jueves, 9 de julio de 2015
La angustiosa decisión de una madre
Desde 2012, decenas de miles de Rohingya, han huído de Myanmar, pero perdidas en los escarceos diplomáticos respecto al destino de los refugiados, están las desgarradoras consecuencias personales
Chris Buckley y Thomas Fuller. 06-07-2015
Gelugor, Malasia. Llevando un niño en su brazo, un Segundo en su espalda y tomando de la mano a un tercero, Hazinah Izhar se sumergió hasta la cintura a través de un manglar en la Bahía de Bengala, se desplazaba hacia un bote pesquero ondulando en el amanecer.
“Vienen las tropas, vienen las tropas”, dijo el contrabandista. “Móntese rápido en el bote”.
Si ella se iba a arrepentir, ahora era el momento de hacerlo.
La señora Izhar de 33 años, había llegado a la pantanosa costa luego de avanzar por caminos inmundos y alrededor de lagunas de peces de Myanmar occidental, donde ella y alrededor de otro millón de miembros de la minoría Rohingya no tienen país, acorralados y perseguidos por su fe musulmana.
Ella había firmado para un pasaje a Malasia, pero sabía que el viaje sería de poco fiar, que aún si sobrevivía, los contrabandistas demandarían rescate para dejarla ir junto a sus niños, y que ellos a veces golpeaban, torturaban o vendían como esclavos a aquellos que no podían pagar.
Su esposo, quién había cultivado camarones y criado ganado, había estado entre las decenas de miles quienes hicieron el viaje dos años antes, luego de los disturbios budistas que irrumpieron a través de las villas como la de ellos, quemando casas y matando por lo menos 200 personas. Él la había advertido de no seguirlo, le dijo que el viaje era muy peligroso y muy costoso.
Pero a medida que ella se acercaba al bote de madera que los llevaría en la primera etapa de un viaje de una semana, un hecho terrible pesaba en su conciencia: Ella había dejado atrás a su hijo mayor, un muchacho de 13 años llamado Jubair.
Desde 2012, decenas de miles de Rohingya han huido de Myanmar, donde son considerados oficialmente intrusos. El éxodo explotó en una crisis regional en mayo luego que los contrabandistas abandonaron miles de ellos en el mar, los dejaron a la deriva con poca comida o agua y ningún país quería hacerse cargo de ellos.
En medio del clamor global, Malasia e Indonesia acordaron aceptar los inmigrantes temporalmente.
Pero perdidas en los escarceos diplomáticos sobre el destino de Rohingya están las decisiones angustiosas enfrentadas por las familias que se van y las desgarradoras consecuencias personales que deben resistir.
La señora Izhar sabía que le costaría tanto como 2000 $ llevar a sus tres hijos menores a Malasia. Llevar a Jubair podía doblar el precio de los contrabandistas, y ella solo tenía 500 $ de la venta de su casa, una choza de bambú y barro en la villa de Thayet Oak.
La octava de 10 hijos criados por una pareja de granjeros, ella había pasado su vida entera en el campo alrededor de la villa. Ella ase casó a los 18 años, y perdió a su primer esposo por una enfermedad repentina.
Ella se apoyó en la ayuda de familiares para mantener a sus dos hijos, Junair y Junaid. Pocos años después, se casó de nuevo y tuvo otro hijo, Sufaid, y luego una niña, Parmin.
Fue mientras ella estaba embarazada de Parmin que su esposo huyó a Malasia.
Militantes budistas, enceguecidos por los rumores de que los musulmanes habían violado a una mujer budista, habían atacado villas como Thayet Oak a lo largo de Rakhine State, la región costera donde vive la mayoría Rohingya de Myanmar. La policía y el ejército no hicieron nada.
Preocupado de que sería arrestado y golpeado como algunos de sus amigos, el esposo de la señora Izhar, Dil Muhammad Rahman, se escondió, y hacía visitas furtivas a su casa en medio de la noche. Luego a finales de 2012, él desapareció completamente, sin llamarla para decirle que se había ido a Malasia hasta tres meses después que llegó.
La violencia contra los Rohingya recrudeció el año pasado. La señora Izhar oyó rumores de niños muertos por disparos. Ella vio a policías romperle la mano a un hombre y golpear a otro en la cabeza con palos, lo dejaron sangrando e inconsciente.
