lunes, 27 de junio de 2016

Mike Mercury

Su voz socarrona, intimidante, desafiante, llenaba la acera de la calle Las Flores, por lo general tenía la ropa sucia de grasa automotriz y gasolina. Cuando terminaba el turno escolar de la mañana Clemente siempre lo esperaba en la puerta de la casa y lo obligaba a meterse debajo de los camiones para que lo ayudara a reparar frenos y fugas de aceite de motor. No había reclamo de la señora Francisca que valiera para que lo dejase almorzar. La primera oportunidad que se le presentaba a Mike Mercury sin dudarlo se escapaba del camión para ir a jugar pelota de goma en la calle o se llegaba hasta el solar de asfalto donde siempre había juegos de beisbol con pitcher y catcher y a él siempre lo metían a jugar porqué tenía un gran brazo y aunque se ponchaba mucho, cuando lograba hacer contacto mandaba la pelota hasta los techos de cinc de la ranchería al fondo del solar. Por lo general esas escapadas terminaban en una cacería y una golpiza a mansalva de Clemente que dejaba maltrecho a Mike Mercury, la señora Francisca debía intervenir y ella también recibía algunos golpes. La mueca de rabia y dolor se mezclaba con el rictus de sonrisa burlona cuando Mike Mercury regresaba a jugar. Por lo general descargaba buena parte de aquella rabia contra los muchachos de su edad, chocaba a propósito con ellos cuando corría en pleno juego de “40 matas”, lanzaba con todas sus fuerzas la pelota de trapo en la espalda del corredor cuando hacía una de sus fabulosas asistencias en tiros desde el right field hacia tercera base, o gritaba sin contemplaciones a quien se atreviera a hacerle alguna observación. Por un tiempo llegué a desarrollar una rabia visceral hacia Mike Mercury, sobre todo por que una tarde de papagayos en el solar de asfalto, como siempre él llegó de los últimos con su papagayo improvisado con veradas de caña, papel de envolver de la bodega de María La Catira, pedazos de trapo para la cola, y un bollo de pabilo que había ido armado empatando distintos pedazos que conseguía o birlaba en casa y en la calle. Esa tarde lo vi muy esmerado aplicando una sustancia marrón sobre el pabilo, la cera de abejas era muy buena para fortalecer el hilo. Para rematar ensartó dos hojillas de afeitar en la punta de la cola del papagayo. Varios papagayos empezaron a precipitar desde aquel cielo azul brillante de Cumanacoa. Las carcajadas explosivas de Mike Mercury inundaban todo el solar de asfalto. En ese momento estuve a punto de lanzarle una pedrada, solo la mano voluntariosa de Alberi me detuvo. Ni se te ocurra, ese es capaz de medio matarte aquí mismo. Varias veces me pregunté y le pregunté a Hermes, Alberi, Clementico, Joseíto, Raúl, porque lo llamaban Mike Mercury y ninguno lo supo explicar. Entonces empecé a elucubrar que quizás ese apodo lo sacaron de algun pelotero destacado de los juegos de beisbol profesional que escuchaban religiosamente todas las noches en el poste de la esquina, o de algún capítulo de la radionovela “Martín Valiente El Ahijado de la Muerte”, o quizás de alguna película del lejano oeste que habían visto en el teatro Gardel. Me imaginaba que si había un personaje con ese nombre debía ser una mezcla de maldad y algunos momentos de melancolía. Ahora en la distancia del tiempo me parece que Mark Twain hubiese pulido mucho más a su personaje HuckleBerry Finn si hubiese tenido oportunidad de observar las travesuras de Mike Mercury en la calle Las Flores. Quizás José Rafael Pocaterra hubiese redimensionado a Panchito Mandefuá con los arranques de solidaridad que a veces tenía Mike Mercury. O tal vez Andrés Eloy Blanco habría agregado otro capítulo a “La Gloria de Mamporal” si hubiese visto uno de los batazos de Mike Mercury. Un mediodía fuimos a buscar unas cañas de azúcar en el cañaveral del fondo de la calle Bolivar, estábamos muy contentos porque habíamos conseguido unos ejemplares bastante gruesos de corteza morada que por lo general son los más dulces, de pronto apareció el vigilante, reclamaba que le entregáramos las cañas con una peinilla inmensa en la mano. Cuando resignados devolvíamos las cañas, sonó un impacto seco que hizo doblar al vigilante, Hermes ladeó la cabeza y nos dijo que agarráramos las cañas. Este Mike Mercury no se compone, esta pedrada seguro le va a costar otra cueriza de mi papá y varios días sin salir de la casa. Igual tuvimos que darle dos de las cañas más gruesas cuando nos encontramos con él en la calle Las Flores. La furia que yo sentía hacia Mike Mercury quizás empezó a disminuir una de esas tardes en el patio de la señora Beatriz, él estaba encaramado en una mata de guayabas y se le cayeron dos de las frutas más apetitosas que había alcanzado, aterrizaron casi sobre mis zapatos, una voz que me hizo mirar varias veces hacia las ramas más altas me dejó sin resuello y sin entendimiento ¿Ese era Mike Mercury el implacable? ¿El que no le daba cuartel a nadie? ¿El malo? Antes que yo pudiera decir nada, la voz pausada repitió, si, agarra las guayabas son tuyas, y no pongas esa cara de simplón, porque si no me las devuelves ya. Cuando bajó de la mata de guayabas no hubo a quien dejara de ganarle una partida de trompos, metras o gurrufíos. Por esos días coleccionábamos un álbum de barajitas de una hoja, por una cara tenía cromos de luchadores y boxeadores, por la otra las banderas del mundo. El premio principal era un balón de futbol muy parecido a los del mundial de futbol México ’70. Todos soñaban con ese balón. Mike Mercury tenía llena la cara de los boxeadores y luchadores pero tenía pocas banderas, Hermes y Joseíto tenían todas la banderas menos una, y yo apenas tenía unas pocas banderas y menos boxeadores y luchadores. Un atardecer cuando se rumoraba que solo quedaba un balón por entregar, fuimos a la librería de Pedro Luis a comprar barajitas y mientras abría un sobrecito pasé un rato despegando la barajita de la envoltura, cuando salió el azul claro de la bandera de las Naciones Unidas, la barajita que no salía, llegó un manganzón y me la arrebató, de inmediato Mike Mercury lo persiguió por toda la plaza Montes y lo alcanzó en la esquina frente al cine Royal, allí le asestó par de puñetazos al pecho y el manganzón soltó la barajita y salió corriendo. Nos sentamos en un banco de la plaza y acordamos unir la cara completa de boxeadores y luchadores de Mike Mercury, la casi llena de banderas de Hermes y Joseíto y mi barajita de la ONU. De inmediato corrimos a la librería y Pedro Luis, luego de revisar minuciosamente las barajitas, nos entregó el balón. En medio de la emoción del tropel de regreso a la calle Las Flores con el desespero por empezar a jugar futbol vi por primera vez la sonrisa legítima infantil de Mike Mercury y comprendí que en el fondo era otro muchacho que aunque pareciera cruel, en determinados momentos sorprendía con algunas arrancadas de buenas intenciones. Alfonso L. Tusa C.

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