martes, 21 de julio de 2015
Al atravesar la calle y pasar el portón.
En nuestro ejemplar del 14 de octubre de 1950, (The New Yorker), E.B. White parodió a Ernest Hemingway, al imaginar como él describiría un almuerzo en el medio de la ciudad.
E.B. White.
Esta es mi última, mejor, verdadera y única comida, pensó Mr. Pirnie mientras bajaba al mediodía y se dirigió hacia el este en la concurrida acera de la calle Cuarenta y cinco. Justo delante de él estaba la muchacha del mostrador de recepción. Me siento un poco pesada la articulación del codo, pensó Pirnie, pero me muevo bien en los apretujamientos de la ciudad.
Él apresuró el paso para alcanzarla y sintió de nuevo el dolor. Que negocio tan feo es este, pensó él. Pero después de lo que he hecho a otros asistentes del tesoro, no puedo odiar a nadie. Dieciseis muertes, y no sé cuantas más.
La muchacha estaba lo suficientemente cerca ahora como para que él oliera su fresca receptividad, y el adorno de algodón en su cabello. Su piel era azúl claro, como los costados de los caballos.
“Te amo”, dijo él, “y vamos a almorzar juntos por primera y única vez, y te quiero mucho”.
“Hola Mr. Pirnie”, dijo ella, sorprendida. “No pensemos en nada”.
Un par de palomas voló sobre el viejo y triste edificio de Guaranty Trust Company, sus alas se extendieron para iniciar el aterrizaje. Una hermosa pareja, pensó Pirnie, mientras decía. “¿Vamos al Hotel Biltmore, en Vanderbilt Avenue, el cual está en la vía hacia las calles grandes, o vamos a Schrafft’s donde mi viejo amigo Botticelli es capitán de las muchachas y donde sirven la mayonesa en frascos redondos?”
“Vamos a Schrafft’s”, dijo la muchacha en voz baja. “Pero primero debo llamar a mamá”. Ella se detuvo ante una cabina pública y marcó el número con su dedo. Entonces hizo la llamada.
Mientras caminaban, un olor agradable salía de ella. Ella huele bien, pensó Pirnie. Eso está bien. Y cuando lleguemos a Schrafft’s, ordenaré desde el menú, el cual de hecho me gusta mucho.
Entraron al restaurant. El viento aún soplaba hacia el oeste, cortaba las orillas de las galletas. En el ascensor, Pirnie tomó los controles. “Yo lo manejaré”, le dijo al operador. “Lo conozco desde hace tiempo”. Se detuvo en el tercer piso, y entraron por el portón de los hombres.
“Buenos días mi asistente del tesoro”, dijo Botticelli, acercándose con un frasco en cada mano. Sonrió a la muchacha, quién el sabía que era de West Seventies y a quién él deseaba.
“¿Puedes beber el agua de aquí?”, preguntó Pirnie. Él tenía vista de águila y revisó la habitación en una mirada, notó que había una sola mesa vacía y tres hermosas meseras.
Botticelli los llevó a la mesa de la esquina, donde los flancos de Pirnie estarían cubiertos.
“Alexanders”, dijo Pirnie. “Ochenta y seis a uno. La forma como Chris los mezcla. ¿Te gusta esta mesa, hija?
Botticelli desapareció y regresó pronto, con el viejo mantel indio.
“Ese es el mismo mantel, ¿no?” preguntó Pirnie.
“Si. Para aplacar el viento”, dijo el capitán, sonriendo desde el fondo de sus ojos. “Todavía está soplando hacia el oeste. Eso debe traer a los patos mañana, piensa el chef”.
Mr. Pirnie y la muchacha del mostrador de recepción gatearon debajo de la mesa y se escondieron tras el mantel indio porque este era sólido, tupido y los cubría bien. La muchacha puso su mano en la cartera de él. Estaba cuarteada, vieja y contenía su cuaderno de viajes intraurbanos. “Nos estamos divirtiendo ¿no?” preguntó ella.
“Si, hermana”, dijo él.
“Aquí tengo los cangrejos de concha blanda, mi asistente del tesoro”, dijo Boticcelli. “Y otro frasco de 1926. Este está frío”.
“Pela esos cangrejos de concha suave”, dijo Pirnie desde abajo del mantel. Él puso su brazo alrededor de la recepcionista.
“¿Piensas que deberíamos ordenar una ensalada de pokeweed verde? Preguntó ella. “¿O no debemos pensar en nada por el momento?”
“No deberíamos pensar en algo por el momento, y Botticelli traería el pokeweed si hay alguno”, dijo Pirnie. “No es la temporada de eso”. Luego le habló al capitán. “Botticelli, ¿recuerdas cuando tomamos los sobres de correo del depósito, escupimos las solapas, y entonces bebimos cemento de goma hasta que llegaron los soldados de a pie?”
“Lo recuerdo mi asistente del tesoro”, dijo el capitán. Fue un pequeño chiste que hicieron ellos.
“Él solía multigrafiar muy bien”, dijo Pirnie a la muchacha. “Pero eso fue otra guerra. ¿Te aburro, madre?”
“Por favor sigue contándome de tus experiencias de negocios, pero no de la partes rudas”. Ella tocó la mano de él donde los nudillos estaban cicatrizados y manchados por muchos golpes viejos del multígrafo. “¿Están tus dos flancos cubiertos, mi querido?” preguntó ella, palpando el mantel. Ellos sentían los Alexanders en sus ojos. Ochenta y seis a uno.
“Schrafft’s es un buen lugar y nos estamos divirtiendo y te amo”, dijo Pirnie. Él tomó otro trago del 1926, fue uno bueno y cuidadoso. “En el depósito los hombres eran muy valientes”, dijo él, “pero es una posición donde es extremadamente difícil permanecer vivo. Fuera del depósito está un muchacho alto de cara descubierta y pequeña y está en el camino de las cosas que son llevadas ahí. Al diablo con eso. Cuando se hace un ataque, hija, primero limpias las canastas y las medias sagacidades, y todo el tiempo ellos tienen las salidas de emergencia cerradas. Ellos también te acorralan con las ordenes viejas de producción, muchas de ellas aprobadas por el gerente general a cargo de las ventas. Te estoy aburriendo y no lo haré esta vez al discutir sobre el gerente general a cargo de las ventas mientras nos está escuchando esa mesera de allá que está colocando los señuelos”.
“Te voy a dar mi piano”, dijo la muchacha, “de manera que cuando lo mires pienses en mí. Será algo entre nosotros”.
“Llama y diles que traigan el piano al restaurant”, dijo Pirnie. “¡Otro frasco, Boticcelli!”
Se tomaron la salsa. Cuando llegó el piano, no funcionaba. Las teclas estaban trabadas. “No importa, lo dejaremos aquí, primo”, dijo Pirnie.
Salieron de abajo del mantel y Pirnie le dio una propina a su mesera de exactamente quince por ciento menos impuesto. Dejaron el piano en el restaurant, y cuando bajaron en el ascensor y salieron al viejo, duro y desgastado pavimento de la Quinta Avenida y tomaron dirección sur hacia la calle Cuarenta y cinco donde estaban las palomas, el aire estaba tan limpio como el mortero del abuelo. El viento aún soplaba hacia el oeste.
Yo me desplazo bien en la ciudad, pensó Pirnie, al mirar su reloj. Y sintió el viejo dolor de regresar otra vez a Scarsdale.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
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