
Contratiempos y Triunfos
Hubo contratiempos en su vida personal. En 1986, Mr. Douglas hubo de colocarse un marcapasos para corregir un latido cardíaco irregular. En 1991 sobrevivió a un accidente de helicóptero donde hubo dos muertos. En enero de 1996 sufrió un debilitante infarto que lo dejó con el habla seriamente afectada y una depresión muy profunda, después dijo, que consideró suicidarse.
Pero batalló hasta regresar, y para marzo fue capaz de aparecer en la ceremonia de los premios de la academia, hablando pausadamente, para aceptar un Oscar honorífico por sus logros vitalicios.
Para entonces pudo agregar esa estatuilla a sus otros premios vitalicios: la Presidential Medal of Freedom, conferida por el Presidente Jimmy Carter días antes de culminar su período en 1981, y el premio Kennedy Center Honors, entregado en 1994 por el Presidente Bill Clinton.
Más allá de actuar y producir, Mr. Douglas halló tiempo para escribir. Además de “The Ragman’s Son”, fue autor de varios libros, incluyendo las novelas “Dance With the Devil”, “The Gift”, y “Last Tango in Brooklyn”. Además de su libro sobre “Spartacus”, sus memorias incluyen “My Stroke of Luck” (2001), acerca de su recuperación y regreso, y “Let’s Face It: 90 Years of Living, Loving, and Learning” (2007).
En sus últimos años dedicó su tiempo a la caridad, haciendo campañas con su esposa para construir 400 parques recreacionales en Los Angeles y estableciendo el Anne Douglas Center para mujeres sin hogar, para el tratamiento de la adicción a las drogas y el alcohol; la Kirk Douglas High School, un programa para ayudar a estudiantes con problemas para terminar su educación; y el Kirk Douglas Theater, para formar nuevos artistas del teatro.
En 2015, en su cumpleaños 99, él y su esposa donaron 15 millones de dólares al Motion Picture & Television Fund en Woodlands Hills para la construcción del Kirk Douglas Care Pavilion, una facilidad de 35 millones de dólares para el cuidado de las personas de la industria que padezcan el mal de Alzheimer.
El regreso de Mr. Douglas de la enfermedad también se extendió hasta la actuación. En 1999, a los 83 años de edad, protagonizó en la comedia “Diamonds”, al interpretar a un antíguo campeón de boxeo, quien mientras se recuperaba de un infarto, se embarca en la búsqueda de unas joyas perdidas. Fue su primera aparición en una película desde su enfermedad. La crítica juzgó la película para el olvido, pero Stephen Holden, al escribir para The Times, encontró en la actuación fuerte y reluciente de Mr. Douglas, una gracia rescatable.
Las últimas películas en las cuales protagonizó compartían algo sobre un tema: la reconciliación entre padres e hijos. Una fue una comedia, “It Runs in the Family” (2003), en la cual su hijo fue interpretado por Michael su hijo verdadero. La otra fue el drama “Illusion” (2004), en la cual personificó a un padre enfermo en busca de su alejado hijo.
Quizás, juntas, ellas fueron un final apropiado para el hijo del ropavejero, un actor cuya pobreza juvenil y la ausencia del padre nunca se alejaron de su mente. “De eso es de lo que trata todo”, dijo él al describir lo que lo había motivado. “Ese es el centro, la primera parte de uno”.
También se concilió con la edad avanzada. En 2008, en un ensayo para Newsweek (“What Old Age Taught Me”), Mr. Douglas escribió:
“Hace años estaba a una lado de la cama de mi madre agonizante, una iletrada campesina rusa. Aterrorizado, le sostuve la mano. Ella abrió los ojos y me miró. Lo último que me dijo fue: “No temas, hijo, esto nos pasa a todos’. A medida que envejecí, me sentí aliviado por esas palabras”.
William McDonald y Julia Carmel contribuyeron reportando.
Traducción: Alfonso L. Tusa C. 12 de febrero de 2020.
lunes, 10 de febrero de 2020
La entrevista de Pat Barker: ‘Soy inquieta, pero no de ese tipo de preocupación de paloma muerta’.
Alex Clark. the guardian.com. Sábado 29 de agosto de 2015, modificada el jueves 22 de febrero de 2018.
