miércoles, 14 de octubre de 2015

Visiones de un atardecer. (Primeras páginas de un cuento en proceso)

A la distancia se escuchaba la puñalada de la sirena en el aire de penumbras que llegaba hasta el aula de gramática narrativa. Aquel 15 de octubre jugaban Magallanes y La Guaira. 1965 aproximaba sus zancadas hacia el recodo final de un año muy convulsionado por muertes políticas y discusiones geográficas. Jacinda paralizó el lápiz justo a dos líneas de terminar la hoja, el cuento había fluído indetenible por los andariveles de su mirada que buscaba escapar hacia los jardines y correr por el pasillo que llevaba a la escuela de química, quería ver si Aramís había cumplido su palabra de llegar antes de las seis y media al punto del pasillo de Ingeniería que colindaba con la escuela de Letras. Su voz pausada en el movimiento de enfundarse en la bata de laboratorio, había desarmado un poco el filo de las pupilas verdosas de la muchacha. A las siete de la mañana se congestionaba el acceso de Arquitectura. En medio de un tropel de zancadas gélidas Aramís descargó la suela de sus zapatos de goma sobre las zapatillas de empeine abierto. Jacinda aulló cual loba privada de sus crías. De inmediato Aramís se inclinó para borrar la marca de sus zapatos y eliminar el polvo embutido en la piel entre cobriza y ambarina. Su voz temblaba en medio de varias inflamaciones pectorales y un silbido que escapaba al final de cada palabra, parecía querer abotonar la bata sobre el rostro. Disculpa … es que tengo laboratorio de orgánica … si lo pierdo reprobaré la materia … son prácticas de ocho horas y ya deben estar pidiendo el preinforme. Jacinda lo veía con los ojos entrecerrados, solo el relumbrón de una cicatriz en el lado izquierdo del pecho que logró distinguir antes que Aramis terminara de abotonar la bata, aflojó un tanto el martillo en sus ojos. Notó que Jacinda volteaba cada cierto tiempo hacia el estadio ¿Te gusta el beisbol? La voz emergió desde los botones de la bata. Aramís sabía que debía hablar tan rápido como las zancadas que debía dar hasta el laboratorio. Jacinda aún sobaba su empeine y lo escrutaba cual banco de los datos que buscaba hacía rato para darle voz propia a sus personajes. Más que todo, tres cicatrices intercaladas en los dedos de ambas manos. El profesor miró el reloj. Escribió los títulos de unos libros en la pizarra, recogió su maletín. Recordó algo de la técnica de mostrar antes que contar y traspasó la puerta. Jacinda avanzaba a buen ritmo en su historia de guerrilleros y poetas, el rumor de la sirena tomó matices intensos cuando el profesor masculló en la puerta que iba retrasado para el juego inaugural, a la distancia se escuchaban los gritos de los vendedores traspasados por la sirena, la propuesta de la mañana la hizo sonreír al tiempo que emergía del pupitre. Aquella mirada, aquellos pasos de marchista olímpico acalambrado, le parecía reconocerlos de algún lugar. Aramís la miraba, se mordía los labios, metía las manos en los bolsillos de la bata y estiraba el cuello hacia las ventanas del laboratorio. Te invito al juego de esta noche. ¿Cuál es tu equipo? Magallanes ¿y el tuyo? Jacinda volvió a soltar todo el pie en el piso, intentaba caminar sin apretar el paso. La Guaira. Aramís ladeó la cabeza. ¡Ves ya tenemos otra razón para ir a ver el juego! Jacinda apretó el paso y abrió los brazos cuando vio que en el lugar acordado del pasillo solo había sombras y reflejos. De regreso al aula un grito compitió con la sirena que venía del estadio. Un espectro parecía surgir de las penumbras y el crujir de las hojas secas. ¡Espera, espera, es que se me complicó la reacción de las azidas! Aramís parecía un flamengo cambiando de plumaje al desprenderse de la bata mientras corría. Con la mano apretada sobre los labios y la nariz, comprobó que el rostro de la muchacha coincidía con la imagen que lo había perseguido en cada etapa del laboratorio, cuando titubeó ante la pregunta de destilación azeotrópica, cuando le llamaron la atención por olvidar colocar el termómetro en balón de tres bocas y cuando el profesor lo miraba con ojos de peinilla mientras esperaba la explicación del color verde oscuro en vez del anaranjado que debía tener el producto final de la reacción. Entonces si sonaban con intensidad y entendía totalmente las armonías de la canción que escuchaba junto a su padre en el radio de onda corta. Había leído que el autor de la letra la había compuesto inspirado en el asesinato de John F. Kennedy y la muerte de un hermano. El cabello castaño claro a la altura de los hombros, la tersura de sus mejillas, la holgura de su blusa esmeralda sobre el abdomen. Sintió un templón en la manga de la camisa de bacterias. Alfonso L. Tusa

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