martes, 31 de octubre de 2017

Carlos Moreán y el Germen de Los Darts

Extracto de mi manuscrito "Entre Melodías. Una Semblanza de Carlos Moreán". Las sombras impregnadas de puntos luminosos vestían a la avenida Bogotá con tonalidades de atardecer cuando el resplandor meridiano sonaba intenso en la atmósfera. El muchacho de manos inquietas apretaba cada zancada, parecía un atleta de caminata en los metros decisivos. Una granizada de sonidos metálicos, se mezclaba con los choques de las bolas de billar, y el ulular de las chicharras. La vista de varios muchachos halar palancas en aquellas cajas cubiertas de vidrio donde una esfera metálica chocaba contra varias defensas y tocaba varias campanitas, detenía en seco el paso arrollador del caminante. En esa avenida Bogotá vivían Augusto De Lima y Oscar Franco. Un día veo que dos tipos se pegan de la maquinita donde estaba jugando, y pasaba el tiempo y seguían ahí. Estreché los ojos y cuando abrí las manos, Augusto habló: ‘Tranquilo mi pana. Es que un señor nos dijo que había un muchacho que sabe tocar cuatro y guitarra y se la pasa jugando maquinita en la avenida Bogotá y nos dijimos, ‘eso tiene que ser en la cafetería Gargantúa’. En las películas mexicanas de los años 50’, salía un personaje al que llamaban Gargantúa. Era un tipo corpulento con unos mazos por brazos que trituraba a sus enemigos. Al principio no entendía porque al dueño y a la cafetería los llamaban así, porque este Gargantúa era flaco, hasta que una vez se presentó una discusión por el pago de una cuenta. La voz del dueño se oía a tres cuadras. ‘Queríamos saber si ese eres tú. Nosotros queremos formar un grupo musical, yo tengo una guitarra española y Oscar también tiene otra guitarra…’ Pasé varios segundos antes de responder, les veía las caras, quería saber si no estaban echando broma. ‘Ya va, espérense un momento, déjenme terminar de jugar porque Gargantúa no me va a regresar la plata’. Oscar puso una mano sobre el vidrio de la maquinita. ‘¡Claro que es! Yo lo he visto tocar cuatro varias veces con un grupo en Los Mangos’. Desde ese momento el trío empezó a reunirse con frecuencia progresiva, para intercambiar puntos de vista y ensayar. Cada día aprendían un nuevo secreto de la guitarra y se iban desprendiendo de la novatería. Hablaban de sus canciones preferidas y empezaban a hurgar y a descubrir lo que significaba cada uno de esos signos con bolitas y líneas inclinadas dispuestos sobre las líneas del papel. Una tarde discutieron hasta de Mozart y Beethoven. Carlos levantó la voz para zanjar la disputa de Oscar y Augusto. “Mi abuela me contó que Beethoven llegó a componer música estando completamente sordo y Mozart ya componía a los 5 años. No veo porque tanta peleadera si los dos fueron muy grandes. Cada vez que Carlos estaba en lo más emocionante de un juego de maquinita llegaba Oscar. __Ya sabía que estabas aquí. Vamos que sólo nos queda una hora para ensayar. Augusto se cansó y se fue a comprar una reina pepiada. Carlos haló la palanca y la esfera metálica impactó como siete campanitas y un escándalo de victoria resonó en la caja vertical del aparato. La grabación de una melodía almibarada seguida de una ovación, estremecía toda la caja al ritmo de varias luces intermitentes que relampagueaban sobre el metal de las campanitas y las superficies pulidas de los dibujos que tanto atraían a los muchachos de aquellas épocas. __Siempre que estoy en la parte más emocionante del juego pasa algo. Oscar se quedaba un rato esperando en la puerta hasta que Carlos se despedía de los toques metálicos y los gritos de fondo que salían de la maquinita. Ese día el ensayo era en el apartamento donde vivía Augusto. “Luego de las primeras afinaciones, nos mirábamos a los ojos, apretábamos los labios y empezábamos a hacer ajustes con los instrumentos. Recuerdo que pegábamos el bajo a la puerta del baño para que nos sirviera de caja de resonancia. Ese rebote sónico nos lanzaba a ejecutar sin parar por más de media hora. Sólo cuando entraba algo de viento por la ventana del baño, bajaba la amplificación del sonido pero casi de inmediato retomábamos la