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Despues de entregar uno de los retratos más poderosos de conmoción psicológica en las trincheras, Pat Barker ha fijado ahora su vista sobre la segunda guerra mundial. Habla con Alex Clark de su nueva novela, Noonday, sus sentimientos ambiguos hacia Londres, y el amor y la pérdida que han moldeado su vida.
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Pat Barker regresa de ser fotografiada para encontrarse en el camino una paloma muerta. ¿No hubiese sido mejor, bromea ella, si Martin Amis hubiera estado allí en lugar de ella? Ya veo lo que ella quiere decir: La escritura de Amis, y ciertamente los personajes creados por él, muestran tal enfoque macabro. Pero, desafortunadamente “ahí estaba el pobre fotógrafo, obsesionado conmigo. Pienso que soy bien inquieta, pero no de ese tipo de preocupación de paloma muerta”. No es verdad, por supuesto. No solo palomas golpeadas aparecen en su nueva novela, Noonday, con sus alas en fuego durante el así llamado segundo incendio de Londres en medio de un ataque aéreo, sino que su trabajo regresa una y otra vez a temas notablemente dolorosos y complejos. En un amplio rango, sus libros la llevan a confrontar y transmitir la violencia personal y militar, la moralidad de la guerra, la clase y el conflicto sexual y la naturaleza de la psicopatía. En sus primeras novelas ella se enfocaba en el día a día de las vidas de las trabajadoras del noreste de Inglaterra, hizo un debut tan impresionante con Union Street (1982), que fue incluida en la selección inaugural de Granta para Best of Young British Novelists (fue fotografiada junto a otras luminarias, una de ellas fue M. Amis). En 1991, empezó su trilogía épica Regeneration, la cual concluyó en 1995 con la ganadora del premio Booker, The Ghost Road; y, en Border Crossing y Double Vision, exploró la vida interior y la respuesta de la sociedad ante un niño que mata.
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A menudo se ha dicho que Barker es una novelista quien regularmente se reinventa, y ahora una vez más se adentra en un territorio nuevo. La escritora responsable de uno de los retratos ficticios de la primera guerra mundial más sutiles en las décadas recientes, está fijando su mirada en la segunda guerra mundial. Noonday es la conclusión de la trilogía que empezó en 2007 con Life Class y continuó en 2012 con Toby’s Room; pero mientras en las dos primeras historias, los protagonistas de Barker, los artistas Paul Tarrant, Kit Neville y Ellinor Brooke, vieron a su vigor juvenil y ambición secuestrados por los eventos de Francia y Bélgica, ahora son personas de mediana edad, y la batalla que enfrentan esta mucho más cercana a casa.
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¿Por qué ella hizo eso? Si quería escribir una trilogía, ¿por qué terminarla adelantando rápidamente 23 años? Bien, contesta, ella quería mostrar la manera como los hombres de la generación de Tarrant y Neville encontraban la segunda guerra mundial mucho más impactante que aquellos quienes nunca habían experimentado el combate: “Pensé que cosa tan terrible debió haber sido para los hombres que habían peleado en la primera guerra mundial ver a un niño pequeño usar una mascarilla de gas, porque el gas era una buena parte de su experiencia…Y al tener cunas de gas, como había para los bebés; pienso que lo que esa generación sentía muy a menudo era desconcierto, y un sentido de completa falla, porque habían ganado la guerra, habían hecho ostensiblemente todo lo que podían hacer, y todavía enfrentaban de muchas maneras una amenaza aún peor”.
Un elemento clave en las dos novelas previas fue el enfoque femenino de la relación de Elinor con su hermano, Toby, asesinado en el frente en circunstancias ambiguas. Eso animó la postura anti-bélica de Elinor, y su creencia de que los artistas, y de hecho las mujeres, a quienes no se les permite participar en la toma de decisiones deberían alejarse del combate. En las páginas iniciales de Noonday, ella se detiene en el salón de su casa familiar, para contemplar el retrato de Toby, reflexiona sobre “que tan culpables se sintieron, entonces y ahora. Especialmente ahora, cuando otra generación de jóvenes estaba muriendo. Perdimos la atrapada, pensó. Nuestra generación”.
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Pero, como explica Barker, la posición de Elinor se hace cada vez más complicada: “Por supuesto que el frente del hogar es de hecho la zona de combate. Paul dice, ‘Las personas no llevan a sus esposas a las trincheras’, y Elinor dice, ‘Pero las trincheras no se extienden a través de las salas de las familias’”. Mientras ella maneja su ambulancia alrededor de las calles bombardeadas, “ella acepta que, de alguna manera, esta es su guerra, su ciudad está siendo atacada”.
