lunes, 5 de junio de 2017

Mi Vida en las Olas del Oceano.

Michael Hutchinson. The New York Times. 26 de mayo de 2017. Londres.- La carrera de veleros Fastnet, empieza desde Cowers, en la Isla de Wight, al sur de la costa de Inglaterra. Los competidores enfilan hacia el oeste a lo largo del English Channel, pasan alrededor de Land’s End, y atraviesan el Celtic Sea hasta llegar a la desolada Fastnet Rock en el extremo sur de Irlanda. La carrera regresa para tener su meta en Plymouth, Devon, al sureste de Inglaterra. El trayecto le toma a la mayoría de los veleros cerca de cinco días y es uno de los clásicos de las competencias alrededor de la costa, notorio por las aguas picadas y los ventarrones repentinos. En línea recta, la ruta es de 608 millas náuticas. Pero los veleros nunca viajan en línea recta. Cuando se disparó el pistoletazo de partida de la última edición en 2015, el velero donde yo estaba ni siquiera avanzaba. En una calma sin viento, nos movíamos hacia los lados, impulsados solo por la marea. Aún así estaba agradado de estar ahí. No me lo esperaba. De hecho, no había navegado en una década. Pero dos semanas antes de la carrera, mientras estaba estacionario en el tráfico londinense una tarde, mi teléfono se iluminó con un mensaje de texto: “¿Quieres competir en Fastnet?” El mensaje venía de un número desconocido. Respondí de inmediato, “Si”. Después de un momento, seguí con, “¿Quién eres?” Y entonces, poco después, “De todas formas iré, no me importa quién seas”. Me moría por participar en Fastnet, había sentido eso por años. Cuando crecía en un pueblo pequeño de Irlanda del Norte, navegar era todo mi mundo. Era el tipo de maníaco que solo puede ser un muchacho. Pasaba mis veranos apurando un bote de madera en Belfast Lough, el estuario donde la ciudad aun lanzaba sus efluentes. Pasaba mis inviernos calafateando y barnizando mi velero hasta que brillaba con luz dorada, esperando que regresara el verano y sus olores violatorios. Memorizaba el contenido de las revistas y libros de velerismo. No había nadie de 10 años de edad mejor capacitado o más dispuesto, para charlar de meteorología, dinámica de fluidos y, en particular, de las carreras clásicas en el océano. Siempre sentí la Fastnet como si fuese parte de mí. Aun 30 años después, quería navegar alrededor de esa roca. La misteriosa invitación había venido desde una mujer llamada Tessa Walsh. Ella había sido parte de la última tripulación de velerismo con la que yo había navegado, pero casi no la había visto desde que el dueño de ese velero lo vendió, en 2007, y la tripulación se había desbandado. Esencialmente, había sido privado de mi diversión. Ms. Walsh había encontrado un nuevo dueño, quien buscaba el último integrante de una tripulación de ocho miembros para un velero de 38 pies, yo fui el primero de sus contactos en responder. (Incidentalmente, los veleristas hablan de los dueños como si estos fuesen los amos de la tripulación también: “Nuestro dueño dijo que no podemos tomar cerveza”. “¿Verdad? Nuestro dueño nos deja hacer casi todo”.) Nuestra nueva dueña se llamaba Flic Gabbay. También era la dirigente y la navegante. Eso significaba que durante la carrera, ella dormiría no más de cerca de una hora en determinado período. Su reto era encontrar la ruta más rápida: tomar decisiones sobre si deberíamos tomar rumbo al norte y bordear la costa, seguir la marea pero lejos del mejor viento. O enfilar hacia el sur, hacia el canal abierto. El viento podía ser mejor, pero la ruta era más larga y la marea podría estar en contra. Los cambios de vientos y corrientes marinas significan que el campo de juego del velerismo está variando constantemente. Es como manejar una bicicleta: si tomas la ruta correcta viajaras en bajada todo el tiempo. Esas cosas en una escala más pequeña, eran las preocupaciones de mis veranos juveniles. Oía que los buenos veleristas podían ver el viento. Pasaba horas sentado al fondo de un muelle mirando hacia el mar, tratando desesperadamente de ver al aire moverse. Entonces alguien me dijo que había entendido mal. No ves el viento, dijo él, lo olfateas. Así que agregué la hiperventilación a mi rutina. Eso no ayudó. El viento venía, se iba. Todo era una sorpresa para mí. Pude haber estado obsesionado, pero eso no implicaba una habilidad real. Parecía empeorar con la práctica. Yo era un chico intratablemente serio. Si pudiera, hubiese tenido bigote y fumado pipa. Mientras más lo intentaba, y los surcos se acentuaban en mi pequeña frente, me hacía más inútil. Establecía grandes estrategias basadas en las distantes formaciones de nubes y las fases de la luna. Pero en las competencias, era dado por muerto por los muchachos quienes solo se concentraban solo en timonear. Aún así me gustaba mucho navegar. Solo era feliz con un bote moviéndose bajo mis pies. Para el momento cuando nuestro velero llegó a Land’s End el segundo día, era claro que mi maldición nos había acompañado, y no estábamos ganando