martes, 21 de febrero de 2017

Arepa de Cambur

Infinitos sentimientos cruzaban tu pecho cada vez que llegaba la temporada de exámenes finales. Siempre le ponías un extra a tu preparación, te quedabas hasta casi las once de la noche preguntándole algún dato a Jacinta o rebuscando información en los libros de astronomía y geografía universal de Hermes. Ese jueves despertaste con el canto de los gallos y apenas mordiste media empanada y probaste el jugo de naranja. La ansiedad te hizo correr con toda la intensidad de tus piernas, aún en medio de la neblina más espesa. Cada error en las pruebas te dolía el doble porque significaba otro año de espera para el premio especial que Abigail proclamaba cada diciembre. Si tu nota de promoción al grado siguiente es 18 te hago estas arepas de cambur en julio. Desde el momento cuando la maestra Inés te explicó los errores que justificaban que tuvieses 17 y no 18 como nota final de cuarto grado, empezaste a tratar de elucubrar una explicación que convenciera a Abigail para que te hiciera las arepas. Jacinta trató de tranquilizarte explicándote que el quesillo de piña que había preparado Abigail era más sabroso que las arepas de cambur, que 17 era una nota buena de promoción para quinto grado y que ya tendrías más adelante otra oportunidad para las arepas de cambur. En tu mente seguías maquinando que debías hacer para convencer a Abigaíl para que hiciera las arepas. Sabías que esa receta daba mucho trabajo, por eso Abigail te las había ofrecido como premio adicional si conseguías el 18. Todos los días desde finales de julio y a través de agosto estuviste ayudando y asistiendo a Abigail en cualquier necesidad o auxilio que se le presentara en la cocina, el lavandero o hasta cuando regaba las matas. Abigail ladeaba la cabeza y se hacía la desentendida. Pasaste muchos días de esas vacaciones regresando al detalle de la regla de tres donde te habías equivocado por estar mirando a Marina, la niña que te gustaba y que solo en medio de los exámenes correspondía tus miradas, no te recriminabas por admirar a Marina, te reclamabas por no haber sido capaz de verla y hacer la operación de la manera correcta. Empezabas a resignarte, a intentar entender más esa palabra que siempre pronunciaba Ivette cuando hacías alguna travesura, paciencia. Te parecía que el fin del año escolar estaba tan lejos como La Tierra de Plutón, que mejor te olvidabas de las arepas de cambur. Entonces una noche escuchaste una conversación en voz baja. Una vecina había ido a encargarle una docena de arepas de cambur a Abigaíl, eran para unos ingleses que habían ido a Cumaná y el hijo de la vecina había sido comisionado por la universidad para que le mostrara las manifestaciones más legítimas de la cultura cumanesa. Casi sacas la cara a través de la ventana del cuarto. Reflejos de linterna en el pasillo, voces bajas en las penumbras de las cinco de la madrugada te hicieron abrir los ojos. Abigail discutía con Lucanor sobre cual racimo de cambur elegir. Lucanor reclamó que si ella sabía cual era el mejor, para que le preguntaba. Un crujido de papel grueso te hizo asomar tras la cortina de la ventana. Abigail abría una bolsa de mercado y envolvía un racimo de unos doce cambures. Luego fue a la cocina y trajo un chuchillo, bajó la bolsa y aplicó varios cortes en cada cambur, todos de la misma dimensión, todos traspasaban la concha verde. Luego volvió a cubrir el racimo y selló la bolsa con un mecatillo de sisal. Lucanor espantó a dos gatos que merodeaban. ¿Tú crees que en dos días se maduren esos cambures? Abigail se alejó hacia el fondo del pasillo. Eso no es para que se maduren. Es para que no se sequen los cortes que acabo de hacer y se pueda dar bien el aliño de los cambures. Empezaste a preguntarte de qué estaba hablando Abigail. Esa mañana Abigail te envió a que le compraras clavos de especia y nuez moscada. Todo el trayecto de ida y vuelta a la bodega estuviste preguntándote que había querido decir Abigail con eso de “aliño”. Como nunca realizaste el mandado sin detenerte en ninguna parte, sin ponerte a jugar pelota en la calle. Notaste que Abigail tenía una actitud misteriosa y trataba de esconder una botella de kolita Sifón que había hervido por más de media hora. Recortó un pedazo de corcho que sacó de una gaveta hasta que lo ajustó como tapón. Ni de broma se te ocurrió preguntarle para qué era esa botella. Te hiciste el distraído y te fuiste