viernes, 15 de junio de 2012
Episodios Olímpicos. (XXVI). "¡Ganó el Morocho, ganó Venezuela!" México 1968.
Cuando la voz enfebrecida y ahogada de Carlitos González anunció desde Ciudad de México el resultado del combate final en la categoría minimosca del torneo boxístico de los Juegos Olimpícos de 1968, la alegría desbordó el mapa venezolano en una demostración de júbilo espontáneo que sentía un conglomerado humano sediento de momentos gratos.
El 17 de octubre Francisco Morochito Rodríguez debutó en el boxeo olímpico. El sorteo lo había ubicado frente al curtido cubano Rafael Carbonell, con experiencia en los Juegos de Tokio en 1964. Además de un contínuo y constante fogueo internacional. Estos pergaminos hacían pensar que el pequeño cumanés debería "echar el resto" y algo más para salir airoso de aquel duro compromiso. Porque llegaba a esta cita con la simple preparación de dos giras nacionales, una a Machiques y otra a Tucupita.
Luego de fajarse con el cubiche en los dos primeros asaltos, con la intensidad del fósforo del coro-coro y la lamparosa. Morochito salió para el capítulo definitivo con todo el yodo de las playas de San Luís a buscar al cubano para liarse a golpes y buscar el pase a la siguiente ronda. Ofreció una demostración, técnica, física y de pundonor- luego se supo que terminó con una mano lesionada- que hizo levantar al público y a Carlitos González más que a nadie, puesto que él había sido uno de los principales promotores para que Francisco Rodríguez viajara a México.
El 20 de octubre el compromiso fue ante el ceilandés Khata Karunarathe, el nombre resultó más difícil de pronunciar que lidiar con él en el cuadrilátero. Aún cuando el ceilandés lo superaba en estatura, Morochito se encaramó en unos zancos de ponsigué. En el segundo round acabó las acciones al tumbarlo en dos ocasiones. El árbitro detuvo la pelea.
Al llegar el vigésimotercer día de octubre, el diminuto cumanés escuchaba atento las recomendaciones del entrenador Ángel Edecio Escobar, quién lo conminaba a aprovechar el hecho de que su rival de turno, el estadounidense Harlan Marbley, sufría una dolorosa lesión en una mano. Rodríguez había vencido a Marbley en los panamericanos de Winnipeg 1967. Sin embargo, el púgil cumanés no se confió. A lo largo de los tres asaltos hilvanó una seguidilla inacabable de combinaciones que alumbraron de alegría a Caigüire y San Francisco, entre muchas barriadas cumanesas y venezolanas.
Escobar recuerda todo el revuelo causado en el edificio donde se alojaba la delegación venezolana, ante la posibilidad de que Morochito conquistara el primer oro olímpico de aquellos juegos para el subcontinente suramericano.
Atletas y personalidades de toda Suramérica fueron a saludar a Morochito para darle ánimos y desearle lo mejor en el combate culminante de la competencia.
Antes de la pelea hubo un inconveniente por un ligero exceso de peso de Rodríguez. Cuando la tristeza y la desesperación asomaban las garras. A alguien de la delegación se le ocurrió pedirle a Morochito su dentadura postiza. Así fue como pudo responder en la báscula ante las exigencias de su diminuta categoría.
Luego de dos rounds de mucha paridad, el asalto de la verdad encontró a Morochito sacudiéndose la maraña del coreano Young Ju Lee para volver a golpearlo sin clemencia, apoyado en su técnica de alto calibre fielmente aprendida de Heli Montes, uno de sus primeros mentores allá en tierra sucrense. Esta vez de los puños del cumanés salió una ventolera de arenques, ají dulce, y pichigüey que dejó petrificado al asiático, arrancándole a los Juegos Olímpicos una medalla de oro para Suramérica, Venezuela y Cumaná.
Las emociones fluyeron en tropel desde el grito victorioso de Carlitos González en el México Arena, hasta la salva de cohetes que animaba las calles de la capital sucrense y todos los rincones de Venezuela. Las lágrimas visitaron las mejillas del bravo boxeador cumanés al tiempo que recibía el preciado galardón, mientras las notas del himno venezolano lo ponía en ese contacto íntimo que establecen esas notas musicales entre cada uno de nosotros y nuestra tierra, nuestra gente y nuestra cultura.
Alfonso L. Tusa C.
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