lunes, 11 de abril de 2016
Exposición: Chernobyl.
Michael Marder. The New York Times. 21-03-2016
The Stone es un foro de filósofos contemporáneos y otros pensadores sobre asuntos temporales y atemporales.
Estoy en un tren dormitorio, viajando desde Moscú hasta Anapa, un pueblo al sur de Rusia, en la costa del mar Negro. Es 26 de abril de 1986, una semana antes de mi sexto cumpleaños. Hemos viajado por casi dos días y las provisiones que trajimos desde casa se están acabando. El tren se ha detenido en la estación de Rostov-on-Don, a 700 millas de distancia de nuestro hogar en las afueras de Moscú.
Desde mi cama del nivel superior podía ver la plataforma desde la ventana, allí se desarrollaba una escena dinámica: el típico ajetreo de una estación principal, mujeres viejas vendiendo carne caliente y tortas de papa, pollo frito y pepinillos, las personas entraban y salían del tren. Nadie tenía ni idea de lo que ocurría a 500 millas al noroeste en Chernobyl.
Las nubes de lluvia radiactiva generadas por el reactor y la información oficial acerca del incidente aun no nos alcanzaban, y no lo harían por algunos días. Pero el evento estaba en curso. Nos alcanzaría, antes que tuviéramos la oportunidad de alcanzarlo. Mientras tanto, la vida continuará su curso “normal”. Y estoy observando sus peculiaridades en la plataforma de Rostov-on-Don desde dentro del compartimiento del tren en el cual viajo.
Este viaje, como los otros que yo había hecho a través de los años, era ordenado por los médicos y financiado por el sistema de salud de la Unión Soviética. Debido a que yo tenía alergia estacional severa al abeto, roble y otros árboles de polen que me dejaban sin aliento, fui enviado a otra zona climática, donde no existiera la vegetación prevalente en la Rusa de Europa central. Por lo tanto tenía que pasar parte de la primavera trasladado, entre palmeras y cipreses.
Una vez que llegué al pueblo de Anapa, pude respirar de nuevo con libertad y pasaría ahí el resto de abril, mayo, y parte de junio, donde, sin saberlo yo, estaba en contacto con cantidades peligrosas de radiación provenientes de las precipitaciones de Chernobyl. Jean Baudrillard llama a esto “la lógica de la seducción”, por la cual huímos hacia la propia cosa de la que tratamos de escapar.
Pero la impresión de que uno puede huir de la calamidad que es nuestra civilización no es menos inmadura que la luminosa ideología del progreso en si. No hay válvulas de escape. Por tren, me aproximaba más rápido hacia otra catástrofe aún mayor generada por el mismo sistema totalitario, no solo el totalitarismo soviético, sino un pernicioso manejo de la naturaleza que corta la vida y prevalece en ambos sistemas económicos: el capitalista y el socialista.
Esa era la lógica de la seducción a la que estaba sujeto. Por más de seis semanas, desde finales de abril hasta mediados de junio de 1986, estuve expuesto a grandes cantidades de radiación en Anapa. La mayor parte del tiempo la pase afuera: en la playa, en los parques o caminerías. Hasta no hace mucho no estaba consciente de esto, quizás por no haber tenido experiencia sobre eso en la juventud o debido a creer erróneamente que las nubes de material radiactivo viajaban exclusivamente hacia el norte, a través de Bielorusia y los países bálticos hacia Suecia y Noruega, barriendo nuevas cartografías europeas.
Es dificil hablar y escribir de Chernobyl. La estructura de testificar se rompe una vez que el evento, con todo su potencial extraordinario de muerte, prácticamente se fusiona con la cotidianidad gracias a su imperceptibilidad. ¿Qué se puede decir acerca de una exposición a una radiación que no puede ser vista u olfateada u oida o tocada o saboreada? Aquellos de nosotros quienes hemos estado en su precinto somos como objetos, sobre los cuales se han infligido ciertos efectos, más que sujetos en control y conscientes de lo que ocurre.
Las plantas también, viven a través de las ocurrencias sin formularlas en el discurso. Sus articulaciones son completamente materiales; los patrones observables en sus extensiones, desde los anillos de los árboles a la posición de las ramas, son testigos corporales de una historia de crecimiento y ambiental. Si es tan difícil hablar de Chernobyl, entonces porque no delegar el acto de testimoniar a las plantas, seres vivos que no hablan, por lo menos no en voces humanas y lenguajes. Si lo hiciéramos así, quizás permitiríamos que la exposición se convirtiera en expresión y vulnerabilidad, una manera de testificar.
Enraizadas en el suelo, las plantas son incapaces de escapar a los efectos dañinos de la radiación. Los visitantes del “bosque rojo” cercano al nivel cero de Chernobyl verán árboles de pino rojizos, sus troncos derribados, acumulados en el suelo en los últimos 30 años. Ellos no se descomponen o son digeridos en la tierra como compost como deberían. Pero algunas plantas son adaptables: la soya cultivada experimentalmente en el ambiente radioactivo de Chernobyl ha desplegado cambios drásticos en su estructura proteica, capacitándola para fortalecer su resistencia a los metales pesados y modificar su metabolismo del carbono. Su exposición al mundo es un ejemplo de aprender del mundo y retribuir muchas cosas a este. Solo la exposición humana sugiere vulnerabilidad, pasividad e indefensión.
Vivimos a la sombra de una siempre presente amenaza de que nuestro insaciable deseo de energía consumiría el mundo entero, incluidos nosotros. Esta amenaza no es un prospecto amorfo. Se vinculó a la realidad en abril de 1986, y antes y después, con varios grados de intensidad en Three Mile Island y Fukushima. Aún así, nuestra adicción a lo que es económicamente conveniente persiste, es más fuerte que el miedo. La economía supera a la ecología. Sordos a las alarmas que han estado sonando por algún tiempo hasta ahora, aún no hemos despertado de nuestras pesadillas energéticas.
Los animales y las plantas están regresando a la zona de exclusión de Chernobyl porque los seres humanos se fueron, no porque el suelo sea más fértil. Podríamos celebrar esto, al encontrar una tendencia en una especie de gracia de salvación, un laboratorio para un planeta vibrante que sobreviviría al destrozo humano mucho después que nuestra especie desapareciera. O, podríamos pelear contra la indiferencia nihilista que despliega nuestra destructividad.
Treinta años después de Chernobyl, los riesgos de usar energía atómica ya no son un asunto del futuro; ellos están actualizados. El riesgo más grande es el que cargamos aunque Chernobyl nunca ocurrió. Aunque nuestra conciencia no ha explotado junto al reactor de la unidad 4 de la planta de poder del reactor. Aunque el mundo y nuestra imagen de él estuviera intacto aún. Aunque las capacidades autorregenerativas del cuerpo y del ambiente sean infinitos. Aunque el fin sea infinitamente resiliente, listo para renacer de las cenizas cada vez, como el fénix.
Este ensayo fue tomado desde el “The Chernobyl Herbarium: Fragments of an Exploded Consciousness”, con el arte de Anais Tondeur, cargado de fotogramas, o impresiones directas en papel foto sensible, de plantas cultivadas en el suelo radioactivo de Chernobyl.
Michael Marder es profesor de filosofía en la Universidad del País Vasco, Vitoria –Gasteiz, España. Es el autor de “Pyropolitics,” “Dust,” “Through Vegetal Being,” con Luce Irigaray, y otros libros.
Alfonso L. Tusa C.
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