al patio a buscar unas cerezas. Desde allí escuchaste como Lucanor se quejaba de que Abigaíl le iba a malgastar su ron de ponsigué. Abigaíl regresó semisonreida de la habitación, la botella esteba llena a la mitad de su capacidad con un líquido parduzco. Seguiste tumbando cerezas de la mata y a la primera oportunidad te asomaste a los bloques de dibujo de la cocina. Dos clavos de especia, ralladura de nuez moscada, una pizca de pimienta negra, dos hojitas de yerbabuena, unos granos de sal, todo eso lo metió en el mortero de madera y empezó a machacar, primero muy lento, luego con mucha energía. Luego de dos minutos, Abigail frotó el mango del mortero sobre su índice y probó. Hizo un gesto de aprobación. Sabe bien pero le falta algo de sabor neutro. Arévalo, ven acá. Antes que Abigail saliera a la puerta de la cocina diste un salto inmenso hasta justo debajo de la mata de cerezas y arrancaste tres frutas de las más encarnadas. Abigail te vio con rostro de investigadora privada. ¿En que andas? ¿Sabes si la mata de almendrón del frente está cargada? Sonreíste y le dijiste que había como cinco o siete almendrones amarillos y otros dos pintones. Abigail te dijo que necesitaba dos almendritas de las que tienen los almendrones. Que si se las conseguías, a lo mejor te daba una sorpresa uno de esos días. En menos de veinte minutos tumbaste dos almendrones de los más amarillos, los saboreaste y con una piedra rompiste las semillas y sacaste las dos almendritas. Corriste durísimo hasta la cocina. A eso de las dos de la tarde, Abigail te volvió a llamar con aquella voz de sargento. Necesitaba que le alcanzaras dos vinagrillos pintones de la mata. En cuanto se los llevaste, los pasó por agua hirviente, los cortó en pedacitos y los agregó a la botella. Despues sacó un chirel de la botella de ají picante de Lucanor y también lo maceró en el mortero antes de agregarlo a la botella de kolita Sifón. La agitó tres veces y la colocó encima del gabinete. Cuando llegó Lucanor cerca del atardecer le pidió que mañana le trajera medio haz de leña guatacare y los retazos de cedro y caoba que siempre traía de la carpintería. Escuchabas emocionado toda aquella bitácora, sabías que todo formaba parte de lo que Abigail estaba haciendo con la botella y el racimo de cambur. Por eso seguiste muy de cerca a Lucanor el atardecer siguiente cuando bajó la leña del camión. En la parte más retirada del patio, Lucanor encendió un fuego con las piezas de guatacare y fue agregando poco a poco los retazos de caoba y cedro. Te dijiste que tenías que estar pendiente, que esos dos se traían algo. Abigail te llamó la atención porque tomaste mucha agua antes de acostarte. ¡Si te llegas a orinar la cama, vas a tener que lavar el colchón y las sábanas! Las ganas de orinar, como esperabas, te asaltaron justo en el momento cuando Lucanor despertó a Abigail, lograste escuchar cuando le decía que era el momento para meter a remojar el maíz. Luego de entrar al baño te fuiste en puntillas hasta el comedor y te escondiste detrás de la pared que separaba la cocina de la escalera. Desde allí viste como Abigaíl sacó dos ollas, en una vertió cerca de medio kilogramo de maíz amarillo y en la otra más o menos la misma cantidad de maíz blanco. Despues Lucanor agarró dos puñados de ceniza de la leña que había quemado y los añadió en una olla y repitió el procedimiento en la otra olla. De seguidas Abigail agregó media jarra de agua en cada olla y Lucanor metió las manos en las ollas hasta que la ceniza se disolvió en el agua. Una vez que Abigail puso a hervir las ollas en la cocina, corriste hasta tu habitación, desde ahí viste como Abigail llegaba con la botella de kolita Sifón en la mano izquierda y el cuchillo más amolado en la derecha, le hizo a señas a Lucanor y este quitó la bolsa que cubría el racimo de cambur, en la penumbra de la madrugada notaste que los cambures eran ahora de un verde más claro. Abigail hundió un poco más el cuchillo en cada uno de los cortes que había hecho días atrás, luego vertió generosas cantidades del líquido de la botella en su mano izquierda y embadurnó cada cambur hasta asegurarse de la absorción. De inmediato volvió a colocar la bolsa y le advirtió a Lucanor que estuviese pendiente de los gatos. Una media hora después regresó de la cocina y cortó el racimo de cambur. Un fuerte olor a maíz sancochado inundaba el pasillo, este olor era un poco más intenso que lo normal. Luego