Noonday revisita muchas de sus preocupaciones de siempre y símbolos ficticios: al hacerse eco de Regeneration de Billy Price y Border Crossing de Danny Williams, hay un muchacho perdido, Kenny, quien es abandonado y desilusionado por muchos de los adultos que lo rodean, pero quien también es manipulador, astuto, ocasionalmente inescrupuloso (luego de ser rescatado por Paul, insinúa conducta inapropiada del adulto para asegurar regresar con su madre: “Prefiero admirar eso”, dice Barker. “Un verdadero instinto de superviviente”.). También está la interrogante de la utilidad del arte, o por el contrario, cuando la nación está en dificultades, llena de preguntas concomitantes de propaganda y censura. Y está lo investigado intensivamente pero también el percibido sentido de lugar.
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Esta vez, ese lugar era Londres. “Era muy extraño”, dice Barker, quien nació y se crió en Teeside y, aparte de tres años en la London School of Economics en los años 1960s, nunca se ha movido lejos de allí. “Cuando terminé este libro, me di cuenta que amo Londres. Pero cuando salgo de la estación King Cross, sea el subterráneo o un taxi, ambos son horribles, y siento a Londres como un gran embotellamiento de tráfico. Solo pienso, quiero salir de aquí tan rápido como sea posible. Y aun así, sin lugar a dudas en la página, hay amor por Londres. Eso me sorprendió. Me tomó mucho tiempo asimilarlo, ahora de eso trata el tercer libro”.
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Se admite, que esa es, la capital del pasado, de hecho, ella ríe, “quizás me gusta Londres en ruinas”, una ciudad alterada significativamente por el tema del cual escribe, caminar por las calles, dice ella, fue inevitablemente frustrante, porque mientras más fuerte fue el bombardeo, “hay menos cosas cuando regresas”. Pero eso lleva a otra perspectiva, la idea de Londres como un lugar fantasmal. Buena parte del tiempo, Barker es una escritora que muestra poco, “No podría escribir con adornos”, insiste ella, “para mí eso sería insincero”, pero en todos sus libros, su prosa restringida de pronto será perforada por una imagen impresionante y a menudo misteriosa. En Noonday aparece la idea de “Una Londres muerta desplazándose hacia las alcantarillas”, la yuxtaposición de los ciudadanos atemorizados y desesperados de la segunda guerra mundial con aquellos de una era mucho más vieja. Como lo explica Barker: “Existe esa sensación de que si hay un apagón total, y se está en una ciudad donde no se conoce a nadie se caminará hacia el pasado de todas formas, ¿Cómo saber si se encontrará un fantasma? No se puede saber. No hay nada que lo asome”.
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Le pregunto si esa es una manera específica de conectar los conflictos del pasado y el presente, de hacer una continuidad con este tipo de experiencia. ¿Siente ella, cuando escribe de los soldados de la primera o segunda guerra mundial, que de alguna manera está escribiendo de otros combatientes, y otros tiempos?
“Pienso que si. Y pienso que fue más fácil hacerlo en este libro. Tienes que escribir acerca de una guerra en particular, pero de alguna manera siempre escribes de todas las guerras, sin embargo hay muchas diferencias. Paul piensa, esos hombres pudiesen estar de vuelta a casa desde Dunkirk, o pudiesen ser rezagos de la armada de Boudicca. Desde el punto de vista del soldado común, un lío es igual que otro”.
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Los fantasmas y la guerra: no era un mal prisma a través del cual aproximarse al trabajo de Barker, y entender su extrañamente hipnótico poder. Ella ha contado, en el pasado, la historia de la herida de bayoneta de su abuelo; como verla habitualmente mientras él la lavaba en el fregadero de la cocina antes de las salidas nocturnas a la British Legion, estimulaba la imaginación de ella, quizás particularmente porque algo tan lleno de daño y dolor había sido absorbido en el día a día de la vida doméstica. Pero ese hombre era el segundo esposo de su abuela; el primero, quien falleció a los 49 años de edad y a quien ella nunca conoció, también tenía una historia que contar.
