jueves, 11 de junio de 2015

La víspera de la inauguración del cine Royal

Es casi seguro que las líneas que siguen debajo sean ficción, que solo sean resultado de innumerables jornadas de imaginación bajo las luces tenues del atardecer convirtiéndose en noche de estrellas infinitas, el fruto de un empeño obstinado en saber que había antes, como pasaban las noches los habitantes de Cumanacoa. Y sobre todo, como había empezado a funcionar una de las dos salas de cine que animaban las vespertinas y las noches del pueblo. Me gustaba mucho el aspecto fantasmal, de cueva medieval del teatro Gardel, pero disfrutaba mucho más la aventura de asistir al Royal, su preferencia de asientos de cuero pintados de una pintura marrón brillante, la barda divisoria que cada vespertina veíamos como una valla en una carrera de 110 metros planos, la cual ansiábamos saltar, por eso nuestros rostros se animaban cuando empezaba a llover; porque efectivamente el techo de la galería era la atmósfera, el cielo que con presencia de estrellas o nubarrones, llamaba tanto la atención como la película. Mi trayecto preferido hacia el cine Royal era la calle Bolívar, el pedazo de calle de arena que comprendía desde la casa hasta la acequia. Cuando pasaba entre los matorrales media cuadra antes de llegar a la escuela escuchaba una gran variedad de aves, y los sonidos atenuados de otros animales silvestres como ratones, grillos, lagartijas y sapos me hacían aligerar el paso hasta casi correr cuando veía de repente alguna figura redonda apostada en una orilla de los montes aledaños a la calle, luego me enteraba que se trataba de pájaros aguaitacaminos. Esa carrera me llevaba justo a la parte posterior de la cuadra donde estaba el Royal. Desde la distancia veía asomar el tope de la pantalla entre las ramas de la ceiba que se erguía en el solar de al lado. Entonces mis pies se desbocaban por atravesar todo el resto de cuadra, tomaba la esquina casi a ras del piso, tal era la intensidad de mis zancadas. Cuando llegaba a la esquina donde gritaban los vendedores de maní y el carrito de chicha recibía una andanada de hielo picado, casi no podía respirar. Debía pasar unos dos minutos con las manos en las rodillas, con el desespero de si iba a encontrar entradas en la taquilla de Bélgica. Los picotazos del arrendajo casi desarmaban y tumbaban la trampa-jaula de la rama de ponsigué. Me asomé en la ventana del cuarto. Todos los mediodías de aquel agosto de mediados de los años sesenta, Abuelo buscaba la jaula en el fondo del patio y la ubicaba en un lugar donde se mimetizaba entre el follaje del ponsigué y el suspenso y la meticulosidad para armar la trampa. Esas eran las imágenes que me consolaban cuando mamá decidía enviarme a Cumaná porque “estás echando mucha broma con la juntilla del solar de asfalto”. Los aletazos del arrendajo en la jaula sacaron exclamaciones en la voz atenuada de abuelo. Allí empecé a comprobar algo que había escuchado a varias personas en Cumanacoa. Abuelo sonrió al decir: “¡Caramba, este pájaro picotea más duro que los martillazos que le di a las sillas del Royal de Cumanacoa!” Por más que le preguntaba si él había participado en la construcción de la planta física del cine Royal de Cumanacoa, abuelo siempre intentaba cambiar la conversación o decía que tenía que salir a darle una vuelta al camión. En muchas ocasiones estuve a punto de abandonar aquella investigación. Entonces las imágenes de los portones “Santamaría”, las paredes de piedras embutidas del frente y los laterales, la escalera por donde subía Salvador a la sala de proyección que más de una vez soñé subir para ver la sala de control de aquel gran submarino, me mantenían con la esperanza y la insistencia de esperar el momento apropiado. En una ocasión logré un hallazgo que me hizo asistir a la preferencia del Royal por varios días seguidos. Había escuchado a uno de mis tíos decir que en los días finales de la instalación de los asientos de la preferencia, en un