de asegurarte que Lucanor se había vuelto a acostar, te subiste a la escalera y viste a través de los bloques de dibujo. Un rumor de metales se adhirió a las maniobras de Abigaíl hasta que encontró la olla recubierta de pintura azul marino: Despegó los doce cambures uno por uno y los metió en la olla. Luego los tapó y abrió el horno. Giró el regulador de temperatura, trataste de afinar al máximo tu vista, solo pudiste atinar que la temperatura no llegaba a los 100 grados. Luego de cerrar el horno Abigail apagó las hornillas y aun calientes pasó las ollas al fondo del mesón. Las dejó reposando y salió un rato a regar las matas en el jardín. Saliste de debajo de la escalera y percibiste una mezcla de olores de maíz remojado en ceniza hervido, con corteza de cambur quemada. ¡Caramba! De verdad que Abigail tenía una receta bien enredada para hacer arepas de cambur. Cuando escuchaste el chasquido de la puerta de la calle, volaste hasta tu cuarto y te sumergiste en la cobija, sabías que si Abigail te sorprendía registrando sus cosas, se acabarían las idas al cine, las medias mañanas de chicha cuando pasaba el señor del carrito azul y sobre todo la posibilidad de que te pudiera adelantar una arepa de cambur, de esas que estabas descubriendo era más interesante la preparación que el sabor. Pasaste todo el día estirando el cuello en la puerta de la cocina o vigilando a través de los bloques de dibujo. Las ollas del maíz seguían al fondo del mesón y la de los cambures en el horno. Cuando empezabas a sospechar que ese era un procedimiento de varios días, escuchaste un tropel en la cocina y la voz de Abigail, necesitaba que Lucanor armara la máquina de moler maíz. Lucanor dijo que le diera unos minutos, venía de un viaje de mudanza donde tuvo que cargar un piano de pared y un escaparate de samán. Ante las reclamaciones de Abigaíl, llamándolo flojo, Lucanor tragó saliva tres veces y avanzó hacia el patio. Lo escuchaste murmurar entre dientes que mejor molía ese maíz, no fuera a ser que esa mujer lo dejara sin cena. Cuando iba a empezar a dispensar el maíz en el embudo de la máquina, Abigail llegó casi corriendo. ¡Ya va! Entonces sacó una taza de maíz blanco y la mezcló con otra de maíz amarillo. Lucanor ladeó la cabeza con una expresión que sabías significaba: ¡Esta mujer si tiene vainas! Por más que intentaste disimular tu interés en ver lo que Abigail hacia con los cambures del horno, ella te mandó a comprar un papelón en la bodega de la esquina. Corriste con tal intensidad que casi empujas a una señora en la acera, bajaste la cara y caminaste los próximos dos metros. De inmediato volviste a correr. Cuando regresaste con el papelón, Abigail terminaba de hervir los cambures y empezaba a sacarlos de la olla. Te dio un mango de mortero y empezaste a pisonear los cambures hasta que se formó una masa. Abigail rebanó unos fragmentos de papelón con un cuchillo y los agregó a la masa de los cambures. Entonces la viste mover las manos con una intensidad tal que parecía una karateca. En cuanto Lucanor avisó que había molido todo el maíz, Abigail buscó la bandeja y empezó a mezclar en la olla. Agregaba un puñado de masa de maíz y la desaparecía en la masa de cambur, de vez en cuando agregaba un chorrito de aceite y al final agregó una cucharada de la mezcla de la botella. Te quedabas perplejo viendo la maestría y rapidez con que Abigail modelaba cada pelota de masa hasta convertirla en círculos casi perfectos, entre amarillo claro y morados. El aroma de maíz mezclado con cambur impregnaba tus fosas nasales con una sensación que te hacía soñar con el sabor que tendrían esas arepas, nada más con los condimentos que Abigail le había añadido a los ingredientes, sabías que eras capaz de comerte varias arepas de esas, solas, sin mantequilla, ni queso, ni aguacate, ni nada. Sospechabas que esta vez Abigail se había esmerado con los condimentos, que había agregado algunos que le darían mejor sabor que el de las anteriores. Quizás porque eran para un encargo y debía dejar una buena impresión, quizás porque por fin había encontrado una receta que tenía perdida. El sonido percusivo del índice derecho impactando la costra de las arepas indicaba que estaban cocidas. Abigail partió una y te dejó sin aliento al ofrecerte la mitad, la boca se te hizo agua y mordiste entre el humo. Alfonso L. Tusa C. © 19 de febrero de 2017.

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