Todo esto sale a flote mientras hablamos acerca de Bertha Mason de Noonday, una médium a quien Paul pasaba a regañadientes, y quien está basada parcialmente en Helen Duncan, quien fuera convicta y prisionera como bruja en 1944 porque reveló que un barco británico había sido hundido, aunque no había habido ninguna noticia oficial (luego se supo que la información había sido alterada, y que la banda del sombrero de un marinero que Duncan había usado como evidencia era falsa). Mason es un personaje convincente, grotesco con un pasado terrible quién, dice Barker, llegaba preferentemente de pronto: “ahí estaba ella, husmeando, no podías callarla. Oh, querida! Ella era muy sorprendente”. Tal manejo del poder, explica ella, no tenía precedentes, y era el tipo de cosa que ella normalmente asocia con “gente que es más, lo que yo diría del tipo, inestable respecto a escribir novelas”. Pero esta vez, eso era innegable: “Ella estaba furiosa, porque -eso nunca me ocurrió antes- ella pensó que ese era su libro. Ella no era una presencia benevolente. Ni en lo más mínimo, de hecho”.
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El abuelo de Barker no se parece mucho a Mason. Él era, dice ella, un hombre muy brillante con poca salida para su inteligencia; de pobre salud buena parte de su vida, él había abandonado la escuela temprano y estaba “más o menos permanentemente desempleado”. Pero tenía su vida como médium- “incluyendo un espíritu guia muy aburrido. Él era un jefe indio. Muchos de ellos son jefes indios”. También hacia sanaciones de fe, lo cual le involucraba en identificar los síntomas de la persona que intentaba curar. “Era una religión principalmente de clase obrera, pero también era algo que hacían mucho las mujeres. En parte, por la pasividad de eso: caes en trance y el muerto habla a través de ti, así que si el médium era ignorante y educado e iletrado, eso no importaba”.
En su trabajo y en la conversación, Barker es brillantemente astuta y articulada sobre como los asuntos clasistas son parte de la urdimbre y la trama de la sociedad británica, y como esto ha tenido un impacto en los eventos históricos. Después de todo, explica ella, “los grandes médiums tendrían famosos novelistas, ministros de gabinete, todo tipo de persona buscándolos para consultarles, escuchar a no muy bien educadas mujeres hablar bien, no ocurría en otras circunstancias. Era realmente un tipo de empoderamiento”.
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Como, por supuesto, la guerra en sí podría ser. Barker recuerda a su madre, Moyra, quien era un ruiseñor destacado en Dunfermline, hablando con entusiasmo de la guerra: “Ella adoró eso desde el comienzo hasta el final_ bien, ella lo adoraba hasta que llegué yo. Esa fue la mejor época de su vida; fue una época dinámica, se unió a las fuerzas, se fue de casa. Compartió con muchas mujeres, muchas de ellas de diferentes estratos de la sociedad, eso fue una especie de educación para ella. Ella creía absolutamente en la razón por la cual estábamos peleando, como la gran mayoría de las personas, por supuesto. Tuvo una muy buena época”.
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Pero hay mucho detrás de ese “hasta que llegué yo”. En medio de los bailes con los oficiales polacos y el primer encuentro con una lesbiana, la madre de Barker salió embarazada, y dio a luz a su hija en 1943. Barker nunca supo quien fue su padre, dice ella, honestamente no cree que su madre “tuviese alguna memoria verdadera de quien era, o de algo referente a él”. Ella y su madre vivieron con los padres de su madre en Thornaby-on-Tees, pero cuando Moyra se casó, Barker, entonces de siete años de edad, permaneció con sus abuelos. Eventualmente, Moyra tuvo cinco hijos: dos hijastros, dos hijos con su esposo, y Barker. Pero, dice la novelista, “a veces contaba sus hijos naturales y decía tres, a veces decía dos. Y eso era extraño”.
Sin embargo, dice ella, “Es muy fácil hablar de eso de manera que implique autocompasión, pero no me siento así. Pienso que es una situación interesante, tener la mitad de tu herencia genética completamente extraviada”. Lo único que la molesta, mantiene ella, es la “inconveniencia” de no saber lo suficiente de su historia médica. “De otra manera pienso que es una especie de libertad, la cual puede ser ilusoria, pero pienso aumenta la habilidad para inventarse uno mismo”.