música y allí en medio de esa energía, llegaban inspiraciones más profundas que podían mejorar las armonías preexistentes. Eso nos aglutinaba más como grupo. Empezaban a darse todas las conexiones directas propias de un equipo. Cantábamos y tocábamos hacia delante y atrás, regresábamos a una parte de la música que queríamos mejorar y allí surgían nuevas proposiciones incluidas variaciones en la letra, aunque luego volviéramos a la versión original. Muchas veces logramos darle un sello muy original a más de un tema por eso cada día buscábamos más espacios para ensayar. Si nos encontrábamos por casualidad hablábamos de la nueva variación que había hallado cada quién de la canción original que ensayábamos. A partir de ese momento empecé a fastidiar en la casa para que me compraran una guitarra. En la casa de Oscar tenían varios instrumentos, entre ellos un bajo Hoffner, costaba 500 bolos, eso era mucho real, allí siempre me prestaban una guitarra. Ninguno de los tres teníamos amplificador. Empezamos a hacer ‘vacas’ para completar el costo del amplificador entre lo que le daban de mesada a cada quién. Es la vena romántica de quién siente pasión por algo. Después cuando empezamos a tocar con cierta formalidad, cada quién agarraba cien bolívares y el grueso del pago era para comprar nuevos instrumentos”. Los tres muchachos afinaban las guitarras, arrancaban las melodías llegaban a un clímax, pero al final se mordían los labios. Carlos tamborileaba los dedos sobre las cuerdas. __Falta algo que termine de asentar la música. Augusto tocó varias veces la puerta del baño con la punta de los dedos. __Me parece que lo que nos hace falta es una batería. Oscar se pasó la mano por la nuca. __¿Y cómo hacemos para conseguir un baterista? Augusto sonó los dedos en la palma de la mano. __Coño, aquí al lado vive Rafael Pimentel. Lo llaman ‘Pajarito’. Se la pasa tocando en los tubitos de las afueras del edificio, improvisando con las manos. A lo mejor puede aprender a tocar la batería. El trío se llegó hasta la entrada del edificio y encontraron a ‘Pajarito’ descargando en los tubos. Augusto se adelantó. __Mira, sabes que estamos formando un conjunto. Pero necesitamos un baterista ¿Tú crees que puedas tocar? __Yo no sé tocar esa vaina, pero con probar no pierdo nada. El flamante cuarteto inició sus ensayos. La primera batería era un servilletero, dos palitos de gancho. Después ‘Pajarito’ se compró unas baquetas, le costaron doce bolívares y tres semanas privándose de algunas meriendas, de la pepsicola y de las maquinitas. Pronto los ritmos que sacaba en los tubos del edificio desarrollaron la armonía y la melodía de un músico en ciernes. Ya para ese momento, mi mamá aflojó un poco. Como vio que la cosa iba en serio, pasábamos varias horas ensayando, reuníamos para comprar instrumentos. Entonces dijo: ‘Si no puedes con el enemigo, únete a él’, y me compró la guitarra Eco, de un micrófono, sin estuche y sin nada. Éramos coetáneos, pero ellos me llevaban ventaja en el manejo de los instrumentos porque los premiaban por ser buenos estudiantes. Yo hasta repetí segundo año de bachillerato. La condición de mi mamá era ‘Estudia y te dejo ensayar música’. La primera batería que compramos, tuvo un gran apoyo en los 250 bolívares que le dio su papá a Pajarito como incentivo por su buen desempeño académico. Era una batería Letima y costó como 300 bolívares. Un redoblante, un tamborcito, un bombo y un platillo. Para ese momento ensayábamos en Santa Mónica. En casa de Oscar Franco. El repiqueteo de Pajarito sobre los platillos junto con el diálogo de guitarras eléctricas de Augusto y Carlos, detuvo a una amiga de la madre de Oscar. Las notas de “Despeinada” se detuvieron por un momento. La señora dejó el vaso de carato de mango sobre la mesa del comedor y corrió hacia la sala. __Muchachos. Nosotros tenemos un cumpleaños este viernes. ¿Será que ustedes podrían ir a tocar en mi casa? Carlos intercambió miradas con Oscar y Augusto. Pajarito seguía intercalando la percusión de los platillos con el redoblante. Cuando acordaron ir a tocar, Pajarito remató con dos impactos al bombo. Por fin