Las mujeres que vivían solas eran muy vulnerables, y cuando la noche caía, ella mantenía la casa oscura y silenciaba a sus hijos. “Ni siquiera prendía una lámpara”, dijo ella.
El miedo era constante. En diciembre, cuando se corrió la voz en las villas de que había barcos esperando en la bahía de Bengala, ella no pudo esperar más.
“¿Cómo me voy a quedar aquí? Preguntó ella. “Los viejos, los jóvenes, todos tienen que vigilar la villa cada noche para proteger a las mujeres. Todas las mujeres se van a Malasia, entonces también me iré a Malasia”.
Ahora, mientras ella subía a sus hijos al bote en la oscuridad, su mente era un remolino de alivio, miedo y lamento.
Malasia es una nación musulmana, ella lo sabía, y creía que ella y sus hijos estarían a salvo allí.
Pero no le había dicho a su esposo que ellos iban para allá. Ella esperaba que él se contentaría de verlos, y que conseguiría el dinero para pagarle a los contrabandistas.
“Tuve que subir al bote llena de tristeza y miedo”, dijo ella. Mi esposo no permitiría que nadie nos matara. Nos recataría de alguna manera”.
Más que todo, sin embargo, ella estaba atormentada por el pensamiento de Jubair.
¿Qué sería de él, solo en Thayet Oak, expuesto a los peligros de los que ella huía? ¿Qué habría sido de sus otros hijos si se hubiesen quedado?
Cuando llegó el momento de partir, Jubair estaba con unos amigos en otra villa, y no había tiempo para pensar. Ella reunió a los otros niños, empacó un equipaje con pocas mudas de ropa para los niños y tres botellas plásticas de agua, y huyeron.
Ahora, mientras la línea de la costa desaparecía en la distancia, ella deseaba haber tenido la oportunidad de explicar su decisión a Jubair y darle un abrazo de despedida.
“Algunas palabras vinieron a mi mente”, ella recordó después. “Si me mantengo con vida, lo traeré a Malasia. Me sentí muy triste al dejar a mi hijo, pero era mejor para la familia si n os íbamos a morir o vivir en otra parte. No podíamos quedarnos.
Myanmar
El viaje.
Luego de pocas horas, los pasajeros fueron transferidos a una lancha, la cual saltaba a través del mar oscuro y picado, eso le causaba nauseas a ella, y después fueron transferidos otra vez, a un barco en algún lugar de la bahía de Bengala.
La señora Izhar y sus hijos se apretujaba con otras doce mujeres y sus hijos en la parte superior. Los hombres y muchachos adolescentes fueron dirigidos a la parte inferior.
La mayoría de los 250 pasajeros hablaba Rohingya, mientras que algunos sonaban como si fueran de Bangladesh.
En la mañana, la tripulación les suministró la primera comida que ella y sus hijos tendrían desde que salieron de la villa dos días antes: lumpias de arroz frio, precocido y piezas de azúcar de palma. La señora Izhar, mareada, tuvo dificultades para mantenerse estable. Vomitó varias veces.
“No pude dormir por seis días y sus noches”, dijo ella. “Un hijo estaba a mi derecha, otro hijo a mi izquierda, y el pequeño sobre mi pecho. No nos podíamos mover. Permanecíamos sentados y esperábamos, y yo trataba de evitar que los niños se movieran alrededor. ¿Qué tal si se caían por la borda? Nadie los rescataría”.
Era diciembre, y la pequeña familia Rohingya se había convertido en buena parte de la carga del creciente negocio multinacional de contrabando de personas.
Los contrabandistas llevaron alrededor de 58000 personas, mayoritariamente desde Myanmar y Bangladesh, en ese viaje el año pasado, a través de la bahía de Bengala y el mar de Andaman, a menudo via al sur de Tailandia y luego a Malasia, de acuerdo a la Organización Internacional de Migraciones. Trasladaron 25000 personas más en el primer trimestre de este año.
Muchos Rohingya terminaron cambiando una pesadilla por otra. Algunos fueron confinados por semanas a lugares fétidos saturados de vómito y excremento. Algunos fueron detenidos en especies de prisión al sur de Tailandia, sujetos a golpizas y tortura mientras los contrabandistas extorsionaban a sus familiares con el pago de sus rescates,
Cientos han muerto durante el viaje cada año, a causa del hambre, la deshidratación, y a veces la brutalidad.