descuido de abuelo, había escrito la fecha y las iniciales de abuelo en la silla del rincón al fondo del ala izquierda. Revisé la última la penúltima y todas las sillas de esa última fila y nada. Todas estaban más lisas que un plato de porcelana. Entonces me dije que aquello era una habladera de mi tío y ya no seguiría entrando a preferencia. La noche cuando decidí que no volvería a la preferencia, me senté en el rincón delantero y a media película sentí unas marcas en la parte trasera de la silla al llevar las manos hacia atrás en un sobresalto de la película. El corazón casi se me sale por los ojos, como pude me agaché. Afortunadamente aquel era un día de poca asistencia en el Royal, a rastras di la vuelta al asiento y empecé a leer cual ciego en braille, una a una palpé las letras, L…J…C…T. Cuando empezaba a pensar que aquello era pura casualidad otras muescas sorprendieron las yemas de mi índice derecho. Sentí las formas que demarcaban 12-04-1952. Aquella fecha coincidía con el tiempo en el que mamá me dijo que probablemente abuelo había estado trabajando en Cumanacoa, haciendo los asientos del cine Royal. ¿Para qué quieres saber eso? No para esa época ni siquiera conocía a tu papá, mucho menos vivía en Cumanacoa. Tu abuelo pasó varios meses saliendo los lunes temprano de la casa y regresaba los sábados en la tarde. Cuando había vacaciones se llevaba a dos o tres de los muchachos y de allá venían con un libro de cuentos, que si tu abuelo era muy estricto y ni siquiera los dejaba salir a dar una vuelta por el pueblo. Por más que insistí en preguntarle por más detalles de aquella expedición de abuelo en Cumanacoa, mamá me dijo que solo escuchaba muy pocas cosas de los detalles de aquellos viajes. Entonces empecé a esconderme detrás de los muebles o en los cuartos cercanos a donde conversaban mis tíos. Había llegado a saber casi la vida de cada uno de ellos, pero nada que hacían referencia al cine Royal de Cumanacoa. Estuve tentado a preguntarles directamente, pero sabía que se reirían de mí, no me tomarían en serio y terminarían contando un chiste recurrente de cuando abuelo los llevó a ver el mar por primera vez. Casi desistía de la idea de conocer la experiencia de quienes habían vivido desde el mismo epicentro de los acontecimientos los días previos a la inauguración del cine Royal, los preparativos y en este caso las vivencias de los oficios de carpintería que abuelo experimentó en cada uno de esos meses, semanas y días mientras se acercaba el día de la verdad. Una mañana dominical en el río, en medio de una reunión familiar, mis tíos empezaron a jugar “truco”. A medida que avanzó el juego y los tragos de bebida espirituosa, empezaron a salir los temas de conversación más inesperados. El tono de voz era tan alto que cuando escuché la palabra cine, me moví desde el medio hacia la orilla del río y al escuchar la palabra Royal, terminé de salir del río. Uno de mis tíos hablaba entre acelerado y pausado mientras apretaba los naipes en la punta de los dedos. Papá las tuvo difíciles con ese trabajo. Primero empezó a hacer las sillas de la preferencia en la carpintería de Cumaná. A las dos semanas, los dueños del cine Royal dijeron que el trabajo iba muy lento y que además el tipo del transporte les estaba cobrando mucho. Entonces le propusieron a papá que se llevara sus herramientas para Cumanacoa y trabajara en el propio cine. Papá les dijo que necesitaba un espacio que no fuese el mismo cine porque llegaría un momento en que no iba a haber espacio para trabajar. Casi me resbalo entre unas hojas secas. Cerré los ojos y apreté los dientes. Mis tíos voltearon hacia todos lados. Si me llegaban a descubrir detrás de las matas de cambur no iba a poder seguir escuchando la historia. Uno de ellos sacó una “reservada” y el “truco” les hizo olvidar el ruido de las hojas secas. Total que lograron habilitarle un espacio en el solar de al lado de lo que después fue la galería del Royal. Abrieron un hueco de algunos dos