nada. El viento que había inflamado nuestras velas una hora después de la partida se había disipado, y permanecíamos en calma bajo un sol traspasante. Fuimos desafortunados, los veleros que estaban una milla o dos delante de nosotros tuvieron otras condiciones climatológicas, y ya se acercaban a la roca. Ms. Gabbay pasó horas frente a su laptop, tratando de bajar alguna información del viento de alguna parte. Nueva tecnología, la misma vieja frustración. Nada ayudó. Pasaron casi 24 agonizantes horas antes que el viento regresara. Cuando lo hizo, finalmente salimos del canal y entramos al Celtic Sea. Las condiciones eran diferentes, porque ese mar es parte del océano Atlántico. Grandes corrientes de aire soplan a ritmo lento. Las disfrutaba. Me abstraía por una o dos horas mirándolas, me mecía con las subidas y bajadas y escuchaba como pasaban. Lo mejor de todo era cuanto había olvidado. Toda la información técnica acerca de la nubes y otras particularidades, como el albedo de la costa, una medida de como la radiación solar reflejada influye sobre la dirección del viento en las tardes, se había ido. Asumí el papel de timonel. Todos esos años en botes no habían sido totalmente en vano. Ahora que los asuntos difíciles de navegación se habían convertido en el problema de Ms. Gabbay, encontré que yo podía pararme detrás del timón para forjar un paso rápido a través del mar picado por horas hasta el final, sin pensar en nada. Estaba hipnotizado. Rodeamos Fastnet Rock de día, la tarde del cuarto día. Me había preocupado que pudiéramos hacerlo de noche, y no ver nada, Apareció escarpada y alta, gris y desolada, con un faro a un costado. Ese es el segundo faro de Fastnet. Del primero solo quedan escombros, sobre una fundación de concreto que tenía el aire siniestro de una fortificación abandonada. Era un lugar poco acogedor. Aun después de todos esos años de imaginar este momento, tenía un gran deseo de abandonar. En el viaje de vuelta, el viento reapareció. Timonear se hizo más difícil: Tuve que mover con precisión el timón sobre las olas para desplazar el bote de cinco toneladas como una tabla de surf. Luego lo mantuve a flote en el valle de las olas antes de perder el control. Si eso hubiese ocurrido, el bote se hubiese ido de lado, las velas se hubiesen contraído y todos hubiéramos quedado colgando. Sobre una ola grande, maniobré justo a tiempo. Pasamos volando por su frente. Todos en la cubierta soltaron exclamaciones, y alcanzamos una marca de velocidad. Un par de minutos después, me equivoqué, y un muro de agua verde barrió la cubierta y nos arrastró. Todo esto ocurrió no solo durante el día, sino también a través de las horas de oscuridad, cuando nuestro pequeño mundo terminaba en el borde de la cubierta. Tripular un bote pequeño desde la aurora anaranjada hasta el atardecer gris, a muchas millas de tierra firme, es una experiencia extraordinaria en su intensidad. Mi Fastnet fue como una época fuera de lugar. Cinco días que se sintieron como que venían desde otro universo, cinco días tan plenos que sacaron mi vida de mi cabeza. Y todo lo que pensé fue donde estábamos, como nos iba en la carrera, que podíamos hacer para que el bote avanzara más rápido. Intercalado, solo ocasionalmente, con cuanto frío sentía, que tan mojado estaba, y cuan cansado. No quería que la carrera terminara. ¿Por qué, me pregunté, la carrera terminaba en Plymouth? Habríamos tenido otro día o dos de carrera si hubiéramos seguido por el canal hasta Cowes. Había logrado una especie de balance.: En velerismo por lo menos, estaba obteniendo de la vida, todo lo que había invertido en ella. Aún habiendo perdido toda esperanza respecto a un buen resultado general, las últimas horas fueron las mejores. A las 2 de la madrugada, con las luces de Plymouth a la vista y a una hora de llegar a la meta, apareció una escuela de delfines. Dejaban surcos fosforescentes en las aguas negras mientras nadaban en parejas junto a nosotros, antes de sumergirse bajo la quilla. Dos más llegarían para ocupar su lugar, girando y centelleando. Eso fue metafórico, nosotros ocho avanzando hacia la meta rodeados por delfines saltando. Mi yo de diez años, con bigote y pipa, los habría ignorado, para evaluar el efecto de la fuerza Coriolis en las velas. Felizmente, resultó que me había hecho más joven en los años sucesivos. Terminamos en el lugar 186 en una flota de poco más de 300 veleros. Tristemente, pienso que no haré la carrera de nuevo en el futuro cercano. A menudo pienso en Fastnet, aunque; eso se ha convertido en una memoria muy pesada. Tarde en la noche, o en los vuelos fastidiosos, todavía me gusta sentir ese oleaje del Atlántico mecerme hasta dormir. Michael Hutchinson, escritor y columnista de Cycling Weekly, es el autor de “Missing the Boat: Chasing a Childhood Sailing Dream” y más recientemente, “Re:Cyclists: 200 Years on Two Wheels”. Traducción: Alfonso L. Tusa C.

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