iban a tocar “Presumida”, “Twist and shout”, “La plaga”, “Popoditos”, “Despeinada”, “¿Quién puso el gong?” y media docena de las versiones de los grupos mexicanos de rock and roll. Todas versiones de canciones cuya idioma original era el inglés. Quizás una de las fuentes de inspiración para muchos grupos que se iniciaban en esa época era Enrique Guzman y los Teen Tops, Palito Ortega, César Costa y tantos otros pioneros del rock en español. “De Elvis muy pocas versiones, creíamos nosotros, después descubrimos que el “Rock de la cárcel” y “La Plaga” eran versiones de temas interpretados por él. También nos alegramos mucho cuando supimos que el autor de la letra de “Despeinada” era Palito Ortega, eso nos dio más ánimos para creer que éramos capaces de salir adelante con un grupo propio. Nadie habló de honorarios. En el momento que los muchachos recogían sus equipos, la señora se acercó con un billete de cincuenta. Enrique Guzmán fue mi ídolo de adolescencia. Para mí era como Frank Sinatra o Mahatma Gandhi. Toda una celebridad. A través de sus canciones con los Teen Tops fue que empezó a gustarme el rock and roll, junto a los Beatles. (Los escuchaba por el programa de Clemente Vargas Jr, o el de Eduardo Morel. No recuerdo si los transmitían simultáneos y cambiaba de emisora cuando pasaban comerciales; o si uno venía detrás del otro y me iba a preparar un pan con mantequilla y diablitos entre uno y otro. También escuchaba rock and roll en el programa “Tuyon” de Chepe Pérez Meléndez), Después me enteré que había nacido en Caracas de padres mexicanos. Exactamente la situación opuesta a la mía que nací en Ciudad de México, Colonia Cuauhtemoc, calle Londres 12, edificio 12, de padres venezolanos. Allí viví los primeros dos años de mi vida. No recuerdo nada, ni siquiera si me dieron algún tetero de chile, aunque no creo porque soy más bien de baja frecuencia. Creo que me hubiera convenido un tetero de chile, a lo mejor no me hubiera casado tanto. En un festival de Onda Nueva me encontré con Enrique y entrando a un salón se dio un trancazo con el marco de una puerta. “¡Chinga tu madre. Cabrona. Que madrazo me dí!” Aún sobándose la cara y los mechones de cabello descompuestos, me acerqué para comentarle el paralelismo de nuestras trayectorias. La expresión de rabia y dolor empezó a dar paso a una sonrisa. ‘Ah. Muy bien paisano. Me alegra mucho que compartamos tanto. Mucho gusto paisano’” Me quedé unos segundos sin pestañar. Allí estaba el tipo que tanto había escuchado en la radio. Él que había vivido sus primeros años en El Valle. Él de La Plaga, Buen Rock esta noche, Lucila, Maybelline, Presumida, Popotitos, Quien puso el bomp, Despeinada. Quería preguntarle de sus correrías por las calles de El Valle en Caracas. Si algunas de sus canciones tuvieron algo de inspiración en sus vivencias venezolanas. Empezó a sonar “Esperaré” de Armando Manzanero en Onda Nueva. Enrique la empezó a tararear, lo acompañé con modulaciones de guitarra y batería. “Caramba, paisano, usted tiene muy buen ritmo ¿por qué no intentamos un dúo vocal?” Sonreí, jugué con varios nombres para el dúo ¿Teen Darts? ¿ValleCuau? Me preguntó que estaba maquinando. “Nada paisano, fantasías de aficionados con sus ídolos”. El tipo se fue chasqueando los dedos. A medida que se alejaba quería gritarle ¡Gracias por el recuerdo!. Una de las canciones que más disfrutaba de Enrique Guzmán era ‘Cien kilos de barro’ la versión en español de ‘Hundred pounds of clay’ compuesta por Luther Dixon, Bob Elgin y Kay Rogers. La cantaba Gene McDaniels. Ciertamente la versión original era muy, muy buena. Tenía un swing de rock and roll suave. Un sonido especial. Quizás la versión de Enrique no llegó al mismo nivel de aceptación de la inglesa. Pero eso no significa que no calara en el público latino. En español el ritmo de la canción bajó hasta convertirse casi en una balada. Aún chasqueo los dedos cuando escucho: ‘He took a hundred pounds of clay…’ Y después hasta fantaseaba con idear nuevas versiones en español: ‘Con sólo barro los formó, en su creación perfecta…’ Es una de esas canciones que cuando escucho la música me