por dos metros y por ahí pasaban, las sillas de preferencia y las tablas de los bancos de galería. Cada una de las palabras de mis tíos retrataba en mi mente, los espacios que tantas veces había recorrido antes o después de las películas. Imaginaba aquel hueco en la pared de galería en el transcurso de una película, bajo el rocío de la noche cumanacoense. Total que papá accedió a trabajar en ese espacio, aunque al principio no estaba muy de acuerdo porque el lugar estaba a la intemperie. A veces nos íbamos a esconder al fondo del solar, porque cuando apretaba el sol de media mañana, papá se lamentaba que quién lo había mandado a aceptar ese trabajo para andar todo sofocado. Pero más divertido era cuando de golpe caía una lluvia y había que salir corriendo. Papá era el último en llegar, se quedaba tapando la madera con unos trapos. El sabía que el agua le podía echar a perder la madera. Entonces llegaba todo enchumbado a la sala de la preferencia, con la mirada parecía decir, ¡intenten nada más reírse de mí! Tras el cambural llegaron a mi mente todas las veces que había estado en la galería del Royal, y de pronto empezaba a llover, Mientras la precipitación solo tenía intensidad de garúa nos manteníamos bajo los toldos de cinc que salían a unos metros de altura en las paredes laterales. A medida que la lluvia arreciaba, empezaba un movimiento a medio camino entre carrera olímpica y empellones callejeros. Todos corríamos hasta la barda divisoria, metálica en el medio y de cemento en los extremos. Cuando el fenómeno atmosférico tomaba visos de vendaval, ocurrían los saltos de altura y longitud más impresionantes sobre la barda. Si había sillas vacías las ocupábamos, si la preferencia estaba llena, nos íbamos hacia la pared del fondo o las laterales, o nos sentábamos en el piso. El sonido de un naipe pinchando la mesa me llevó de vuelta al cambural. Otro de mis tíos seguía las memorías luego de un “flor y truco”. Papá había llegado a un acuerdo verbal para terminar la carpintería del Royal hacia mediados de septiembre, me acuerdo clarito porque papá cumplía años el 30 y quería estar libre para pasar ese día con nosotros. Pero se le presentaron unas dificultades como disponibilidad de madera y las lluvias de Cumanacoa no lo dejaban trabajar al ritmo adecuado. Por eso cuando llegó la última semana de agosto apenas si tenían listas dos alas de sillas de la preferencia y algunos bancos de la parte de la galería más cercana a la pantalla. Fue toda una experiencia ver a papá recorrer cada carpintería de Cumaná y regatear y negociar hasta conseguir la madera que faltaba. Como solo consiguió cedro y había empezado a trabajar con caoba, tuvo que hacer unos empates que lo hicieron preocuparse por el acabado del trabajo, pero el ingenio de su socio y la obstinación de papá en cuidar hasta el último detalle consiguieron hacer ver que las sillas y los bancos lucieran uniformes. Recuerdo mucho como silbaba papá esos días. Mientras uno de mis tíos barajaba las cartas con malicia para amarrarlas, los otros siguieron aportando detalles de la aventura del Royal. Otro de ellos se llevaba los dedos a la boca y templaba los labios, un silbido que empezaba cual murmullo iba ascendiendo en intensidad hasta que todos se llevaron las manos a los oídos. Así silbaba papá cuando veía que nos estábamos desviando del trabajo. Ni ese desagradable silbido, ni el ardor de varias picaduras de hormigas rojas, me hizo abandonar el cambural. El tono emocionado de mis tíos develaba facetas insospechadas de abuelo. Al ver que los días pasaban y el trabajo casi no avanzaba, papá se arriesgó a montar las tablas de caoba y cedro en los soportes metálicos de la galería y terminó la carpintería de los bancos en el sitio, quería ganar tiempo. Claro, el iba tabla por tabla, pero llegaba a desarrollar velocidades impensables al martillar, cepillar y aserrar. Daba miedo acercársele. Sólo cuando el sol apretaba al mediodía, papá daba señales de que era un ser