lunes, 23 de noviembre de 2015

Los olores de Cumaná

Llegaba a Cumaná a eso de las diez de la mañana. Los domingos tenían esencias de tamarindo y yaque desde los parajes de Boca de Sabana y a medida que el carro se aproximaba a un comité de recepción de cocoteros justo antes del puente Gómez Rubio y la entrada de San Francisco, una sustancia estimulante ingresaba por las ventanillas del Plymouth. La luminosidad del sol reflejaba una expectativa de momentos familiares mezclada con la intimidad específica del aroma imperceptible de arenas y árboles de guama que llegan desde el curso silencioso del Manzanares. A partir de entonces era una experiencia espacial con vahos de arenas calcinantes que propulsaban la trayectoria del carro al pasar por la subida de la calle Sucre frente a Santa Inés. Papá siempre cruzaba a la derecha y luego enfilaba por la calle Bolívar, cada cuadra atravesada despegaba un terrón de bahareque y vapores de cataco y corocoro emergían junto al crepitar de leñas y efluvios del maíz pilado para las arepas. Desde entonces había escuchado y hasta leído sobre los argumentos de la tesis que afirmaban a Cumaná como la primera ciudad fundada en tierra firme del continente americano y los que la negaban. Incluso historiadores venezolanos hablan de otras ciudades “históricamente más viejas” como Coro y El Tocuyo. Y me molestaba que se pusiese en duda el título de la ciudad, luego andando el tiempo, tras innumerables lecturas, estudios, testimonios de autoridades en la materia he llegado a comprender que como en muchas otras situaciones, la vida se basa en hechos que nunca ocurrieron. Carezco de la información de primera mano sobre este tema, estoy muy lejos de ser historiador, sin embargo cuando se empieza a investigar, a indagar sobre la legitimidad de un hecho, llega un momento cuando las dudas acechan. Y aunque no cuento con todos los recursos para concluir con propiedad, empiezo a sospechar que el título de primogénita puede haber sido una mentira de siglos. La inquietud en mis pies se atizaba cuando el carro llegaba a la intersección de la calle Bolivar con el callejón General Salom, bajo las sombras de guayacanes y robles en la plaza Pichincha el tema musical del programa que papá sintonizaba los domingos retumbaba hasta un rincón de la cuadra siguiente. “Recordar es vivir…cuando se ha amado…recordar es vivir…un grato pasado…”El sonido rebotaba en la acera que bajaba hacia las oficinas de la antígua Radio Sucre. De pronto mi visión se aceleraba y apretaba el respaldo del asiento de papá, imaginaba que podía apurar el carro frente a la farmacia Santa Helena. Sin embargo la mirada se me iba entre los pasillos de la plaza y me parecía ver personajes de quienes había escuchado muchas historias. Las personas asediaban a uno en particular que siempre he querido conocer. En la esquina de la librería San Pablo el frenazo de un camión de agua potable crepitó a escasos metros del Plymouth. Apenas si pestañeé en mi persecución. Una esencia de ponsigué mezclada con jobito impregnó cada cuadra de la calle Ayacucho. Miraba encandilado las fachadas de las casas, las gigantescas puertas sobresalían en las aceras y la mirada se me iba hasta los almendrones frente a la casa de mis abuelos. Una atmósfera de juego y expectativa reflujaba en los callejones próximos a la casa número 30. Sentía una ebullición glacial en la planta de los pies, no podía esperar a que papá estacionara el Plymouth, estuve a punto de salirme por la ventanilla y papá se volteó en el asiento con una mirada sulfúrica. Ni sus palabras más bruscas lograban aplacar mi emoción por traspasar el jardín y correr por el pasillo hasta estrellarme contra el vientre de mi abuela. De la cocina llegaban vahos de piña y clavo especia, me iba con ellos en la nariz a buscar los gorjeos de los cucaracheros silvestres mezclarse con el lamento sostenido de los canarios tras los barrotes de las jaulas, los círculos de luz solar filtraban entre las hojas de las matas de cambur. A un costado de los jardines internos desplegaba la colchoneta y veía las estrellas junto a todas las imágenes del día, las carreras por la calle Sucre para comprar barajitas de beisbol en el abasto Barlovento, los frenazos en las esquinas del callejón La Paz tras una pelota de goma. De pronto sentí tensos los músculos del cuello y la espalda, a un costado del abasto de Sabatino, dos tipos hablaban apasionadamente con voces casi inaudibles. “¡José Antonio López caramba tanto tiempo queriendo verte en persona! Cuéntame como hiciste para componer Río Manzanares y esa frase tan sencilla y tan profunda de ‘Oh, Cumaná quién te viera’” El hombre de camisa blanca y sombrero de pajilla sonrió. Yo también tengo que preguntarte como hiciste para sacar eso de “Mariscala y Marinera”, porque usted es Andrés Eloy Blanco ¿cierto? Si usted se pasea por los alrededores de la muralla, justo en el lugar donde está El Tamarindo, allí puede escuchar como los olores de yodo y arenque que soplan desde el mar estremecen las calles y te hacen caminar como si fueras en un puente colgante sin miedo a caer porque sabes que en el fondo está Cumaná con sus vahos de arenas arqueológicas aglomeradas bajo el castillo de San Antonio y sus aromas de chicha empelotada cerca del mediodía, cuando el sol te pincha con alfileres el fondo de la garganta. Está Cumaná con su esencia interminable de rumor subterráneo contenido en la esperanza de muchos seres que aun tienen la esperanza de mejores días que el frustrado desembarco del Falke, el terremoto de 1929 y los atropellos de cierta clase politiquera que siempre quiso jugar a la tesis del “hombre fuerte”, del “héroe de la patria”. Está Cumaná con su perfume de mujer que te arrastra hasta querer desprenderte de la ceguera para verle el rostro y la sonrisa, por eso escribí “Oh, Cumaná quien te viera”. De pronto abro los ojos y salto en la colchoneta, hacia los tramos finales del pasillo veo la sombra de una silueta enjuta que enfila hacia la oscuridad del patio. Me acerco en puntillas hasta la puerta de cabillas y madera, alli escuché la voz entrecortada de Andrés Eloy. Vaya, vaya, José Antonio, los escalofríos que siente uno cuando conoce de las intimidades de un escritor, de verdad me llevaste a ver un rostro de mi ciudad desde un ángulo desconocido, vertiginoso. Cumaná siempre fue un telón de fondo, un espacio de remanso donde los recovecos del río proveían sustancias para mis inquietudes…cuando el acíbar de las decisiones humanas me hacían dudar de los días por venir…Cumaná siempre me tomaba de la mano y me llevaba al espectáculo atmosférico de sus costas y a la emoción de desplazarme en un solo tirón de vista desde Caigüire hasta Manicuare, desde El Monumento hasta La Angoleta…desde Puero Sucre hasta Araya…iba y venía y me quedaba flotando sobre el cobalto…suspendido entre los sueños de esas tardes incandescentes de añil y mostaza que me hacían correr por la calle Sucre en busca de encontrar palabras para la batalla, de frases para las mañanas, de poesía para la eternidad…por eso Marinera…por esto Mariscala… Aquella noche ya no dormí más, el amanecer me sorprendió encaramado en las ramas del árbol de chirimoya, el rumor de aquella conversación resistía el peso de la gravedad y la fragilidad de las ramas… Alfonso L. Tusa C.

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