Mientras el barco enfilaba hacia el sureste, la señora Izhar empezó a considerar los peligros latentes. Las mujeres eran generalmente sometidas a golpizas, pero los hombres recibían puñetazos, latigazos y palazos si irritaban a la tripulación, dijo ella.
Al final de una tarde, el barco rompió en gritos y alaridos cuando algunos de los miembros de la tripulación se preparaban a lanzar por la borda el cuerpo inerte de un hombre viejo, cuyas manos y piernas habían sido atadas con cuerda.
“Parecía como si estuviese muerto, o tal vez agonizaba”, dijo la señora Izhar. “Pero de pronto empezó a moverse y a gritar, y entonces todos gritaron, ‘¡Él esta vivo! ¡Él está vivo!
La tripulación lo golpeó hasta desmayarlo y lo llevaron a la parte de abajo. La señora Izhar no supo que le pasó al hombre después de eso.
La transacción
Luego de una semana en el mar, la familia de la señora Izhar se subió a un barco más grande, donde se unieron a otros cientos de emigrantes. La tripulación incluyó personas de Tailandia, así como otros Rohingya, y hablaban como si el barco estuviera en algún lugar fuera de Tailandia. Ella y los niños fueron llevados a un lugar maloliente y sobrepoblado tres niveles por debajo del piso superior.
Poco después que los pasajeros abordaron, los contrabandistas pidieron que les entregaran los números telefónicos de sus familiares de quienes se esperaba pagaran el viaje.
La señora Izhar sacó el número de su esposo de su bulto de pertenencias, y en la mañana los miembros de la tripulación la llevaron lejos para llamarlo.
Uno de los miembros de la tripulación le dijo a su esposo que su esposa estaba en Tailandia. Esa fue la primera vez que él supo que ella había salido de Myanmar.
La señora Izhar se puso al teléfono y le dijo que los contrabandistas estban pidiendo 2100 $ para liberarla a ella y los tres niños.
“¡No tengo el dinero para pagar por ti! gritó molesto, y preguntó porque ella había dejado a Jubair.
No es poco común que las mujeres Rohingya se unan con sus esposos en el exilio sin decirles. Si una mujer le dice a su esposo, “la mayor parte del tiempo el esposo no le permitirá irse”, dijo Chris Lewa, un abogado de derechos Rohingya establecido en Bankok. Los hombres temen que si sus familias se les unen, serán recargados con pagos mayores por un apartamento más grande o una habitación adicional.
Ni es poco común que los emigrantes sean separados de sus esposas y niños por largos períodos.
La señora Izhar y sus niños estuvieron en espera por semanas mientras se negociaba su destino. Dos veces al día, recibían agua y comida: usualmente una escudilla de arroz con lentejas o pescado seco tan descompuesto que ella apenas podía tragarlo, aunque los niños hambrientos se peleaban sus raciones.
Los contrabandistas mantenían la presión. Uno le asestaba latigazos en la espalda y la cintura a la señora Izhar varias veces con un pedazo de manguera plástica, y llamaban varias veces a su esposo.
“¿No quieres que soltemos a tu familia? Le preguntaban. “Si no, los lanzaremos al agua”.
Regateo de por medio. Los contrabandistas bajaron el precio a 1700 $.
El señor Rahman imploró a todo el que conocía por ayuda: familiares, amigos, amigos de amigos. “Empecé a llorar; me arrodillaba a sus pies”, dijo él. Les decía: “Por la vida de mis hijos, te devolveré hasta el último centavo. Si no puedo, seré tu esclavo”.
Más de tres semanas después que empezó el regateo, llegó el dinero, la mayor parte vino de un tío.
Tres días depues, la señora Izhar y sus tres niños abordaron una lancha con docenas de emigrantes, y pronto anclaron en una playa al norte de Malasia. La mayoría de los Rohingya entran a Malasia mediante la travesía de la jungla del sur de Tailandia. Pero la señora Izhar terminó su viaje como lo había empezado: moviéndose por el borde pantanoso del mar mientras se acercaba a la costa.
“Me sentía feliz”, dijo ella. “Pensé en cuantas dificultades habíamos tenido en el viaje, y ahora casi todo había terminado”.
El muchacho abandonado
Desde la ciudad más cercana, Sittwe, la capital de Rakhine State, la villa de Thayet Oak está a 45 minutos de viaje en ferry, y luego una ruta de cuatro horas en carro por carreteras sucias.