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Cuando su madre falleció, hace unos 20 años, Barker se dio cuenta de que la única oportunidad de que esa información perdida saliera a la luz se había ido para siempre. “Esperaba sentirme molesta por eso, y no lo estaba, me sentía aliviada. Pensé, bien, se acabó. Esa puerta está cerrada para siempre ahora, y puedo seguir adelante y ser yo”. Su madre, piensa ella, había sentido una gran vergüenza acerca del nacimiento de su primera hija, y nunca se recuperó de eso, porque más adelante en su vida, se convirtió en testigo de Jehová, “por lo que eso pasó a ser un acto muy pecaminoso, mientras que para la mayoría de las personas, no lo era. No hubo conciencia de lo que los años 60s, 70s y 80s hicieron por las mujeres”.
¿Cargó Barker algo de esa vergüenza? “Hasta cierto grado, si, en los años 50s lo hice, pero a diferencia de mi madre, dejé eso atrás”, responde ella. “Supongo que eso moldeó mi vida negativamente, pero no de manera de obstaculizar que estuviera felizmente casada, o de tener una carrera, o de tener mis propios hijos. Así que si tomas eso como signo de normalidad, eso no tuvo un impacto tan negativo. Y también, por supuesto, si tus padres no te complican ¿de qué vas a escribir?”
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Empezó a escribir historias desde niña; el éxito a los 11 años significó que sus oportunidades educativas no estuvieron restringidas como las de sus generaciones previas. Después de la escuela, viajó al sur para leer historia internacional en el LSE, y luego regresó al norte, a Durham, donde obtuvo un diploma en educación, y luego se hizo profesora de historia y política.
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Su trabajo no fue publicado hasta que tuvo cerca de 40 años de edad; para entonces tenía hijos y estaba casada (en ese orden: ella y su esposo, David, un zoólogo 20 años mayor que ella, habían tenido que esperar hasta 1978 para casarse, cuando se hizo efectivo el divorcio de él; sus hijos John y Anna, también escritora y ahora su primera lectora, nacieron en 1970 y 1974 respectivamente). Su irrupción creativa, ella había escrito algunas novelas y las había desechado, llegó en un curso Arvon dictado por Angela Carter, aunque para ver sus textos publicados todavía faltaba cierto trecho. Lo que Carter hizo por ella, recuerda Barker, “fue decir que lo que yo estaba haciendo acerca de las mujeres trabajadoras era interesante y que debería seguir adelante con eso. Más que enseñarme, ella me dio fe en mi propia voz. La mejor enseñanza es reconocer la voz y respaldarla, y adecuadamente desalentar los intentos de ser otra persona. Y Angela fue una profesora, muy, muy buena”.
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En el camino, Barker escribió un cuento acerca de dos mujeres ambientada durante una huelga de mineros; se iba a convertir en parte del final de Union Street, la cual empezaba con la violación de una niña de once años de edad y seguía con las vidas de varias mujeres en el curso de pocos meses. El libro fue publicado por Carmen Calill en Virago Press, la cual había sido fundada casi una década antes, y fue seguido por otros dos, Blow Your House Down (1984) y The Century’s Daughter (1986; reimpreso en 1996 como Liza’s England). Es tentador ver los libros no solo como una trilogía de suertes, sino también como parte de un período discreto en la carrera de Barker, al final del cual ella se movió al completamente diferente territorio de la guerra, y desde describir las vidas de las mujeres hasta las de los hombres.
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Barker no ve esa trayectoria creativa en tales términos. Para comenzar, las novelas tienen mucho más en común con cada otra de lo que se podría imaginar: “Pienso que si se mira a Mason en Noonday, perfectamente podría estar en Union Street”, ella lo dice, y tiene absolutamente toda la razón. Y no solo había un libro entre sus primeros trabajos y la trilogía Regeneration- 1989’s The Man Who Wasn’t There, la cual tiene como protagonista a un muchacho de 12 años de edad quien imagina para su padre ausente una heroica carrera en tiempos de guerra- sino que había un grado de necesidad en juego. “Pienso que había ese tipo de cosa artificial que ocurrió al principio porque fui publicada por Virago y si se escribe para Virago se tiene que poner en primer plano las experiencias de las mujeres. Pienso que después de Union Street y Blow Your House Down, tendría que haberme movido para representar ambos sexos mucho antes y mucho más fácilmente. Así que pienso que eso fue un efecto ligeramente distorsionador”. ¿Estaba ella consciente de eso en ese momento? “Hacia el final me estaba volviendo muy incansable”.
