miércoles, 25 de julio de 2012

Campanazo y veredicto.

26 de octubre, 1968. El sonido de la campana y la oscuridad apretaban las luces del cuadrilátero con esencias de alcanfor y mentol. Un grito ahogado empezó a deslizar entre la muchedumbre del México Arena. “Ro-drí-guez, Ro-drí-guez, Ro-drí-guez…” Las pupilas del púgil asiático enfocaron la esquina de su rival. Jee Yong-Ju había dejado todo en el ring, sólo que aquel tipo de rostro escurridizo y manos de relámpago lo había mareado en el tercer asalto. Desde el ring side llegaban oleadas de una voz enfebrecida agolpada en el tropel de periodistas. El hombre se aflojaba la corbata y agitaba el micrófono sobre el copete inmaculado. En la otra esquina los ojos casi cerrados transportaban al boxeador. Nunca había escuchado su nombre en el delirio de una multitud. Lo más emotivo que recordaba eran los gritos de su madre cuando corría entre las calles de El Salao y Puerto Sucre. “¡Mira Morocho ven acá para que me vayas a hacer un mandado!”. El reflujo del ring side arrojaba fraseos vertiginosos. Aquel hombre soltaba 50 palabras por minuto. “Hay que cruzar los dedos. Es una decisión muy difícil. El coreano dominó el primer round. El segundo fue muy parejo. Y en el último el Morocho echó el resto”. Las botas parecían cosidas a la lona. Por el rabillo del ojo escuchaba el escándalo del periodista. La imagen del señor Carlos aconsejándolo en su vida deportiva y personal burbujeaba en su craneo. Quería corresponder toda la solidaridad recibidas de las delegaciones suramericanas en la villa. Representaba la última esperanza de medalla aurea para el subcontinente. Un silencio estridente envolvió la escena cuando el locutor interno empuñó el micrófono. El gladiador alzó la vista allí vio la sonrisa de su madre y el cielo añil de Cumaná. Esencias de mar y sardinas mezcladas con pichigueyes y jobos de la India que buscaba en las horas más ardientes del sol. La primera palabra del locutor resonó más fuerte que todos sus gritos cuando corría en el túnel del Castillo de San Antonio. Una ráfaga de optimismo lo hizo saltar en punta de pie. No había pasado media hora escupiendo y corriendo (hasta tuvo que sacarse la prótesis dental) para dar el peso, en vano. Ángel Edecio Escobar dio dos palmadas en su hombro. El locutor señaló la esquina del saltarín. “El ganador Francisco Rodríguez. Venezuela”. En medio del mar de comunicadores que rompía contra el cuadrilátero, emergió el rostro colorado de Carlitos González. Atravesó las cuerdas al tiempo que ajustaba los audífonos y resoplaba sobre el micrófono. “Morocho, para Venezuela”. “Esta medalla es para mi madre del alma. Te quiero mucho mamá. Y también para Cumaná y toda Venezuela”. Las notas del “Gloria al Bravo Pueblo” lo sorprendieron con varias gotas en las mejillas. Las dejó rodar igual que sus carreras por El Salao y Puerto Sucre. Alfonso L. Tusa C.

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