El primer lugareño que apareció fue interrogado sobre si conocía a un muchacho de 13 años llamado Jubair. “Si”, dijo él, y señaló un camino polvoriento. Al final del camino, un muchacho de camisa anaranjada sucia cargaba dos envases de aluminio llenos de agua en los extremos de un palo de bambú. “Ese es él”.
Todos en Thayet Oak parecen conocer a Jubair, el muchacho que fue abandonado.
En una habitación oscura de la casa de bambú de su primo, donde duerme a veces, él se sentó en el suelo sucio y respondió con paciencia las preguntas.
¿Dónde está tu hogar?
“Mi madre vendió la casa para pagar los gastos del bote”.
¿Por qué tu madre se fue sin ti?
“No sabía de eso. Ella no pudo encontrarme. No me pudo decir. Yo estaba en la casa de otra persona. Estaba perdido”.
¿Donde está tu padre?
“Murió”.
¿De qué?
“No lo sé. Yo estaba pequeño”.
¿Vas a la escuela?
No me inscribí este año.
¿Qué haces?
“Trabajo en la casa de una persona. Cargo agua para él”.
¿Eres feliz hacienda este trabajo?
“No”.
¿Quieres ir a la escuela?
“Si”.
La escuela es poco probable. La villa, una colección de caseríos con alrededor de 5700 habitantes, no tiene escuela secundaria. Para la mayoría de los niños aquí, una educación significa unos pocos años de escuela religiosa aprendiendo a recitar el Quran y el alfabeto arábigo, aunque no lo suficiente para leer.
Seis meses después que su madre se fue, él seguía preguntándose porque no lo había llevado con ella.
“Pienso que tal vez ella no tenía suficiente dinero”, dijo él. “No lo sé exactamente”.
Tahyet Oak significa cultivo de mango en Burmese, pero la realidad es menos idílica.
A los Rohingya les es negada la ciudadanía por el gobierno de Myanmar, y los residente de Thayet Oak deben solicitar permiso para salir de la villa, hasta para buscar leña en la jungla cercana. En una alcabala fuera de la villa, los policías vigilan a todo el que entra o sale.
La villa no tiene sanidad, servicio postal, electricidad, computadoras o un simple televisor. “Hay muy pocos trabajos aquí”, dijo Dil Muhammad, un lugareño viejo. “Las personas se sienten atrapadas”.
Cientos de hombres jóvenes se han ido. Los lugareños se han acostumbrado a las deserciones y aquellos que se van casi nunca regresan.
A principios de mayo, un camaronero, Salim Ullah, vio a Jubair sentado en una choza de bambú que sirve como la tienda de víveres local.
“Cuando le pregunté a las personas, dijeron que él no tenía padre. Su madre ya se había ido”, dijo el señor Ullah. “Pregunté ¿donde se queda él? Ellos dijeron que en la calle”.
La cama de Jubair había sido el camino arenoso de tierra marrón y anaranjada.
El señor Ullah dijo que había llevado a Jubair a su casa como sirviente, le daba trabajo por cargar agua por el equivalente de 9 $ mensuales. Jubair llevó sus únicas pertenencias: tres camisas deshilachadas y dos faldones.
“Se puede quedar todo el tiempo que quiera”, dijo el señor Ullah.
La casa de bambú y ramas está llena con la familia del señor Ullah, incluyendo sus cinco niños, su hermana y sus dos niños.
Jubair carga agua docenas de veces en la mañana y de nuevo al atardecer. El camina descalzo, no tiene zapatos, varios centenares de metros por un camino de tierra que lleva a un pozo, llena los dos envases de metal y regresa, balanceándolos en cada extremo del palo de bambú.
Cuando no está trabajando, él trata de ser un muchacho normal. Juega con sus amigos, una sonrisa inocente ocasionalmente burbujea en su rostro.
Él es un chico brillante quién rápidamente contesta las preguntas de los visitantes. Pero no puede leer o escribir y empalidecía cuando le preguntaban que trabajo le gustaría tener. “Quiero una educación”, dijo él.
Él ha hablado con su madre seis o siete veces desde su partida. Ella llama al teléfono de un vecino, y los vecinos le avisan a él.
¿Qué te dijo tu madre la última vez que hablaron?
“Ella dijo, ‘Hijo, no llores, no estés triste, siéntete bien”.
¿Extrañas a tu madre?
