viernes, 17 de marzo de 2017
El Monstruo del Hospital
Muchas noches me levantaba sobresaltado, otras llorando, otras despertaba con la cabeza incrustada en el tallo de una mata de cambur en el patio, mis pies se movían tan rápido como los del velocista más explosivo de cien metros planos, intentaba huir de un pozo profundo donde me ahogaba en una sustancia viscosa, ni las palabras más tiernas de mamá podían arrancarme aquel miedo demoledor. Pasaba varias horas sin pegar los ojos por temor a las imágenes del pozo.
Llegué a creer que aquel miedo me perseguiría todos los días de mi vida, hasta que varios meses después apareció una punzada que atravesaba toda mi mandíbula hasta estallar en una de mis últimas muelas. Aquella noche sentí miles de espinas en la encía junto al ardor de mil picadas de avispas negras. La tarde siguiente, mamá me tomó de la mano y avanzamos rápido por una avenida Bermúdez sin buhoneros. El IPAS-ME estaba a mitad de la avenida, en un edificio de una planta con piso de mosaicos cortados en mitades diagonales verdes y rojas. Presentía momentos difíciles. Entramos en un consultorio y mamá me anotó en una lista.
Cuando pasó un tipo corpulento con un paltó azul marino, camisa blanca y corbata azul claro, de cabellos muy cortos e incipientes canas; mamá me dijo que ese era el odontólogo. Me dijo que me comportara, que él iba a sacar la muela. De inmediato imaginé las escenas más violentas del laboratorio del Dr. Frankenstein. Forcejeé más de media hora para sentarme en el sillón odontológico. Entonces el hombre de perfume de sándalo y rostro redondo, inspiró profundo y empezó a cantar una canción que nunca se me olvidaría “Oh Cumaná quien te viera y por tus calles paseara y hasta San Francisco fuera…a misa de madrugada…” El hombre terminó de abotonar su bata de odontólogo y solo se me acercó cuando me vio sonreir.
Las imágenes del pozo resultaron un cuento de hadas ante la magnitud de la jeringa que manejaba el tipo. El odontólogo logró tranquilizarme al contar que la canción decía “Cumaná quién te viera” porque el compositor de la letra era ciego, en ese momento me pareció que era una broma del odontólogo y mientras me reía, aprovechó para inyectar la anestesia. El pinchazo dolió más que los zapataleos en el pozo y todavía dolió más el contacto de aquella pinza que parecía arrancarme más el alma que la muela. Pasé varios minutos llorando y el doctor me dijo que no podía creerme que hubiese sentido toda la operación de la extracción molar. Mamá estaba muy molesta, decía que yo era muy escandaloso. Solo después que salimos del consultorio me dijo que el doctor era su primo José.
No me gustó mucho la idea de regresar al Ipas cada año para la revisión preventiva anual. El odontólogo siempre encontraba algunas caries y me reclamaba que si no me cepillaba bien iba a perder toda la dentadura. Cuando la clínica del Ipas la mudaron para la avenida Santa Rosa, me iba caminando todas las mañanas de principios de septiembre. Seguía temiéndole al ruido infernal que hacía el taladro del odontólogo. José llegó a convencerme de eliminar las caries con aquel instrumento sin inocular anestesia. Me encomendé a nuestro señor JesusCristo y cuando me disponía a resistir el dolor, apenas sentí un zumbido en la boca y en pocos minutos José estaba empacando la amalgama de platino en la oclusión. Nunca en la vida vi otro odontólogo que trabajara sin anestesia sin causarme dolor. Tal vez porque antes de hacer su trabajo hablábamos de beisbol y de música, la conversación era tan interesante que me quedaba inmerso en ella hasta que salía del consultorio.
Ayer me llamó mamá, a media tarde me dijo que andaba haciendo unas diligencias, en la noche me contó que José había fallecido en la mañana y no había querido decírmelo en la tarde porque aún no terminaba de asimilarlo.
Alfonso L. Tusa C. 17-03-2017
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