lunes, 28 de septiembre de 2015

Cuaderno de escritor en lápida

Alice Feiring. The New York Times. 23-09-2015. Por siempre el bromista, mi padre falleció a los 79 años el Yom Kippur de 2003, lo cual llevó a mi madre a comentar: “Este es el día del santo, ¿como lo dejaron entrar?” Vicioso o no, papá fue muy querido por sus hermanos, sobrinas y sobrinos. Sin embargo, mi hermano Andrew y yo, teníamos una narrativa diferente. Para nosotros, nuestro padre era un abogado frustrado, un enamoradizo sádico, para nada un modelo a seguir. Cuando llegó el momento de poner la lápida, lo cual de acuerdo a la costumbre judía ocurre un año después de la muerte, nosotros nos dilatamos. Por un largo tiempo La hermana de papá perdió la paciencia con nosotros. Una noche invernal seis años después de la muerte de mi padre, ella me gritó por teléfono. Yo podía imaginar su dedo moviéndose en el aire mientras me amenazaba, “Lo haremos nosotros develaremos la lápida y no les avisaremos. ¡Llévense su resentimiento por su padre a la tumba!” Solo al mirar hacia atrás ahora puedo ver la rigidez de nuestra resistencia. Yo debí haber sido condescendiente, después de todo, ella amaba a su hermano menor como yo lo hacía con mi hermano mayor. Mi primera palabra no fue mami o papi, fue Ahdew”. Mi primera memoria fue Andrew tomándome de mi cuna. Punteábamos nuestras guitarras juntos, cantando “I Ain’t Marchin’ Anymore”. Registrábamos el bolsillo de la ropa interior de nuestro padre buscando pistas de con quien andaba saliendo papá y cuando se iría de casa. Cuando yo, una adolescente deprimida, pedía colas para huir, iba directo al dormitorio de Andrew. Cuando estaba en problemas, él me contactaba en sueños. Como la vez que él estaba a miles de millas de distancia, mientras me quedaba dormida, su voz me despertó. “Estoy asustado”, dijo él. Mi madre pensaba que yo estaba loca, pero resultó que él estaba en un hospital de Manila con una severa y misteriosa inflamación. Andrew se casó con su novia de la universidad, vive en Milwaukee, tiene una familia, se hizo cardiólogo. Yo tuve a un romance, aun no estoy casada, renté un apartamento en Lower East Side y critico vinos. Todo ese tiempo él siguió siendo no solo mi hermano, sino mi mejor amigo y el padre que él mío debió haber sido. Nuestra tía estaba equivocada acercad de nuestra demora con la piedra de papá. Eso no fue motivado por el resentimiento. Teníamos un cuaderno de escritor. Hablábamos apasionadamente de eso, nos conectábamos con la tarea. Pero no podíamos resolver el rompecabezas de las palabras apropiadas. ¿Cómo podíamos creer en nuestros sentimientos, y memorizar el amor que él inspiraba? No estábamos siendo exagerados; para nosotros la piedra era muy pesada. Mamá sugirió “I Did It My Way”, la canción que papa silbaba cuando la dejó en 1972. Andrew y yo pensamos en la simplicidad poética de dar a sus hermanos y los hijos de estos espacio principal, “Querido Hermano y Tio Phil”, omitiéndonos, funcionaría. La piedra había sido pagada hacia tiempo y nosotros estábamos retrasados y quedándonos sin excusas ni ideas. Varias veces al año, Andrew venía solo en visitas a Nueva York. Cuando mi tía dejó misteriosamente de molestarnos acerca del monumento, decidimos que el próximo viaje de Andrew al este visitaríamos el cementerio para ver si ella había cumplido su amenaza. Era un domingo silencioso de agosto cuando mi madre, quien debió haber sido taxista en vez de la joyera más experta remanente en Bowery, manejó desde su casa en Long Beach para buscarme. Buscamos a Andrew en La Guardia y enfilamos hacia los cementerios de Pinelawn. En la vía nos pusimos al día de nuestras rutinas: mis próximos viajes a los viñedos del Loira, la última invención de Andrew en técnicas de angioplastia, mamá quejándose del precio de una piedra preciosa. “Esto es un laberinto”, observó Andrew mientras mamá navegaba a través del Monte Ararat para encontrar el mausoleo de la familia de mi padre. La dejamos avanzar hojeando su antígua agenda de bolsillo rosada. Al lado de nuestros abuelos paternos, estaba una roca, conectada al suelo, que mostraba el nombre Philip T. Feiring. La T,. que a nuestro padre le gustaba hablar como la inicial que había adoptado después de la escuela de leyes, no era por Thomas, sino por tuchas. Miré sobre Andrew. Uno junto al otro, miramos hacia abajo y vimos Amado Hermano, Tío, Padre, Abuelo. Nuestra tía lo había hecho a su manera. Sinceramente, estábamos más aliviados que molestos. Nos metimos en el aire acondicionado del carro y fuimos a Cedarhurst para la merienda de sushi