humano, entonces nos daba un bolívar para que fuéramos a comprar un papelón, siete limones y dos panelas de hielo. Nos íbamos a la sombra que proyectaba la pantalla sobre la plataforma frente a esta. Papá sacaba una olla grande del baúl del carro y la llenaba de agua en el baño. Entonces sacaba la navaja para raspar el papelón y cortar los limones. No sé de donde sacaba tanta fuerza. Después de fragmentar el hielo con un martillo, se tomaba dos vasos de papelón con limón y casi sin respirar regresaba a fajarse con los bancos. Entre los roces de las hojas de cambur y el crujir de las capas de cachipo que se desprendían de los tallos, me imaginé en la plataforma de la pantalla del Royal, era una explanada de aproximadamente diez por tres metros, una especie de tarima de cemento, que se levantaba a unos 60 centímetros del piso, con escalera por ambos lados. Siempre que me levantaba para ir al baño de galería la veía y me preguntaba si allí algún día habrían presentado algún acto cultural como los que había visto en el teatro Gardel. Si había ocurrido debió haber sido de día, porque la iluminación de la galería del Royal consistía en tubos fluorescentes ubicados en las paredes laterales y esa luz apenas si dejaba en penumbras la pantalla y su plataforma. Alguna vez llegó a pasar por mi mente si los actores de las películas estaban detrás de la pantalla y empecé a buscar una puerta o pasadizo secreto en el baño, cuando sentía algunos pasos en la entrada disimulaba y salía casi corriendo hacia el banco donde me sentaba esa noche. En medio de la excitación de un “retruco” y un “valenueve”, me acomodé mejor para evitar las hormigas del cambural. La voz de otro de mis tíos que casi no había hablado, sonaba ronca luego del escándalo del “truco”. Lo que más recuerdo de ese trabajo del Royal es las condiciones de garantía que puso papá. Los dueños del cine querían garantía por un año. Papá aceptó pero pidió a cambio un viaje mensual con todos los gastos pagados para verificar que se estuviera haciendo el mantenimiento adecuado a las sillas y bancos. Los dueños bajaron la garantía a seis meses y papá consiguió que le pagaran tres viajes cada dos meses para comprobar que estaban cuidando las sillas y los bancos. Pero no fue tan fácil lograr lo de los viajes, los dueños hicieron que papá estuviera presente en la función previa a la inauguración y tuvo que pasar todo el día corrigiendo todos los detalles que los dueños encontraran; un clavo faltante en un asiento de la preferencia, un pedazo de banco sin lijar ni pintar en la fila de galería más próxima a la pantalla. No sé como hizo papá para mantener el buen humor, porque estuvo como hasta las siete de la noche ajustando el respaldo de un asiento que crujía cuando alguien se sentaba. Estaba tan ambientado en los asientos del Royal que casi pierdo el equilibrio en mi posición de agachado detrás del cambural, casi me fui de cabeza sobre uno de los tallos de cambur. Por un momento los naipes se quedaron en la mesa, mis tíos solo hablaban. Papá también se quedó para la inauguración del Royal al día siguiente. Llovió durísimo como hasta las cinco de la tarde en Cumanacoa. Salimos con papá a secar los bancos de la galería y sacar el agua con haraganes, intentamos patinar en el agua y nos dijo que no quería guachafita. En esos primeros meses, el cine no tenía timbre, entonces los dueños gritaban corriendo por las cuadras aledañas y la plaza Montes, “Vespertina, vespertina, no su pierdan la función inaugural del nuevo cine Royal de Cumanacoa”. Detrás del cambural oía otros gritos desde que me aproximaba al Royal por la calle Miranda o a través de la oscuridad que cedía ante los bombillos de los postes en la calle Bolivar. “Maní, maní, maní”. Un olor a golfeados, suspiros y pavos rojos, mezclado con chicha apresuraba mis pasos hasta casi correr al oir el zumbido del timbre y ver el tumulto en la taquilla. Alfonso L. Tusa C.

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