martes, 10 de octubre de 2017
Un cirujano sin miedo de enfrentar sus errores dentro y fuera del quirófano.
Jennifer Senior. The New York Times. 05-10-2017.
En 2003, la columnista de The Washington Post Marjorie Williams, aquejada con cáncer de hígado, escribió que finalmente había encontrado lo que tanto le molestaba acerca del entonces candidato presidencial, Howard Dean: Su arrogancia de doctor. “¿Donde más sino en la medicina”, pregunto ella, “se encuentras hombres y mujeres quienes nunca admiten un error?”
En realidad, eso también ocurre frecuentemente en política.
Henry Marsh está en el negocio de admitir sus errores. Se puede ver en el título de su segunda memoria, “Admissions: Life as a Brain Surgeon”, y fue el tema central de su primera, “Do No Harm”, publicada en su natal Inglaterra con amplio reconocimiento, en 2014, y luego aquí un año después.
Una de las razones por las cuales los pacientes encontraban condescendencia de los médicos especialmente los odiosos es por que eso los minimiza, si se está muy enfermo, lo último que te minimicen más. Pero los deseos de los pacientes, nota Marsh, a menudo son paradójicos. Ellos también sufren por la suprema confianza que deben tener en sus médicos, especialmente en los cirujanos, porque han confiado sus futuros, la única posibilidad de sobrevivir en algunos casos, en custodia de sus médicos. “Así que rápidamente aprendemos a alterar la realidad”, escribe Marsh, “a pretender tener un nivel de competencia y conocimiento mayor que el que tenemos, y tratar de proteger un poco a nuestros pacientes de la tenebrosa realidad que a menudo enfrentan”.
Con el tiempo, escribe Marsh, muchos médicos empiezan a internalizar las historias que se cuentan a si mismos acerca de su juicio y destrezas superiores. Pero lo mejor, añade él, es que desaprenden sus autosugestiones y llegan a aceptar su falibilidad y aprenden de sus errores. “Siempre aprendemos más de los errores que del éxito”, escribe él. “El éxito no nos enseña nada”.
Este fue un tema prominente en el último libro de Marsh, los lectores pueden tener una especie de déjâ vu al leerlo. Como “Do No Harm”, “Admissions” es vago y reiterativo, un vuelo rasante a través de las ansiedades del médico y sus vergüenzas privadas. De nuevo, él recuerda sus errores de cálculo y catástrofes quirúrgicas, al citar la observación del médico francés René Leriche de que todos los cirujanos cargan cementerios internos de los pacientes cuyas vidas han perdido- De nuevo, se queja de las restricciones de un cada vez más despersonalizado sistema de salud británico, el cual momifica a sus médicos en carretes de cinta roja. De nuevo, él describe su teatro de operaciones en todo su esplendor de Grand Guignol, con cerebros inflamados en sus cráneos y dispositivos de succión “absorbiendo obscenamente” mientras tumores que evaden su alcance.
Algunos de los procedimientos son sorprendentemente crudos. Son básicamente carpintería con sangre. (La carpintería, al estilo más anticuado, es una de las diversiones más apasionadas de Marsh).
Pero en este libro, Marsh se ha retirado, lo cual significa que está haciendo un inventario completo de su vida. Sus reflexiones y recuerdos hacen de “Admissions” una memoria mucho más introspectiva que la primera. Y debido a que se está haciendo más viejo, su propia mortalidad se ha convertido en preocupación central, si su cerebro fuese una gráfica de torta, la muerte tendría una tajada sustancial.
Buena parte de “Admissions” también ocurre lejos, porque Marsh pasa la primera fase de su retiro en Nepal, trabajando junto a su amigo Dev, quien ha establecido un hospital privado de neurocirugía en Katmandú. Marsh se había convertido en un corresponsal foráneo, reportando sobre como se practica la medicina en ese país pobre, poliétnico, recientemente arrasado por la guerra civil. Esta es una sus observaciones más sobrias: “Solo en Estados Unidos he visto tanto tratamiento dedicado a tantas personas con tan poca oportunidad de tener una recuperación completa”.
Las razones son diferentes. Los pacientes que Dev trata no se sienten tan identificados con esas operaciones como impactados por ellas, con una “exagerada fe” en su éxito. “Ellos no tienen idea del daño cerebral”, le dice Dev a Marsh. “Piensan que si el pñaciente está vivo se podría recuperar”. Muchos pacientes (o sus familias) no aceptan cuando Dev les dice que una operación no tiene sentido o es muy peligrosa.
Es una tragedia. Los resultados de una cirugía cerebral superflua, o de una complicada, son salvajes y si el proceder de Dev se hace incorrecto , las familias enojadas no solo se quejan o demandan como en Inglaterra. Amenazan con violencia. La hija de Dev fue secuestrada una vez a punta de pistola y solicitaron rescate.
“Admissions” contiene otros asuntos interculturales. Marsh se refiere a los excesos de la medicina estadounidense, lo cual continúa sorprendiéndolo. Poco después de retirarse, visitó el Texas Medical Center en Houston, donde le mostraron un destornillador eléctrico para ajustar placas de titanio en el cráneo. Ese era el estado del arte, algo caro, estimó que eso ganaría cinco segundos respecto a un destornillador manual. También se impactó (y asustó) cuando vio aprendices practicando cirugía con una cabeza destrozada, ¿de donde la habían sacado? Nadie tenía la mínima idea. Cuando Marsh regresó a Inglaterra dos semanas después, le contó a un colega acerca de eso.
“¿Solo una?” replicó el colega. “Tuve 15 cabezas congeladas, enviadas desde Estados Unidos para mi taller básico de cráneo el año pasado”.
Sin embargo el aspecto más resaltante de “Admissions”, no tiene nada que ver con medicina. Es como Marsh de retrata. Cuando era joven, escribe él, estuvo cerca del suicidio y pasó un tiempo en un hospital psiquiátrico. A la vez, añade, él “siempre fue un tremendo exhibicionista”.
También tuvo dificultades con la agresión y continúa teniéndolas, es competitivo e impaciente y tiene mal carácter. Tuvo un escarceo adúltero en algún momento, y en otra ocasión pasó por un amargo divorcio. Terminó su carrera en un gesto casi vaudeviliano de ignominia, al lesionar la nariz de un enfermero por resistirse a removerle el tubo nasogástrico a un paciente.
También terminó una larga y significativa amistad con un cirujano ucraniano a quien visitaba y asistía anualmente. Aunque probablemente lo hizo por razones justificadas. Es mejor que las particularidades sean leidas.
El retiro de Marsh es atareado pero ansioso. Por primera vez siente una verdadera relación con sus pacientes. A medida que envejece, se hace más evidente que tendrá que enfrentar el mismo dilema irresoluto que tuvieron al prolongar la vida. “Tenemos que escoger entre probabilidades, no certezas, y eso es difícil”, escribe. “¿Qué tan probable es que ganemos tantos años adicionales de vida, y cual podría ser la calidad de esos años?”
Está aterrorizado de morir en un hospital, cuidado por extraños indiferentes. Empieza “Admissions” diciéndonos que ha adquirido un estuche de suicidio, en caso de que la muerte sea muerte y dolorosa, y termina con una discusión civilizada acerca de la eutanasia. Pero confiesa que no sabe si tendrá el coraje de apresurar su propia muerte. La puede ser la más profunda de sus admisiones.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
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