kosher. Un año después Andrew, quién se suponía estaba en un avión rumbo a Nueva York para una de sus visitas, me llamó. “¿Ya estás aquí?” le pregunté, confundida, mirando el reloj. “No, estoy en el hospital”, dijo él, y supe inmediatamente que él no estaba en su trabajo. “Cáncer de páncreas. Me van a instalar una bomba de quimioterapia”. “¡Pero no tenemos cáncer en nuestra familia!” Insistí. Tenía que calmarme. Sabía que él lo necesitaba. La última vez que vino, tenía esa nausea de la que se quejaba. También estaba ese cheque que me dejó, imponente e intocable, debajo de la taza de café en mi cocina. Era un acto sentimental sin precedentes y concreto de aprobar el camino poco convencional y pobremente compensado que yo había tomado. Él debió haber sentido que sus síntomas se acentuaban. Me atormenté, ¿Por qué no lo había intuído? “¿Cuándo te diste cuenta?” Yo estaba afectada. Esa semana, él había llamado al departamento de radiología en el hospital donde trabajaba. “Vengo a buscar unas imágenes”, les dijo. Sabía exactamente lo que estaba buscando y pronto fue confirmado. “Es malo cuando el radiólogo rompe en lágrimas”, me dijo él. Teníamos un trabajo pendiente, hacer una estrategia para decirle a nuestra madre que ella sobreviviría a su hijo. Entonces me puse una almohada en la boca para que los vecinos no oyeran mi profundo dolor. Quienes sobreviviríamos empezamos a preocuparnos. Mi madre y yo viajábamos tan a menudo como podíamos. Llevé gorras de casimir para mantener la cabeza de él cálida, y vinos para aliviar su paladar, para mostrarle porqué el mundo del vino me había cautivado. Él y yo hablábamos diariamente, aceptando a duras penas que no tendríamos tiempo para hacerlo a una edad más avanzada. Un año después de su diagnóstico, mi cuñada nos pidió que fuésemos el día siguiente. Teníamos menos de 24 horas para compartir con él. Estaba en cama con la indumentaria médica azul que usaba como pijamas, apretando su almohada, en una niebla de morfina. Yo sentía que podía leer su inquietud, queriendo que se acabara todo y queriendo aferrarse a la vida a la vez. Mi madre, una mujer muy religiosa, decía que creía en milagros. No discutí esta vez. Solo dije, “Entra y despídete, y dile que lo amas”. “Él sabe que lo amo”, dijo ella. Me paré en la puerta, agradecida cuando dijo las palabras. Regresamos la próxima semana a Milwaukee donde él fue enterrado. Era un día lluvioso, tormentoso y enlodado. Él tenía 62 años. Un año después, nadie podía enfrentarse al develado de la lápida, donde normalmente nos reuniríamos a un lado de la tumba para hacer el levantamiento ceremonial de la manta que cubría la piedra, y después comer los tradicionales panes con salmón ahumado. En lugar de eso, en el aniversario de la muerte de Andrew, mi cuñada me envió unas fotos digitalizadas del monumento. En claro contraste a manera en que Andrew y yo manejamos la de nuestro padre, la lápida de ella fluyó de manera rápida. Las palabras grabadas en el granito eran implacables y borrosas. Andrew Jonathan Feiring, amado esposo y padre. Eso me rebanó de una manera que no había imaginado. No había ninguna ley judía que requiriese la mención de una hermana o una madre superviviente, aunque por costumbre las menciones incluyen a todos aquellos dejados al partir. Pero como todas las tradiciones relacionadas con la muerte, ellas solo importan a los vivos. ¿Los muertos? No tanto. Andrew se habría reido y habría intentado de burlarse de mí “¿Para qué necesitas esa afirmación”, habría dicho él. “Eso no importa. De verdad”. Mi hermano dejaba notas, y no solo bajo las tazas de café. Como una chica tonta buscando una señal del muerto, mis ojos viajaron sobre mi escritorio hasta los libros de investigación de vinos y los de Philip Roth hasta una artesanía local tchotchke que Andrew me había enviado hacía tiempo, cuando estaba en la escuela de medicina en Filipinas. Era un hombre desnudo usando un cascarón de madera removible. A través de los años yo siempre había colocado la figura, como algún tótem, cerca de mi espacio de trabajo, desde Selectric hasta McIntosh. No había quitado el barril del hombre de juguete en años, ahora lo deslicé. Todos sus apéndices vibraron. Pegada a su torso estaba una nota que mi hermano había escrito, el contenido de la cual yo había olvidado. Pero ahí en la ahora desteñida tinta índigo decía, “Alice, mantente ahí. Te ama, Andy”. Alice Feiring, una escritora de vinos, publica cartas noticiosas de vino natural y orgánico, The Feiring Lin Traducción: Alfonso L. Tusa C.

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