sube el ánimo que tenga en ese momento”. Las últimas veces que he escuchado ‘Cién kilos de barro’ ha sido en el programa de Napoleón Bravo ‘Gente en ambiente’. Resulta inevitable regresar a los años sesenta y encontrarme en todos los sitios que frecuentaba por aquellos días cuando sonaba esa canción. Algunos domingos, mientras escucho la canción me voy a esos lugares y hago el contraste entre lo que había antes y lo que hay ahora. Casi siempre vuelvo a casa nostálgico, con una mezcla intermitente de edificaciones y personas del pasado que afloran entre las estructuras y personalidades del presente, parece un cuento de fantasmas que hablan contigo y hasta sientes la textura de aquellos ‘Cién kilos de barro’ a través de las emisoras de radio que desaparecieron en el tiempo. Luego paso como media hora tratando de modelar cada uno de aquellos días hasta encontrar algún punto de conexión con la actualidad, termino renunciando ante tantas diferencias. Enrique Guzmán nació en Caracas el 01 de febrero de 1943. Siempre tuvo inclinaciones musicales. Vivió con sus padres Jaime Guzmán Esparza y Elena Vargas de Guzmán en la urbanización El Valle. Allí asistió a la escuela primaria. A los 12 años regresó a México junto a sus progenitores. En 1957 conoció a los hermanos Jesús y Armando Martínez mientras patinaba en el Deportivo Chapultepec. Allí surgió la idea de conformar un conjunto musical con los Martínez y Sergio Martell, denominaron Los Teen Tops a su banda de rock. Originalmente Guzmán era la voz grave del grupo pero Armando enfermó de la garganta en la primera presentación del grupo en la radio y Guzmán debió tomar su lugar y se quedó ahí definitivamente. De esa época Guzmán compuso dos temas: Pensaba en ti y La ronchita. La primera disquera con que firmaron fue Columbia México por intermedio del señor Jesús Hinojosa, bajo su cuenta y riesgo porque ese genero distaba de garantizar ventas. El primer sencillo de 78 rpm que grabaron contenía La plaga y El rock de la cárcel, adaptaciones al español de Good Golly Miss Molly, de Little Richard y Jailhouse Rock, de Elvis Presley. De esa época también data su primer long playing que tenía entre otras canciones: Confidente de secundaria. Buen rock esta noche. Lucila. Muchacho triste y Solitario. __Tengan, para que se compren unos refrescos. Esa vez nos fuimos a comer unos sandwiches en Los Chaguaramos. El olor del pan tostado se mezcló con una melodía que venía detrás del mostrador “She loves you, yeah, yeah, yeah…” Me detuve antes de llegar a la mesa. Aquel ritmo, aquellos fraseos, nunca los había escuchado. La segunda vez que escuché esa canción, fue un sábado por la noche en un programa de Clemente Vargas Jr. que no me lo pelaba, el tipo tenía una voz impresionante y no sé de donde sacaba tanta buena música, cuando me estaba quedando dormido se aparecía con alguna canción que nunca había escuchado de cualquier grupo de rock del momento o que apenas empezaba a oírse, y hasta contaba alguna anécdota de él con la canción o de los integrantes del grupo. Podía estar reventándome con las ganas de ir al baño, o mamá me llamaba porque quería que la ayudara con algo que hacía, pero hasta que no sonaba el último acorde de la canción no despegaba el oído del radio que guardaba en la mesa de noche, trataba de seguir al detalle cada nota en un afán por escribir música en el pensamiento, muchas veces mamá venía a ver por qué no contestaba. ‘¿Qué es lo que pasa contigo Carlos? Tengo como media hora llamándote. Seguro que andas en algo que tiene que ver con la música’. Me acostaba con el radio transistor escondido bajo la almohada y escuchaba: ‘Y ahora les presento un cuarteto que está causando furor no sólo en Inglaterra, También en Estados Unidos y el resto de Europa. Les presento a los Beatles…’ De John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr me enteré cuando vi el long playing de los cuatro rostros en penumbras detrás de una vidriera. Me quedé como unos quince minutos tratando de descifrar la leyenda de la contraportada reflejada en un espejo. A mí me gustaba el rock and roll, pero no era lo que más me gustaba. Desde