Él no pudo hablar, y empezó a llorar.
Malasia.
Dos días después de llegar a Malasia, más de un mes después que su viaje empezara, la señora Izhar fue conducida a Penang Island, donde su esposo estaba trabajando en una construcción. Mr. Rahman fijó la mirada mientras cargaba en brazos a Parmin por primera vez.
Pero también hizo preguntas dolorosas mientras miraba a su extenuada familia.
“¿Cómo pudiste venir a Malasia con niños tan pequeños”, dijo él. ¿Por qué dejaste a Jubair?
Por lo menos 75000 Rohingya viven en Malasia como refugiados registrados o inmigrantes no registrados de acuerdo al alto comisionado de las Naciones Unidas para refugiados. Los grupos Rohingya dicen que el número de no registrados es mucho mayor.
En Malasia la vida es mas segura, y hay más trabajos potenciales que en el rural Rakhine State. Pero ante la ley malasia, ni los refugiados ni los emigrantes no registrados pueden trabajar legalmente. Ellos no reciben pensión, y la mayoría de los hombres tienen dificultades para conseguir trabajos informales como trabajadores de díurnos. Sus niños no pueden asistir a escuelas gubernamentales, y deben buscar los cupos limitados en las escuelas repletas auspiciadas por la caridad y la ayuda internacional.
“Aquí también somos ilegales”, dijo la señora Izhar. “Pertenecemos a ningún lugar. En el barco, pensamos que tendríamos una vida pacífica y confortable en Malasia. Ahora después de llegar a Malasia enfrentamos más dificultades”.
La crisis en el mar ha disminuido por el momento. Los contrabandistas están de bajo perfil y la temporada el monzón ha complicado los escapes por mar. Pero los expertos dicen que la situación del contrabando y el clima cambiarán en pocos meses, y el éxodo reanudará.
Casi seis meses después de su viaje, la señora Izhar y su familia comparten una casa pequeña de dos plantas con otras 13 personas, principalmente Rohingya, en Gelugor, un distrito de Penang que es un mosaico de casas de clase media y viviendas económicas, muchas de ellas ocupadas por inmigrantes.
Ella se levanta a las 6:30 para rezar; cocinar desayuno para su familia, a menudo arroz y tortilla, prepara a su hijo Junaid para una escuela para refugiados; y ordena la agitada habitación sin aire donde la pareja y los tres niños duermen en un colchón extra grande desgastado.
Mr. Rahman camina hasta un lugar al lado de una vía rápida donde espera por contratistas de construcción y mantenimiento que buscan trabajadores. Si tiene suerte, él puede ganar de 8 a 16 $ por día de trabajo, cargando ladrillos, cortando grama, u otro trabajo a destajo.
Pero la mayoría de los días él llega a casa con las manos vacías. Él se ha retrasado tres meses con el alquiler de la habitación, alrededor de 94 $ mensuales, y enfrenta el desalojo. También hay presión para que pague los más de 1000 $ que aun debe a sus amigos y familiares, el dinero que pidió prestado para pagarle a los contrabandistas.
“La gente a la que le debo dinero siempre llama y me pide que le pague su dinero”, dijo él. “Si hubiera sabido como era la situación aquí, probablemente no me hubiese ido de mi país”.
Entre tareas domésticas, la señora Izhar espera, consumida por las deudas.
Ella espera que su esposo le diga si ha encontrado trabajo. Espera que la familia obtenga el estado oficial como refugiados, un proceso incierto que puede tomar años. Espera por un tiempo, aparentemente fuera de alcance, cuando su familia se pueda reunificar.
Las horas y los días se confunden. El reloj de pared de la habitación ha perdido sus manecillas, las cuales se han caído al fondo de la caja de vidrio.
“Como madre, vivir sin mi hijo mayor es un tormento emocional para mí”, dijo ella. “No tuve el coraje de traer a mi hijo en el mismo duro viaje que hice. Pero como madre, siento que debo traer a mi hijo de vuelta”.
Finalmente, el señor Rahman regresa. Fue otro día infructuoso de esperar por un trabajo.
Él se recuesta en un sofá en el garaje. Una sonrisa flota en su rostro cuando la señora Izhar trae a los dos hijos menores.
Él los abraza y llora en silencio.
Chris Buckley reportó desde Gelugor, Malasia, y Thomas Fuller desde Thayet Oak, Myanmar.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
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