miércoles, 28 de octubre de 2015

Un esperado recreo en la escuela José Luis Ramos.

Mis expectativas por el inicio del nuevo año escolar gradaban desde el miedo por las nuevas exigencias matemáticas, hasta la curiosidad por saber quienes serían mis nuevos compañeros de quinto grado, hasta comprobar si era verdad que mis padres iban a subir la mesada de la merienda de medio a un real. Pero había un asunto que carcomía mis pensamientos más ocultos. Sabía que debía mostrar aptitudes y cualidades para que me dieran esa oportunidad, que en los años anteriores me había quedado con las ganas de experimentar. Seguro que disfrutaba los juegos, las carreras, los acordes de Conticinio, Dama Antañona o Mañanita Caraqueña que hacían sonar las maestras en el equipo de sonido de la dirección, el momento cuando me acercaba a la cantina para comprar una empanada o un pedazo de pan dulce mojado en rojo vegetal. La oscuridad que antecedía la mesa donde una pareja de alumnos despachaban con la supervisión intermitente de su maestra, era una experiencia impactante, me parecía estar entrando a una mansión misteriosa, con secretos fantasmales. A veces descubría una locha del día anterior en el bolsillo del guardapolvo y corría de nuevo a la cantina, ya estaban por cerrar, entonces se respiraba más el aire fantasmagórico del techo lleno de telarañas en los rincones, la cara de los muchachos tras la mesa parecía una pintura del conde Drácula, pero en vez de huir asustado, me quedaba ahí, contemplando la oscuridad de la mesa y la luz que entraba por la ventana de los jardines laterales. Desde el año anterior había quedado con la expectativa de ubicarme del otro lado de la mesa de la cantina, ordenar los dulces, los refrescos y las empanadas y empezar a despachar lo que pidieran los alumnos. La maestra me había explicado que esa tarea era de mucha responsabilidad y que los muchachos que la hicieran debían saber mucho de sumar y restar y multiplicar y dividir. Ahora me defendía bastante bien en aritmética, cuando le pregunté a la maestra de quinto grado cuando nos tocaba atender la cantina, me respondió que “cuando nos toca es mucha gente”, ese es un trabajo que solo hacen los dos mejores alumnos del salón. A partir de ese momento se desarrolló una competencia silenciosa junto a varios estudiantes. A medida que se acercaba el día, la maestra se veía más sonreída pero al revisar su lista de calificaciones, las tribulaciones invadían su rostro, tuvo que ir hasta el segundo y hasta el tercer decimal para definir quienes serían los dos elegidos. Esa tarde llegué directo a esconder las lágrimas bajo la almohada, había quedado en tercer lugar a escasas tres centésimas de punto del segundo puesto. Papá se sentó a conversar conmigo y me convenció que a veces las cosas no se dan como uno quiere. El día cuando nuestra sección de quinto grado debía atender la cantina, faltó uno de los dos alumnos que había ganado esa responsabilidad. La maestra me llamó. Yo sentía una mezcla de emociones, por una parte me alegraba ir a hacer lo que tanto había deseado, por otra parte me sentía algo triste porque esa no era la manera como quería ganarme ese puesto. La maestra me dijo que tenía que estar muy atento con el material que iba a entregar, revisar bien los dulces, los refrescos, ir dos horas antes del recreo a conectar la nevera y meter los refrescos. Y ¡sobre todo! Me miró con ojos de búho a mí y a Santiago, mi compañero de labor. “Ni se les ocurra salir de la cantina para ir al recreo. Tienen que permanecer ahí hasta que suene el timbre. No pongan esa cara. Eso es lo que implica esta responsabilidad, sobre todo tú Alfonso, que tanto insististe que querías atender en la cantina”. Hasta ese momento no había pensado en eso, por más que trataba de animarme porque iba a atender en la cantina, sabía que iba a extrañar jugar en el recreo. A pesar de que varias veces estuve tentado a meterme por debajo de la mesa para salir de la cantina y disfrutar del recreo, el sonido de la nevera, tener que buscar la botella de manzanita Dumbo que me pedía una niña de tercer grado, anotar cada tipo de dulce que se vendía en el cuaderno de la cantina, estrechar manos con Santiago, mi compañero en la cantina, cada vez que resolvíamos alguna dificultad como una equivocación en la entrega de un vuelto; me animaba a permanecer en el recinto de luz deficiente, comprobaba los gratos momentos que imaginaba cuando ansiaba realizar ese trabajo. La parte más intensa, que ni siquiera imaginé en ninguno de esos años que estuve anhelando la oportunidad de atender en la cantina de la escuela, ocurrió luego de salir con las gaveras a recoger todas las botellas de refrescos, salón por salón, una vez concluido el recreo. De la dirección llamaron a la maestra y a los minutos ella vino a buscarnos a Santiago y a mí. Había dificultades para cerrar la cuenta de los refrescos, faltaban diez bolívares y la directora amenazaba con dejarnos castigados si no explicábamos que había ocurrido. Luego de revisar todas las cuentas y descartar hacer una inspección en la cantina, más que todo porque la maestra y la sub-directora veían con temor las sombras amenazantes que empezaban a resguardar el pasillo donde estaba la puerta amarilla de la cantina, la directora emitió su veredicto, Santiago y yo pasaríamos 3 dias sin recreo y debíamos llegar a las doce y media por una semana para ayudar a acomodar los pupitres e ir a buscar la tiza para la maestra en la dirección. Mientras avanzábamos cabizbajos tras los pasos incandescentes de la maestra, Santiago me dijo que estaba casi seguro que esos diez bolívares estaban en la cantina. En medio de los reclamos de la maestra ante nuestro descuido, logré sacar un hilillo de voz para pedirle que nos dejara entrar a la cantina. Usted todavía tiene la llave. La maestra estiró la mano y ahí sobre el escritorio estaba el bronce reluciente de la llave. Dimos un rodeo por el último patio de la escuela, la maestra nos indicó que debíamos ser rápidos porque no quería problemas con la subdirectora. A pesar de su molestia se notaba un aire de esperanza en su mirada, de alguna manera ella también era responsable del incidente. Luego de forcejear un poco con la puerta, Santiago encontró la maña de la cerradura y entramos a la cantina, ante la ausencia de luz eléctrica avanzamos arrastrando los zapatos hasta tropezar con la mesa, me agaché y empecé a tantear el piso con la mano, cuando empezábamos a escuchar el lamento de los aguaitacaminos anunciando la inminencia del anochecer, sentí una textura de papel arrugado en la mano derecha, levanté la mano y me acerqué al vidrio de la ventana, al trasluz de los restos de iluminación que venían de la calle, Santiago murmuró, ¡ese es el billete que falta, ese es! Casi levanto la mesa del cabezazo que me di cuando me levanté antes de tiempo al pasar por debajo. Cerramos la puerta y la maestra incrementaba el poema de su rostro al ver todo el polvo acumulado en las rodillas de nuestros pantalones. ¡Yo sabía, no encontraron nada! Santiago sacó el billete de su bolsillo. Y el rostro de la maestra mostró la alegría más grande que jamás le vi en aquel quinto grado. Alfonso L. Tusa C.

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