miércoles, 15 de abril de 2015

Lo que Lincoln dejó atrás

Martha Rhodes. 14-04-2015. The New York Times John Wilkes Booth le disparó a Abraham Lincoln en el Ford’s Theater de Washington, la noche del 14 de abril de 1865, y en horas, telegramas y periódicos empezaron a desplegar la noticia alrededor del país. Tan horrible como el homicidio de Lincoln les puede parecer a las personas de hoy, es difícil sondear cuan estremecedor fue para muchas personas en aquel tiempo. Fue lo suficientemente telúrico como que fue el primer magnicidio de la historia norteamericana. Pero también ocurrió en un momento, menos de una semana después que el General Robert E. Lee capitulara en Appomatox, cuando los norteamericanos o celebraban la victoria o desesperaban con la derrota. Para Mattie Jackson, un esclavo fugitivo, el sintió el trancazo de la muerte de Lincoln como “un choque eléctrico en mi alma”. Muchos se resistían a creerlo. “Todavía pienso que debemos ser víctimas de un rumor callejero gigantesco”, confesó una mujer blanca a su madre. Eventos desastrosos futuros generarían incredulidad hacia la radio, televisión, teléfono y redes sociales, pero en la primavera de 1865, los norteamericanos anonadados solo podían confirmar los reportes de catástrofe examinando otros rostros humanos. Tan pronto como Lucy Hedge vio los titulares, se vistió y salió de su hogar de Nueva Inglaterra para a caminar por las calles, donde, ella escribió después, “la melancolía y el desmayo estaban pintadas en cada expresión facial”. En Louisville, Ky., “la ansiedad era visible en cada rostro de las personas negras”, dijo un observador, mientras en Nueva York, un hombre blanco lloroso avanzó hacia Wall Street para unirse “ a la multitud de caras tristes y marcadas por el horror”. Con tantos apesadumbrados mirando a los ojos de las otras personas, los oponentes de Lincoln tenían que estar atentos, porque no sería tolerada ninguna exhibición de placer entre los vencidos Confederados. En Richmond, Va., la capital confederada capturada que Lincoln había visitado fugazmente hacía una semana, “Cada hombre parecía desafiante a todo el que le pasaba por delante”, escribió un misionario norteño a su padre. Muchos confederados se mantuvieron escondidos pero no del todo. Algunos optaron por aplaudir o celebrar en público, y en la calle Bienville de New Orleans, un hombre blanco provocaba a los atribulados afroamericanos señalando el titular de un periódico sobre el asesinato y, una mujer negra recordó “sacando la lengua”. Aunque pronto hubo un cambio. Al principio los afectados buscaban confirmación en tantas caras como fuese posible, al poco tiempo su atención se concentraba en una so,a cara: la del presidente asesinado. El 18 de abril Lincoln yace estático, dentro de una urna de nogal que descansa sobre un elevado y decorado catafalco, en la habitación este de la Casa Blanca. El funeral se realizó el día siguiente, y el día posterior el cadáver fue exhibido, esta vez en la rotunda del capitolio. Miles desfilaron. ¿Qué mejor prueba de esos dificiles eventos? Desde la capital, el cadáver del presidente viajó por dos semanas, a través de casi 1700 millas, con ceremonias elaboradas en 11 ciudades. Visitantes de todas partes estaban afectados por los empujones para ver el cadáver, los guardias mantenían a las filas congestionadas moviéndose tan rápido que “era imposible” protestó un espectador, “obtener una visión satisfactoria”. Mattie Jackson, sabía que no se “convencería de su muerte” hasta que “viese sus restos”. El ritual de ver el cadáver de Lincoln, y su cara, probó ser problemático. Cuando los deudos apreciaron aquella singular visión, muchos estaban disgustados. A uno “sus patillas recortadas hicieron que su cara pareciera más pequeña”, para otro, “la expresión era demandante”. Como el embalsamado de cuerpos todavía era una ciencia rudimentaria, las personas se sintieron desilusionadas por el deterioro físico ocasionado por el deceso. Para el momento que el cadáver de Lincoln llegó a Chicago, a un deudo le pareció que él “no lucía como deben parecer los grandes hombres”. El rostro sin vida simplemente no podía revivir las visiones del exaltado comandante en jefe. Un hombre que se salió de la fila e Filadelfia prefirió “recordar a Mr. L. como lo vi en Trenton, con esa brillante sonrisa burbujeando en su cara”, una imagen muchos más memorable que “los rasgos fijos de un cadáver”. Aún luego del entierro de Lincoln en su pueblo, Springfield Ill., el 4 de mayo, algunos todavía no podían asimilar por completo lo que había ocurrido. Muchos recurrieron a los artefactos, pegar titulares en álbumes, coleccionar fotografías conmemorativas, en un esfuerzo por aceptar lo insondable. Marian Hooper viajó desde Boston hasta Washington a finales de mayo, he hizo la ruta hasta el aserradero de tablas al otro lado de la calle frente al Ford’s Theater, hasta el cual el fatalmente herido presidente había sido llevado la noche del 14 de abril, y donde había permanecido inconsciente en una habitación trasera hasta que falleciera la siguiente mañana. La almohada empapada en sangre, “tal cual estaba esa noche”, escribió ella a casa, fue “una vista dolorosa y aun así queríamos verla”. Y ¿Por qué? Porque, explicó ella, “eso hace esto tan vívido”. Cuando la guerra llegó a su fin, los deudos de Lincoln podían confortarse creyendo que su presidente los guiaría a través de las consecuencias del conflicto. Ahora se había ido. Aun con la ayuda de la evidencia visual para asimilar la desastrosa verdad, todos los norteamericanos continuarían ponderando el destino de la nación, y lo que pudo haber sido diferente, si Lincoln hubiese vivido. Martha Rhodes es una profesora de historia en New York University y autora, más recientemente, de “Mourning Lincoln”. Traducción: Alfonso L. Tusa C.

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