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Ella concede que se fue “al otro extremo, y escribió acerca de los hombres en una institución masculina”. Pero en Regeneration, The Eye in the Door y The Ghost Road, ella creó un cuerpo de trabajo que trataba la guerra de una manera poco familiar, combinando las figuras históricas de Siegfried Sassoon, Wilfred Owen y el psiquiatra William Rivers con la figura extraordinaria de Prior, un soldado bisexual de clase obrera quien, cuando lo conocemos, está sufriendo de neurosis de guerra y, como consecuencia, de mudez electiva. Ella está atraída, dice ella, “al personaje casi sociópata, quien nunca es completamente sociópata- Danny Williams es lo mas cercano a ser absolutamente anormal. Pero Prior tiene un código moral; no es el mismo de los demás, pero tiene uno”. Prior- al igual que la médium Mason y otros de sus personajes- también refleja el interés de ella en los estados disociados; episodios de fuga mental a menudo causados por traumas reprimidos profundamente, pero también, en el caso de la escritura, por ejemplo, capaz de provocar creatividad.
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La trilogía le dio a Barker un perfil enorme y un premio grande; el Booker, dice ella, “cambia el paisaje totalmente, en maneras que son maravillosas, pero también muy amenazantes a veces. Es una especie de ‘sigue ese’ sentimiento, lo cual es muy extraño, un sentimiento muy expuesto. Toma tiempo acostumbrarse a eso”. Despues de “seguir eso” con tres libros muy diferentes, ella se embarcó en otra trilogía, esa vez produjo un prominente personaje femenino y creo una memorable y fugaz relación incestuosa hermano-hermana. De nuevo, una figura real está mezclada entre sus creaciones ficcionales: sus personajes empiezan la vida como estudiantes en la Slade School of Art, donde son enseñados por Henry Tonks, artista y cirujano, quien después hace dibujos de hombres de servicio con heridas faciales severas antes y después de su tratamiento; Kit Neville es uno de ellos. En Noonday, Kenneth Clark hace una pequeña aparición.
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Transcurrieron cinco años entre la publicación de Life Class y Toby’s Room, principalmente porque Barker pasó dos años cuidando a su esposo antes de su muerte en 2009. Ha sido, dice ella, con su característica sobriedad, “una trilogía muy bombardeada”. Dada la relación entre Toby y Elinor (el título Toby’s Room, como señaló Hermione Lee en su revisión, es un eco del Jacob’s Room de Virgina Woolf, también una memoria de un hermano muerto), la trilogía siempre habría estado cargada con dolor; pero Barker está de acuerdo en que su propia pérdida le dio una dimensión extra.
“Usas las experiencias que tienes. Ese no fue el primer dolor de mi vida; fue el más profundo hasta ahora, esperemos que no ocurra algo más fuerte”, dice ella. “Encuentro muy interesantes las etapas del dolor, porque nadie habla de las etapas de enamorarse, por ejemplo, o cosas como esa, y pienso es una manera en que las personas se distancian, atenuan la experiencia, lo cual en realidad es una experiencia que no puede ser atenuada. Es una de esas cosas que arranca la carne de tus huesos, y esa es la verdad sobre eso. No hay muchas etapas definidas, y tampoco hay nada que pueda ser identificado como recuperación, aunque obviamente se aprende a vivir con eso, y a través de eso, y debido a eso. Pero ciertamente, tan pronto como las personas hablan de recuperación, solo pienso, ‘Ah, eso no te ha ocurrido aun’”.
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Cuando le pregunto si está segura de que la trilogía realmente terminó (algunas historias de personajes están terminadas, otras no) ella da un gemido agónico y luego rie. “¡Oh, no digas eso!” Ella piensa que su primera incursión hacia la segunda guerra mundial probablemente será su último. ¿Escribiría ella otra trilogía? Ella mueve la cabeza. “Es un poco como tener un perro. Sabes que eres muy viejo para tener otro. Una parte tí piensa, ‘bien, es triste en un sentido’, pero no lo es realmente”. Si, recalco, pero entonces las personas continúan teniendo perros, ¿o no? Hasta cuando no están seguros de que deberían; no saben cuando poner punto final. “Bien, lo hacen”, replica ella, “me refiero, puedes traerlos de vuelta a casa, pero no sé que se haría con dos libros de una trilogía. Nadie podría escribir el tercero por ti”.