que escuché a los Beatles mis esquemas empezaron cambiar. Sus letras siempre me llamaron la atención, tenían una propuesta diferente, hablaban de sentimientos desde un ángulo que permitía ver otros componentes de la pena, el dolor y el despecho. Pasaba horas intentando descifrar el significado en inglés y después era todo un reto pasarlo al castellano. Fue un gran aprendizaje para mí, porque me ayudó a desarrollar mi propia voz, mi propia inspiración, aunque por eso me gané más de cien mil gritos de mi mamá. Abría la puerta del cuarto y entraba como un ventarrón. ‘¡Muchacho! ¡Tengo como media hora llamándote! Ya pensaba que te habías ido para el liceo. Me tenía que arrancar el cuaderno y el lápiz de la mano. ¡Ya sabía que se trataba de algo de música y ese bendito grupo de los Beatles! Tienes que estudiar, eso de ganarse la vida como músico es sólo para los fenómenos y no te veo nada extraordinario tocando esa guitarra. A veces parece que te confundieras con las notas’. Había algo en aquellas guitarras perseguidas por voces incansables, acompasadas con un ímpetu propio de la juventud. Las palmas contínuas y los gritos sorpresivos enhebraban con la originalidad de la música. Cada vez que había un cambio de ritmo sentía que llegaba a otro planeta. Pasé como media hora convenciendo al dependiente de la discotienda para que me dejara leer la contraportada. La revisé como siete veces y cada vez que llegaba a la mitad del texto volvía a la primera línea. Una de las canciones que más me gustaba de aquel primer disco de acetato de los escarabajos británicos, era ‘Til there was you’ (Meredith Wilson), una balada clásica de los años cincuenta. Puede parecer muy convencional, pero tiene algo muy especial que llega más allá de una canción romántica, no sé si eran las alternancias en los solos de guitarra, los cambios de tono en la voz cantante, pero esa canción tenía y sigue teniendo un algo especial que me hace despegar al menos por un instante de lo que esté haciendo o pensando. En ese momento supe que mi vida musical iba a estar relacionada de alguna manera con aquellos tipos que venían de un puerto inglés llamado Liverpool. Antes de eso un señor que todavía trabaja en Venevisión llevó su disco “Dinner in Caracas” y lo hizo girar a 33 rpm bajo la aguja del tocadiscos de la casa. Las orquestaciones y los arreglos de aquellos valses y joropos venezolanos le daban una dimensión especial a la música folklórica sin olvidar sus raíces. Desde ese momento supe que quería ser un músico como Aldemaro Romero. Quería componer, sentarme a escribir, a arreglar, pararme frente a una orquesta y mover la batuta con toda la propiedad de un director consumado. Sabía que eso llevaba años de estudio y dedicación y muchísimos ensayos. La primera vez que me senté a componer rompí como 15 páginas en 15 minutos. Mi abuela vino corriendo y abrió las manos. “Carlitos tienes que tener más calma. Esto es un proceso gradual, de muchísima paciencia y dedicación”. Una de las composiciones del Maestro Aldemaro Romero que más me impresionó de un disco que escuché una vez en una tienda musical fue “Doña Mentira”. Aquella introducción de trompetas y violines me hizo entender que la música típica venezolana iba mucho más allá de arpa cuatro y maracas, que podía recorrer en su máxima expresión, sin perder un ápice de autenticidad, cada uno de los instrumentos desde el oboe hasta el violoncello. Le pedí al dueño que me mostrara la carátula del disco, se llamaba “Maracaibo”. Le pedí por favor que repitiera el segundo surco del labo “B”, cuando intenté que lo repitiera otra vez me dijo que iba a tener que comprar el disco. Pasé como una semana tratando de reunir el costo del acetato, dejé de comprar meriendas y el fin de semana corté la grama de varios jardines. El sábado en la mañana llegué con el disco, en ese momento no conocía la letra, la escuché por primera vez en el disco de Onda Nueva de Ilan Chester. “Que no y que si..te oigo decir… Doña Mentira ya me tienes hasta aquí…No mientas más…te cansarás…he decidido no dejarme engañara más…A pesar de todo yo no me incomodo por el tiempo que perdí…” De aquellas tardes y noches buscando canciones en el radio, se me quedó tatuada en la piel una melodía que define la originalidad de una época. Los sonidos marcaban cada línea, cada luz, cada imagen. De pronto sentía que flotaba en una atmósfera de juegos a cualquier hora, de momentos interminables, de esperar a mamá para que me diera para ir al cine, de correr a buscar a mis amigos justo después de almorzar para ir a jugar. Bobby Vinton soltaba sus fraseos sobre un fondo de algodón y de inmediato la respiración se me disipaba. Nunca me sentí mejor escuchando una canción, aún cuando por casualidad la oigo en estos días me parece estar de nuevo a comienzos de los años sesenta. “She wore…blue velvet…bluer than velvet was the night…softer than satin was the light…from the stars…” Pasaba minutos ensayando distintas tonalidades de silbidos, a veces me iba al piano e intercalaba los sonidos labiales con el impacto de las teclas, toda una experiencia sonora que me llevó a perfeccionar mi silbido en medio de mis balbuceos pianísticos. Hubo una mañana que repitieron la canción como cuatro veces, el locutor comentaba que la habían solicitado 67 oyentes, algo pocas veces visto. Internalicé tanto la canción que la profesora de castellano me llamó a su escritorio. Sus ojos parecían tizones congelantes. “La próxima vez que me dirija a usted y se quede en la luna, se me sale del aula”. Entonces practiqué algo que muy pocas veces he podido repetir, tarareé la canción en ejercicio de “bocca chiusa” y atendí la clase de conjugación verbal sin perder el hilo de ninguna de las dos. Tanto que cuando me solicitaron conjugar un verbo lo hice al ritmo de “Blue Velvet”. Hubo una canción que me despertó mucha curiosidad, el locutor la anunció como rock and roll, la interpretaba Fats Domino. Sin embargo me pareció que algo dejaba ver que la pieza tenía un origen lejano al rock and roll. Clemente Vargas Jr., me sacó de dudas. Al terminar la canción habló del origen de música country de Jambalaya. Hank Williams Sr., la escribió y fue difundida en julio de 1952. Jambalaya es el nombre de un plato típico cajun de raíces españolas y francesas, se prepara con arroz, pollo, camarones, cerdo y pimienta. Poco tiempo después la escuché en el mejor ritmo que pueda tener. Los Supersónicos la versionaron en 1965, parecía que ellos eran los compositores, por la fluidez como emergía la música de sus instrumentos y el entusiasmo con que decían: “Estaba yo de visita en un pueblo… en donde todos andan a caballoo…” Nosotros seguíamos ensayando y nos aprovechamos de que Oscar era socio del Club Táchira para conseguir nuestras primeras presentaciones formales en público. Allí conocimos a un señor, de quién no recuerdo el nombre, que se ofreció para ser nuestro representante. Era periodista del diario La Verdad y nos hizo varias entrevistas. A través de él fue que conseguimos nuestra primera presentación en televisión en el programa que moderaban los Hermanos Hernández y Rosario Prieto en el canal 8: “El Club del Clan”. Era un musical juvenil donde también s dieron sus pininos otros grupos como: Los Supersónicos, Los Clippers, Los Dinámicos, Los Dangers, Los Claners, Las Cuatro Monedas y solistas como: Nancy Ramos, Trino Mora, Cherry Navarro y muchos otros. Para ese momento ya habíamos decidido el nombre del grupo. Cada quien metió un nombre en una funda de almohada y el papelito que salió decía “Darts”, el nombre venía de aquel automóvil Dodge Dart. Entonces la mayoría de los grupos tenían nombre de carros: Los Impala, Los Boneville, etc. A mí al principio no me gustaba ese nombre, pero era el acuerdo que habíamos hecho. Después me fui adaptando y me empezó a gustar. Cuando logramos llegar al primer lugar en la cartelera de éxitos musicales y reeditamos la hazaña varias veces, ver el nombre de los Darts al tope de la lista era siempre una gran alegría. Entonces si sentía toda la brisa fresca tras las ventanillas de un Dodge Dart a toda velocidad y comprendí mejor las razones de mis compañeros para elegir aquel nombre. Alfonso L. Tusa C.

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