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No, de ahora en adelante serán novelas individuales, y tal vez bastante cortas:”Pienso que merezco una novela corta después de todo eso…en que he invertido las horas”. En su libro siguiente, ella va a escribir acerca de una esclava por quien Aquiles y Agamenón discuten en la primera sección de La Ilíada, lo cual ella describe como “como un recuento extremadamente realístico de lo que es una guerra y lo que les ocurre a los hombres en una guerra”, “Tengo la voz de ella”, dice ella. “Quiero tratar de contar tanto de la historia como pueda en su voz, a través de sus ojos”. La escena estará ambientada en ese período, más que transpuesta en otro, reconoce ella, “una gran salida”. ¿Se siente eso asustante? “No, asustante no. Es muy diferente a lo que he estado haciendo antes…”
Indico que ella nunca ha escrito de un conflicto contemporáneo, y ella responde que piensa que sería muy difícil adquirir el conocimiento profundo y la distancia necesaria para escribir ficción. “Una vez William Deeds (el editor del Daily Telegraph) me invitó para ir a Somalia y escribir de eso, junto a otros escritores”, recuerda ella. No fue. “Si piensas en lo que en realidad podíamos haber escrito, habríamos estado escribiendo acerca de varios novelistas yendo a Somalia. Eso sería lo que en realidad podíamos entender”.
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Ella siempre está alerta a los “trabajos falsos” de alta factura, que pueden resultar muy fáciles de escribir; un material que luce “respetable en la pantalla, pero está completamente muerto. Después de todo, dice ella, “existen similitudes incómodas entre los novelistas y los médiums. Una de ellas, por supuesto, es que a veces son genuinas y a veces falsas. Y el problema es que una vez que tienes las técnicas, puedes producir una falsedad fantástica”.
Por todas sus ambigüedades, y por su falta de didactismo, el trabajo de ella tiene un claro imperativo moral. ¿Piensa ella, por lo tanto, que es eso importante? “Pienso que al menos se necesita la ilusión de que eso es importante”, replica ella. “¿Por qué más lo harías? Sentada en una sala, vestida como Anita la Huerfanita, arrancándote los cabellos, eso no es atractivo. Así que se necesita la ilusión de que eso es importante. Ciertamente pienso que las novelas no cambian al mundo, ni siquiera pequeños fragmentos del mundo. Por otro lado, es importante decir la verdad. Y, creo que la verdad es reconocible instantáneamente”.
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Un extracto de Noonday de Pat Barker.
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Al cerrar la puerta ante la implacable luz de luna, él rodeó la sala de dibujo revisando que las cortinas aislantes estuvieran desplegadas y apagando las lámparas. Entonces volteó para mirar a Kenny, quien miraba ausente alrededor de la extraña sala. ¿Ahora qué? ¿Qué se supone que haga con él? Las sirenas sonaban por segunda vez esa noche. Ellos debían ir a uno de los refugios públicos, pero él no podía soportar salir de nuevo y pensaba que Kenny tampoco.
“Dormiremos en el salón”, dijo él. “Estaremos lo suficientemente seguros ahí”. Hace pocas semanas cuando empezaron las molestias de las ráfagas, él y Elinor habían arrastrado un colchón doble hacia el piso de abajo. Rodearon las paredes con otros colchones y cojines del sofá y él se aseguró de que todas las ventanas estuviesen reforzadas con cinta adhesiva antiexplosión. Por supuesto, nada de esto los protegería de un golpe directo, pero tampoco ninguno de la mayoría de los refugios. “¿Por qué no te acuestas? Veré si puedo buscar algo de comer y beber”.
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En la cocina, el abrió y cerró varios armarios, encontró media hogaza de pan endurecida, pero así la comeríamos, un par de manzanas marchitas, un pedazo de Cheddar empezando a descomponerse y una botella de jugo de naranja. Entonces se sirvió un trago largo de whisky y llevó la bandeja al salón.
Kenny había sacado los soldados de juguete del bolso y estaba ordenándolos en una zona del piso de madera entre el colchón y la puerta de la sala de dibujo. Miró hacia arriba, su rostro estaba pálido, a punto de llorar pero conteniéndose al pestañear muy seguido. “¿Por qué no podemos ir esta noche?”
“Porque habrá un caos absoluto y nos quedaremos en el camino”.
“Podríamos ayudar”.
“No lo creo. De todas formas, dudo que nos dejen acercarnos”.
Se oyen detonaciones en la distancia. “Mira, te llevaré a primera hora en la mañana, tan pronto como amanezca. Lo siento, Kenny, es lo mejor que puedo hacer”. Un impacto cercano estremeció la puerta. “Vamos, come algo, eso te hará sentir mejor”.
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Kenny estaba desgarrando un pedazo de pan con los dientes. “Podríamos jugar”. “¿Jugar?” Kenny sonrió hacia los soldados. Bien, ¿por qué no? Eso le sacaría de la mente todo esto. Así que ellos masticaron manzanas, queso y pan, bebieron whisky y jugo de naranja, movieron grupos de figuritas por aquí y por allá, hasta que, eventualmente, hasta Paul fue absorbido por el juego. El trasfondo de estallidos se mezclaba muy bien con lo que hacían. Kenny era el oficial, por supuesto. Paul era un NCO no muy brillante. De vez en cuando, una explosión estremecía los marcos de las ventanas, y si, él estaba asustado. Nada como el miedo que había experimentado en las trincheras; aunque, de alguna manera, esto era peor: experimentaba este miedo en la seguridad de su propio hogar, y eso significaba que nada estaba seguro. Más de una vez, estuvo tentado a salir y ver que estaba ocurriendo, pero no quería interrumpir el juego, eso era obviamente para mantener a Kenny ajeno a las bombas, y así seguían jugando, las armadas de metal avanzaban a través de las líneas del piso de parquet, más rápido de lo que hubiesen hecho en la vida real; Passchendaele y el Somme jugaban en el piso de una casa en Bloomsbury. “¡Si, señor!” Nubes de humo oscurecían el saliente. “¡Usted está en lo cierto señor! El aterrizaje de un cascarón en un cráter inundado envió láminas de agua lodosa a diez metros de altura en el aire. “¡Vamos a salir afuera, para ver, señor!”
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Kenny tendría que dormir pronto, sus ojos giraban hacia el fondo de su cabeza, pero por Dios que luchaba por no dormirse. Terminó su jugo de naranja, pidió más…Esa vez, Paul agregó un poco de whisky en el vaso y, aunque Kenny arrugó la nariz ante el sabor picante, se lo bebió todo y poco después se acurrucó sobre el colchón y se durmió.
Paul empezó a recoger los soldaditos, entonces se detuvo, seleccionó dos y los miró, acostados juntos en la palma de su mano. De alguna manera, la última vez que los había visto, no se había dado cuenta de lo que significaba eso. Dios mío, pensó él. Nos hemos convertido en juguetes. Quería compartir el momento, el impacto de eso, pero no había nadie que entendiera.
Deslizó las pequeñas figuras en su bolsillo, se acostó al lado de Kenny y se durmió.
A media noche, Kenny despertó y agitó el brazo de Paul. “¿Oyes eso?”
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A Paul le costó despertarse; debió haberse dormido profundamente, apenas pudo entreabrir los ojos. Se quedaron acostados escuchando los impactos hasta que un estallido más fuerte que el resto hizo llorar a Kenny. Era muy grande para pedir resguardo, muy joven para no necesitarlo. Paul tocó su brazo. “No te preocupes, todo está bien”.
“Es verdad, ¿no oyes el que te pegó?”
“Si”. Dijo con firmeza de hecho, aunque el había oido la concha que lo había golpeado; la había oído chillarhasta abajo. Todavía lo hacía.
Kenny estaba sentándose, con los ojos abiertos de par en par, temblando como un galgoal comienzo de una carrera. “¿Podemos ir ahora?”
“Tan pronto como amanezca”.
“¿Qué hora es?”
“Las tres y treinta. Vamos, volvamos a dormir”.
“No puedo dormir”.
Paul tampoco podía.
“Sabes, no podríamos ser capaces de llegar hasta allá. No habrá buses ni taxis. Y yo no voy a manejar en ese ambiente”.
“Podemos caminar”.
No tenía caso discutir. Y de todas formas él no sabía. No más de lo que Kenny podía él estimó lo que tendrían que enfrentar. “Bien, me voy a dormir”, dijo él. “Y si tienes algo de conciencia harás lo mismo”.
Se volteó hacia su lado y se acostó en la oscuridad, esperando por el cambio en la respiración de Kenny. Solo cuando estuviera seguro que Kenny estaba dormido cerraría los ojos.
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• Noonday is published by Hamish Hamilton.
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Traducción: Alfonso L. Tusa C.
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